Le parecía que era cariño lo que había asomado a los ojos de Margalida.
– No es que seas antiguo, es que eres un numulites.
Carvalho se encogió de hombros.
– Debes saber muchas cosas.
– Lo mío son los satánicos.
– Entonces, lo sabrás todo sobre el caso Pérez i Ruidoms o Mata i Delapeu.
– ¿Has oído hablar de Monte Peregrino?
– No.
– El hijo, aunque sea satánico, es un bendito. El padre es rancho aparte. Pérez i Ruidoms padre forma parte de un grupo que se llama Monte Peregrino. Son empresarios, profesores de univesidad, banqueros, políticos y se les supone conectados con una secta o algo parecido llamada Trilateral. Monte Peregrino aparentemente es un club privado selecto, no sólo de hombres de negocios, sino incluso familiar. Allí celebran hasta fiestas alto standing. De cincuenta mil pesetas por cabeza. Pronto celebrarán una de fin de verano. Es una tapadera. Como es una tapadera el Club Milton Friedman, compuesto por gentes equivalentes pero opuestos radicalmente a los Pérez Ruidoms, es decir, por Mata i Delapeu. Luchan por el poder allí donde se dé: en los partidos políticos, en las entidades bancarias y hasta en el Barcelona Fútbol Club. El asesino de Alexandre Mata i Delapeu está al caer, pero no será el asesino. ¿Has oído hablar de Dalmatius? No has oído hablar de nadie. ¿De dónde sales tú?
– De la Transición.
– Del Diluvio, vamos. Dalmatius es el gran tratante de violencia a sueldo. No es una sola persona. Es otra organización que controla sicarios reclutados generalmente en el este de Europa. Los hace venir. Pegan una paliza. Matan. Violan. Incendian un negocio y se van. Pero si la policía necesita detener a alguien para cubrir el expediente, Dalmatius tiene un servicio de desgraciados dispuestos a comerse el marrón para que no los expulsen del país. Mientras los encausan, los juzgan, se quedan aquí aunque sea en la cárcel y van ganando tiempo. He hablado demasiado. ¿Me tomas por una agente doble?
La tomaba por una agente fácil. Demasiado fácil. La acompañó caminando hasta el parking de Torre Mapfre donde ella había dejado su moto y en la despedida Margalida le acercó la cara para besarle los labios y meterle la lengua, abundante, como las tetas, y a Carvalho no le gustaban demasiado las lenguas abundantes. Le habían parecido siempre lenguas blandas, comestibles, más propensas para un estofado caníbal, incluso para un carpaccio de lengua, que para el beso. Esperó a que ella se metiera dentro para correr hacia la rampa de salida. Con una mano convocaba a un taxi, pero con el cuerpo vuelto hacia el control del tiquet a la espera de que Margalida apareciera sobre su moto. No lo hizo. Entonces Carvalho despidió al malhumorado taxista tras pagarle la bajada de bandera, fue veloz hacia la escalera mecánica que ascendía hasta el nivel donde estaba el restaurante Talaia y llegó a tiempo de ver cómo Margalida salía del ascensor y se encaminaba a pie primero hacia la playa y luego en busca de la Vila Olímpica. La siguió Carvalho hasta las taquillas de la red de cines Icaria y allí estaba el inevitable Anfrúns esperándola.
Hubiera jurado que Anfrúns le había visto y que le dedicaba una sonrisa aparentemente no transferida. Luego la pareja se metió en una de las cinco mil salas cinematográficas.
Trató de agarrarse al niño volador que avanzaba por el espacio hacia los cohetes, en una mano llevaba «mistus Garibaldis» y en la otra una piedra forrada de pólvora. Era él mismo medio siglo antes. Noche de San Juan. Olor a pólvora barata de posguerra. Cohetes lejanos y cerca los correcames [18] perseguían las piernas delgadas de las chicas, los mistus Garibaldis se limitaban a arrancar chispas de las paredes, algún volcán de madera o cartón en los balcones y en la encrucijada de calles sin tráfico, las hogueras. La música de la radio.
El gitano Andrés
se volvió furioso
cogió a su mujer
y la tiró al pozo
preguntóle el juez
por qué hiciste el daño
y él le respondió
para darle un baño.
¡Ay, señor Colón!
Ay, señor Colón!
Fíjese como está el mundo.
¡Ay, señor Colón!
Los gitanos del bar Moderno no le ponían reparos a la canción. Sabían que habían perdido la batalla contra el blanco, el payo para ellos, en años paralelos a la derrota del negro, del lobo y de la hormiga. Sudores de los sobacos, gaseosa con cerveza, el olor a pólvora podía ser un resto de aroma de la propia guerra civil. Ahora, en 1999, hasta Vallvidrera llegaba un estruendo de verbena de la parte del Valles, los cohetes salían de entre los bosques que le quedaban a Sant Cugat y no podían ser otros que los de la verbena de despedida del verano del señor Pérez i Ruidoms. Pero superpuesta estaba la verbena de su infancia y olía a coca barata del horno de la señora María o tal vez a una coca hecha por su madre con la receta de una vendedora del mercado de Sant Antoni o de la pastelería Petitbó. Abandonó la terraza mirador de la ciudad y se metió en la habitación. Charo dormía. Sobre la mesilla de noche de su lado quedaba una copa de champán mediada y Carvalho fue hasta el comedor para recuperar la botella de Bollinger metida en un cubo con agua y hielo. Bebió directamente de la botella y la devolvió a su encantamiento helado, luego salió al jardín y a la carretera para subirse al coche y descender hacia la plaza de Vallvidrera. Al pasar ante la casa de Fuster vio luz encendida y tocó la bocina. Fuster se asomó con más sueño en la cara que juerga.
– De juerga.
– De fingir que estoy de juerga. ¿Adonde vas?
– Trabajo.
– ¿Trabajo a estas horas?
– El mal no descansa. Un día de estos pasaré para hablar contigo de religión.
Dejó a Fuster perplejo y se fue en busca de la carretera que descendía hacia Les Planes y el Valles. Los cohetes reventaban de vez en cuando siempre en el mismo cielo, como estrellas de Belén señalando el camino, los perros aullaban inquietos y con el oído roto por las explosiones, Carvalho tenía en la sangre casi una botella de Bollinger. Descendió hacia el apeadero de Vallvidrera y luego fue a buscar la autopista en dirección a Sant Cugat, pero no entró en la ciudad. No respetó el rótulo «Camino particular» y se metió abriendo con los faros un túnel de noches y vegetaciones blancas, en el que de vez en cuando aparecían los deslumhrados indicadores «Can Borau». El camino asfaltado descendía y vio inmediatamente una explanada habilitada como parking para un centenar de coches y más allá una iluminada residencia masía con almenas de las que salían cohetes con ambición de Vía Láctea. Dos del servicio de seguridad se pusieron junto a la ventanilla.
– ¿Trae usted invitación?
– La he olvidado pero estoy invitado por el señor Pérez i Ruidoms.
– Su nombre, por favor.
– Pep Carvalho i Touron.
No parecían impresionados por la catalanización de su nombre y hablaban con alguien a través del walkie-talkie. Luego le pidieron que aparcara fuera de las hileras de los demás coches, le invitaron a que bajara y abriera el maletero y el capó. Para entonces ya había llegado hasta ellos un guardaespaldas más alto y más gordo vestido de mayordomo de película de ricos de vacaciones en el Caribe. El señor Pérez i Ruidoms le estaba esperando. Pero no era cierto. El mayordomo le sumergió en un salón de baile donde una veintena de parejas de mediana edad bailaban según la pauta de una orquestina bajo un cielo de guirnaldas de papelotes de colores, y allí le dejó mientras le prometía volver con Pérez i Ruidoms. Ni éxtasis ni siquiera entusiasmo verbenero en las caras, como si los hubieran contratado para bailar a un ritmo correcto canciones correctas, por más que de vez en cuando alguien tirara un puñado de papelitos purpurina o hiciera tururú con una trompeta de cartón. Pero de algún lugar salían las copas y los pedazos de cocas variadas, por lo que siguió el rastro de un camarero de retorno y pasó a un recibidor donde estaba la intendencia: una mesa alargada cubierta de bandejas con pedazos de coca y botellería de licores y aguardientes flanqueada por dos cubos donde se iban sustituyendo las botellas de cava, un cava de apellidos desconocidos, uno de esos cavas que salen cada quince días, fruto del entusiasmo cosechero de algún optimista con voluntad de fundar una dinastía avalada por la antigüedad, la tierra y el vino.
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