Ya le queda poco, Dalmatius. Luego se irá a casa al infierno. Confírmele a mi amigo que éstos son los asesinos de Mata i Delapeu.
Instó a Carvalho a que tendiera las fotos a Dalmatius. Así lo hizo y la torturada cabeza ascendió y descendió tres veces ratificando. Pérez i Ruidoms estaba satisfecho. Acercó su cara a la de Dalmatius.
– Quiero que vuelvas a verme la cara y que la anotes en tu cerebro. Tú trabaja en lo tuyo, pero no te cruces en mi camino. Tú vive en tus cloacas, pero no se te ocurra meterte en las mías. Mis reglas del juego pueden ser las tuyas y por cada matarife que emplees yo puedo contratar diez.
Pero Dalmatius estaba entero a pesar del castigo físico. Carvalho percibía que le estaba estudiando, situando, que tal vez incluso ya sabía quién era. Era de la clase de hombres que asimilan incluso en las situaciones más desfavorables y Dalmatius ya sabía lo que podía esperar de Pérez i Ruidoms pero no de Carvalho, por lo que mantuvo la mirada fija en él mientras se retiraban.
– Puede hacer el uso que quiera de la información que le he dado. A estas horas la policía ya ha recibido una confidencia sobre el lugar donde se esconden los sicarios.
– ¿Han sido ellos?
– Dalmatius los ha señalado.
Sin que añadiera ni una palabra, el anfitrión se despegó de Carvalho, salió de la masía a la explanada donde ya le esperaba un coche en marcha con chófer y dos guardaespaldas. Carvalho se fue a por el suyo, que permanecía separado de los demás, como si hubieran querido señalar su condición marginal de coche viejo para un detective previsible, tan previsible que le habían preparado la fiesta sin perder detalle, como una gran ceremonia del simulacro. ¿Y si era falso Dalmatius? ¿Y los dos chivos expiatorios? Según los informes se escondían en un piso del Poble Sec, en la calle Salva esquina Paral-lel y la policía iba a por ellos. Carvalho lanzó su coche por la carretera a una velocidad que le pareció casi cinematográfica y se fue en busca de Barcelona y del Poble Sec. Se agotaban los tráficos entre los fugitivos del centro de la ciudad y los que trataban de ganarla. Llegó a la plaza de España y fue a buscar el Poble Sec a lo largo del Paral-lel, metió el coche en un parking situado junto al teatro Condal y le separaba una manzana apenas de la ubicación de Mohamed y la mujer pálida. El escenario ya estaba tomado por la policía y un reflector enfocaba una ventana del tercer piso de la casa. Carvalho permaneció detrás de la hilera de curiosos que la policía alejaba a voces e incluso empujones del círculo que había establecido en torno a las presas.
– Hay un muerto.
Dijo un hombrecillo tan anocturnado que tenía piel color de luna y venas color de noche. Sonaron una continuidad de disparos dentro de la casa y la presión de la policía contra los curiosos se hizo más extrema. Carvalho trató de acercarse a la primera fila y dos hombres se pusieron a su lado.
– Lifante quiere verle.
Flanqueado por los dos agentes, Carvalho fue conducido hasta el inspector Lifante que seguía con ojos de estudioso la luz del reflector y lo que le estaban diciendo por un auricular incrustado en una oreja. Observó a Carvalho con una curiosidad deferente y se fue hacia la casa seguido del detective al que nadie le impedía el paso. Subieron dos pisos cruzándose con policías vestidos de Rambos hasta llegar a un apartamento cuya puerta de entrada colgaba como si se le hubiera roto el hombro. Los agentes estaban cansados y Lifante pasó entre ellos sin que le molestara el seguimiento de Carvalho. Los dos cuerpos yacían en el living, la mujer en el centro tenía las piernas abiertas escapadas de una corta minifalda, un tiro en la boca y los cabellos rizados diríase que petrificados. El hombre parecía un muñeco roto derrumbado sobre sí mismo y la sangre le salía de detrás del cuerpo, como si se le escapara por el culo.
– ¿Resistencia?
