– Quiero saber por qué lo hiciste.
– ¿Por qué hice qué?
Ceder.
– ¿Ceder?
– Tenías un proyecto. