Ahora fue Bálder quien esquivó al arquitecto y se volvió hacia la ventana. A través del cristal, el sol calentaba con fuerza.
– Eres lo último que me queda -reveló, sin circunloquios.
¿Antes de qué?
Bálder reflexionó, dudó y al final lo formuló del modo más descarnado:
– Antes de ceder. Antes de claudicar y entregarle mi alma.
– ¿Y en qué podría ayudarte yo? Soy un caído.
– Creo que deseaba comprobar que poseo una defensa que ninguno de vosotros poseéis. Probablemente, que tú también habías sucumbido por carecer de esa defensa.
– ¿Y no es así?
– Si quieres saber si carecías de esa defensa, supongo que sí, carecías -apreció Bálder, ausente-. Pero ésa ya no es la cuestión. El hecho es que me comparo contigo y apenas encuentro algo que nos distinga. Hace semanas que no tallo nada que merezca la pena conservar. Mi arte me ha fallado o yo le he fallado a él. El orden de los términos no altera nada.Y lo de tallar o no hacerlo es, en definitiva, una pequeña porción del todo. Aunque yo sé, como tú no sabías, que la puerta de Náusica es la puerta del infierno, no me queda otra. Si pudiera resistir en condiciones, sería diferente. Pero no puedo conformarme con merodear y retrasarlo hasta que ella supla mi voluntad. Alguna vez tuve algo que me habría salvado de ese destino. Al menos lo añoro y por la noche recuento los escombros. Ahora sólo sueño con ella, y empiezo a estar cansado de rehuirla.
– No ganarás nada enfrentándote a ella -vaticinó el arquitecto.
– Acaso pueda recuperar algún respeto por mí mismo.
– ¿Eso crees? -rió el otro, ásperamente-. Por si te sirve para orientarte, yo no me respeto en absoluto.
El tallista evitó su mirada. Entonces, de improviso, como si se hubiera estado aguantando durante todo el tiempo, el arquitecto dio rienda suelta a su animosidad. Pero no alzó la voz, ni se apresuró; se limitó a exigir, con todo el desprecio que podía arrojarle:
– Ve a comunicárselo, Bálder, si ése es tu nombre. Díselo así: que no tengo ningún respeto por mí.Y por si le halaga dile que también es verdad que sueño con ella, aunque no con la de los últimos tiempos, sino con la que era al principio, cuando lloraba escondiéndose entre mis brazos. Eso puede que la disguste. Pero siempre puede enviarme a uno de sus médicos para que me extirpe el trozo de cerebro en que tengo alojado ese sueño.
Bálder no hizo ningún comentario. Sus ojos estaban fijos en la silueta de la catedral en construcción, nítidamente visible desde la fachada del palacio en la que se abría la ventana del arquitecto.
– ¿Para qué te ha hecho venir? -bramó su interlocutor-. ¿Para regodearse? ¿Es que ya no dispone de ninguna otra diversión?
– No me ha hecho venir -murmuró Bálder, sin propósito de convencerle.
El arquitecto le examinó con recelo.
– En cualquier caso -dijo-, no pienso hablar más de Náusica por hoy. Si tu visita no tenía otra finalidad, ya conoces el camino de salida.
Bálder no se separó de la ventana. El hombre de la bata esperó, también inmóvil. Al cabo de un tiempo, más sereno, preguntó:
– ¿Eres de veras artista, Bálder?
– Al menos, juraría que lo he sido.
– Pues deja de contemplar eso que están levantando allí abajo. La catedral, lo poco de ella que ha logrado existir, está en otra parte.Voy a creerte sólo durante el tiempo indispensable para mostrártela. Luego te irás, y si está en tu mano te ruego que no vuelvas a irrumpir aquí a romper mi rutina.Ven conmigo.
El arquitecto echó a un lado la cortina y pasó a la habitación contigua. Bálder le siguió. Entre sus planos y bocetos, aquel hombre recobraba una singular vitalidad. Rodeó la reproducción que ocupaba el centro de la sala y se situó junto al ábside. Apoyó una mano sobre una de las torres que lo flanqueaban e inclinó a un lado la cabeza para que las torres centrales no le impidieran ver a Bálder.
– Esto es la catedral, maestro tallista. Lo que estoy tocando y, por encima de todo, lo que cuelga de las paredes. Demasiado sublime para que nadie pueda convertirlo en piedra. Demasiado sublime para que yo mismo hubiera podido.
El arquitecto recorrió la habitación y terminó posando su vista en la majestuosa torre central.
– Si no me has engañado y eres un artista, podrás entenderme -aventuró-. Si eres un subalterno de Livius, me complaceré en embrollarte.
El hombre se concentró en la reproducción a escala de su proyecto y comenzó a evocar, despacio:
– Cuando era joven, advertí que poseía buenas cualidades para el dibujo y la escultura. También practiqué con alguna dignidad la poesía y la música. Durante un tiempo, anduve disperso. Una buena o mala tarde, porque desde aquí ya todo resulta ambiguo, entré en una catedral. No era la primera vez. De hecho, es posible que no fuera la mejor catedral que había visitado y ni siquiera estaba concluida. Caminé entre las columnas, bajo la bóveda, fijándome en las líneas que se entrecruzaban, dotando a la piedra de vuelo y flexibilidad. Admiré la factura del coro, la integración de todos los elementos interiores. No era uno de esos templos en los que se superponen sin orden ni concierto estilos diversos o contradictorios. Habría podido discutirse el acierto de alguna de las soluciones ideadas por el arquitecto, pero todo encajaba, proporcionando una armonía impecable. Hasta tal extremo me sobrecogió aquel espacio que apenas reparé en sus defectos. Antes de nada, es importante resaltar que había entrado por una puerta lateral. Salí por la principal y avancé unos quince o veinte metros, disfrutando de la inesperada sensación de paz y plenitud que había obtenido. Entonces me detuve y me volví. Ante mí se erguían, sobre una fachada de abigarrada belleza, cuatro torres muy similares a las cuatro que los incompetentes que trabajan en la obra consiguieron levantar hace años, gracias a mis instrucciones. Me quedé extasiado, mirando cómo las agujas se clavaban en el firmamento.Aquel día, supe que la catedral era la obra de arte suprema, en la que cabían todas las demás formas del arte. Había que dibujarla, esculpirla, ordenarla como un poema o la música. Para todo lo que había intentado a través de procedimientos parciales existía un cauce integral.Aquel día, hace casi treinta años, se gestó mi proyecto.
El arquitecto se sentó junto a uno de sus tableros de trabajo.
– Durante años -continuó- me preparé para ser capaz de acometer mi obra. Primero aprendí las reglas de la arquitectura, que ignoraba. Me instruí en cómo debían repartirse las cargas, en cómo soportar los muros y las bóvedas y en otras muchas cuestiones engorrosas y distantes de las ligeras tareas en que me había ocupado hasta entonces. En cuanto tuve una mínima seguridad en mis conocimientos, me puse a dibujar. Al principio trabajé sin expectativas. Determiné la estructura y cientos de detalles antes de tener la menor garantía de que lo que iba amontonando en mis carpetas pudiera materializarse algún día. La catedral era un ente sin cuerpo, que colmaba mi espíritu como nada que pudiera tocarse, pero que corría el riesgo de quedarse en los planos cuando mi espíritu se extinguiese. Es curioso que vaya a suceder así, después de haber alimentado durante un tiempo el espejismo de estar levantándola sobre la tierra. El caso es que un día llegó a mis oídos que el Arzobispado había decidido emprender la construcción de un templo que testimoniara su grandeza y su temor de Dios. Desde mi lejana patria, envié mi proyecto. No tenía esperanzas de que nadie le prestara una atención excesiva. Mi proyecto no estaba inspirado por el temor de Dios. Era, más bien, una exhibición de orgullo y autosuficiencia.
El arquitecto se puso en pie y fue junto a la reproducción a escala. Inclinado sobre ella, respaldó su aserción anterior:
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