– Claro.
Lifante se encogió de hombros y el gesto iba dirigido a Carvalho. Dio órdenes de que se esperara al juez como siempre y sin mirar a su espontáneo acompañante le dijo:
– Tiene usted una manera muy curiosa de adivinar finales felices.
– He oído los tiros.
– ¿Los ha oído desde Vallvidrera?
– Pasaba por aquí.
Lifante parecía cansado y frustrado. Probablemente ni ha cenado, pensó Carvalho, y alguien iba a pagarlo.
– Hemos de hablar, Carvalho. Ahora.
Aún estaba abierta la horchatería de la Ronda de Sant Pau, la única donde se podía tomar en verano horchata de avellana, aunque la horchatería preferida de Carvalho era la de la calle Parlament que su madre le había traspasado como herencia. Dos días antes de morir, Carvalho le había preguntado retóricamente:
– ¿Qué te gustaría que te trajera?
Aplazó su deseo de morirse cuanto antes para pensar y volvió del remoto territorio donde había escondido sus últimos deseos para pedir:
– Horchata y melocotones.
No era tiempo ni de lo uno ni de lo otro, aunque durante años y años, cada vez que recordaba aquella escena, Carvalho se había reprochado no haberse echado a la calle a buscar horchata y melocotones o violetas, si le hubiera pedido violetas en diciembre. Además hubiera podido encontrar horchata y melocotones, pero le pareció demasiado triste secundar algo que quizá ni siquiera era un último deseo, sino una última respuesta. Lifante estaba sorprendido de la existencia de horchata de avellana y su sorpresa llenó diez minutos de conversación hasta que le salió el policía y avisó a Carvalho de que su fidelidad a su cliente, la señora Mata i Delapeu, que lo sé Carvalho, que lo tenemos bajo control, no le impedía informarle de cómo había ido a parar allí, aquella noche precisamente, en el momento en que la policía estaba interviniendo.
– Y ahora usted me dirá: Una corazonada, porque usted, Carvalho, es esclavo del personaje y el personaje le obliga a contestarme: una corazonada.
– Usted me gusta, Lifante, porque es un policía intelectual y nunca dice cojones, por ejemplo. El viejo Contreras ya me habría echado el aliento a la cara y me habría dicho que me iba a capar o que no le tocara los cojones. Usted iba para semiótico.
– Semiólogo.
– Una cosa de enjundia.
– Insisto en la pregunta, Carvalho. ¿Qué hacía usted en el lugar adecuado en el momento adecuado? ¿Qué hacía usted en la tienda Lluquet i Rovelló? ¿Y merodeando en torno al Vaticano de Horta?
– ¿Vaticano de Horta?
– Así llamo yo a esa central de indagación religiosa que han montado servicios más o menos controlados por el gobierno de la Generalitat.
– O sea que se vigilan estrechamente.
– Vigilar es nuestro oficio.
– ¿Contra quién?
– A favor del ciudadano.
– ¿De un ciudadano concreto? ¿Tienen el prototipo en algún museo del Hombre?
– Todos los Estados tienen a un ciudadano como referente, a veces se le llama Bien Común o Interés General, pero nos referimos a un ciudadano común, al común denominador de los ciudadanos, del ciudadano español, por supuesto.
– Es decir, lo más parecido que hay a usted.
La ventaja de Lifante era que no se impacientaba. Ahora bebía su horchata a sorbos y de pronto interrumpió la bebida para echarse a llorar. Pero sólo le lloraba un ojo y se presionó una fosa nasal con un dedo.
– Esto duele la hostia. El frío cuando se mete en las fosas nasales.
Se mostró comprensivo Carvalho y recordó sufrimientos similares. Le costó al inspector reponerse y volvía a retomar su discurso cuando Carvalho consideró que la mejor respuesta es una pregunta.
– ¿Tanta resistencia han opuesto esos dos que han tenido que matarlos?
No le había gustado la pregunta a Lifante, prueba evidente, pensó Carvalho, que no es cierto el axioma de que no hay respuestas malas sino preguntas tontas.
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