Manuel Montalbán - El hombre de mi vida

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Tres años después de sus andanzas en Quinteto de Buenos Aires, vuelve Carvalho. Y también vuelve Charo, tras haberse marchado a trabajar a un hotel de Andorra para un buen cliente suyo en 1991, cuando las aventuras de El laberinto griego, con la intención de orientar el futuro del detective.
Ahora, en el verano de 1999, vuelve enamoradísima de Carvalho y su ex cliente le monta una tienda de dietética en el Puerto Olímpico, retratado en la portada del libro. Pero el ex cliente de Charo, influyente político de la administración autonómica catalana, quiere también ayudar a Carvalho a reorganizar su vida y para ello lo introduce en los ambientes de los Servicios de Inteligencia catalanes, como Vázquez Montalbán viene prometiendo desde hace años
A pocos meses del final del milenio, Carvalho vivirá una historia de amor, sectas, espionaje y muerte. Convocado para seguir un curso de espía y reclamado por una extraña mujer que primero le envía fax enigmáticos, luego enamorados, Carvalho convive con la sospecha de que ha sido elegido para una finalidad que no puede controlar. A Carvalho esto parece inquietarle al principio y luego gustarle: Charo no consigue alelarlo con su vuelta.
Bajo el peso del eterno diseñador del mundo, el poder del dinero, el detective hace suya la ansiedad de Beckett: `Esto no es moverse, esto es ser movido` y, por primera vez en su ya larga vida literaria, asume su condición de instrumento para la tragedia.
Ojo con los faxes que recibe Carvalho: se parecen mucho a los del extraño cuento `Una lectora corrige a su escritor` preferido que Vázquez Montalbán publicó el verano pasado. Se supone que en la entrega siguiente, Milenio, Carvalho y Biscuter dan la vuelta al mundo y esto está anunciado almenos desde 1988: «…será un homenaje a La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne, realizada por Biscuter y Carvalho, y ahí se producirá el desenlace de la historia, y eso será todo.» dijo entonces Vázquez Montalbán en una célebre entrevista con José F. Colmeiro. Pero en una reciente larga entrevista en México ha dicho de Carvalho: «o lo jubilo luego de dar una vuelta al mundo que hará con Biscuter, algo que está anunciado desde hace 25 años y lo cual pienso cumplir en una novela de título Milenio, o bien lo reconvierto».

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– ¿Sobre qué?

– Una religión muy ferma [16] que es muy antigua y defiende a los pobres contra los ricos y está en contra de las jerarquías. Además los cataros se bañaban más que los demás cristianos, eran más limpios y ya sabe usted, jefe, que a mí lo de la limpieza me chifla. Además odiaban matar a los animales y si veían que habían caído en un cepo, abrían el cepo, los dejaban escapar e indemnizaban al cazador. ¿Qué le parece esta religión?

– Una religión es una religión. Tu quoque, Biscuter!

– Pero a esta religión le horroriza el mal más que a las otras, eso me han dicho. Sería algo así como un anarquismo religioso avant la lettre. Me ha dado un folleto en el metro una chica catara, rubia y con trenzas, pero ya se sabe: … ne touchez pas la femme blanche.

A Biscuter le encantaba utilizar expresiones en francés desde que había seguido en París, en 1992, un curso especializado sobre sopas y salsas.

– Ahora que ya no hay comunismo, jefe, que ya no podemos esperar que vengan Kruschev y la Pasionaria en moto a liberarnos, tal vez haya que espabilarse de otra manera. ¿Se acuerda usted del Lausín? ¿Aquel atracador que conocimos en la cárcel? Sí, hombre, aquel que era como un hombre araña capaz de subir paredes y que siempre decía: un día van a venir Kruschev y la Pa sionaria en moto y nos van a sacar a todos de aquí.

Recordaba. Lausín tenía una extraña fe en que Kruschev y la Pasionaria le sacarían de la cárcel o de la condición de chorizo. Lo que era y seguía siendo un misterio es por qué habían de llegar en moto hasta las puertas de la cárcel Modelo. Especialmente la Pasionaria, siempre con las faldas tan largas.

– Pues Lausín ahora está muy mayor pero se ha hecho cátaro.

– Por mí como si te quieres hacer «Ciudadano para el cambio».

– También me he apuntado a eso, jefe, a ver si le ganamos las elecciones a Pujol y a los catalanistas. Yo soy más catalán que nadie, pero ya me cansa tanto nacionalismo. ¿Por qué los nacionalistas son tan nacionalistas? ¿Por qué son tan pesados y unidimensionales?

Carvalho se encogió de hombros desde la voluntad de que aquella respuesta sirviera para todo lo que le había propuesto Biscuter. La nariz le olía a incienso y a azufre a la vez. Todos se habían vuelto locos, como si el mundo recuperara un maniqueísmo esencial entre Dios y el Diablo, como si hubiera fracasado cualquier otra explicación del horror o de la estupidez de sobrevivir para morir que no pasara por el esencialismo religioso o tribal. La atracción del mar de verano le transmitía una ilusión laica para la que no necesitaba ningún entusiasmo ideológico. Buscaba una pura satisfacción táctil, una profunda satisfacción a través del sol y del agua, cada vez más convencido de que lo más profundo en el hombre y en algunas mujeres es la piel. Allí estaba la falsa sobrina del falso cura. Pelirroja pecosa como hacía veinticuatro horas, pero liberada del disfraz de espía a la paisana y por lo tanto dotada de hombros desnudos, de escote, de minifalda. Buscaron las rampas que conducían al paseo asfaltado que bordeaba las arenas de las diferentes playas, excitada ella por la aventura de bañarse en un mar tan socializado, rodeada de gentes tan comunes, las gentes más bilingües que había visto en mucho tiempo. Cuando Carvalho le instó a que descendieran hacia la playa de la Mar Bella, ella le secundó y nada más tender la toalla sobre la arena se quitó la minifalda y luego la blusa para quedar en slip y tetas, porque sus dos tetas imponían una presencia blanca y sin pecas, redonda aunque altiva que no pasó desapercibida ni siquiera a los homosexuales de jornada intensiva. Demasiado joven, se dijo Carvalho. Debe parecer mi nieta. No pudo evitar comprobar de reojo si efectivamente todos los que miraban a Margalida habían llegado a la conclusión de que era su nieta o una enfermera especializada en geriatría.

– No puedo tomar mucho sol porque tengo la piel muy blanca.

Dijo mientras se untaba de un protector que le abrillantó la piel y especialmente aquellas tetas para las que la muchacha no tenía manos suficientes. Bien protegida se tumbó satisfecha y compuso una sonrisa con los ojos cerrados, como si estuviera contándose algo que le complacía. Carvalho se había echado a su lado, apoyado sobre un codo, y trataba de mirar en otra dirección hasta que la voz de ella le forzó a volverse. Ahora tenía los ojos miopes abiertos.

– ¿Qué querías que te dijera?

Le estaba tuteando.

– ¿A qué te refieres?

– No había otro motivo para invitarme a venir a la playa contigo. Querer saber algo. Mira, tío, si quieres que yo sea legal contigo, tú has de ser legal conmigo. Yo no voy de tonta por la vida.

– ¿Todo el mundo que pasa por tu santuario te invita a ir a la playa para sacarte algo?

– Poca gente entra en aquel santuario. Si a ti te han dejado entrar es por algo.

– ¿Tú que haces allí? ¿Patria?

– Me gano la vida.

– No eres una patriota.

– Soy una empleada contratada por tres meses. Silo hago bien, me renuevan. Si no me porto bien, a la calle.

No es manera de tratar a un miembro del servicio de información, pensó Carvalho, luego pasa lo que pasa, agentes dobles y triples, despechados que se venden los papeles al espionaje napolitano o andaluz o gallego o serbio o etíope. Demasiada caricatura. Era imposible que se correspondiera con lo real.

– Tienes una intuición yo diría que femenina. Estoy muy interesado por Manelic. ¿Quién es Manelic?

– Yo no puedo decírtelo, porque sólo tengo una sospecha. Allí nadie se llama como dice llamarse, ni es lo que dice ser. Teóricamente somos un servicio de información sobre sectas en relación no explícita con la policía autonómica, pero tampoco estoy segura de que seamos sólo eso.

¿Por qué le había resultado tan fácil todo? ¿Sólo se explicaba por el nexo Charo-Quimet? ¿Porque somos un país de seis millones de personas en el que todos nos conocemos y es imposible esconder nada, ni siquiera a los espías? La muchacha no tenía un criterio formado sobre la razón y escuchó a Carvalho desde la más absoluta neutralidad. Margalida estuvo más rato en el agua que tomando el sol y Carvalho la siguió cuando se fue a la ducha pública y luego aceptó tomarse un arroz con bogavante en la Barceloneta, en Can Solé, un restaurante que había respetado la estética de un barrio pescador y los precios del poder adquisitivo de diez años atrás. A veces el dueño le telefoneaba cuando tenía espardenyes [17] porque propiciaban el aroma final de un arroz sólido en el sofrito con sepia y cebolla tostada. Margalida tenía buen diente y buen beber. Contemplaba divertida los esfuerzos de Carvalho por beber poco y en cambio llenar la copa de ella en cuanto mediaba.

– Tienes un no sé qué de ligón antiguo.

– ¿En qué lo notas?

– En que quieres emborracharme. Para que hable. ¿Tal vez para que nos vayamos a la cama?

Demasiado resabida.

– Me parece que tú y yo no nos vamos a ir a la cama.

– ¿Por qué?

– Porque pareces una chica demasiado sana, de esas que antes de que te desabroches la bragueta ya te han puesto el condón. Yo exijo hacerlo sin condón.

Estaba desconcertada.

– ¿Tú lo haces sin condón? ¿Y el Sida?

– Si el amor es una ruleta rusa, ¿por qué no ha de serlo el sexo? Cuando me ponen un condón me distancian tanto que no se me levanta. Es como si le hubiesen puesto un estigma a mi picha. Comprendo que para los atletas sexuales de tu edad sea importante no pillar ninguna infección para poder seguir votando durante elecciones y elecciones y hacer patria y tener niños y agitar banderas hasta que la muerte nos separe. Pero ya no tengo patrias trascendentales, ni voto, ni me quedan banderas. Prefiero comer y follar peligrosamente. Cuando puedo.

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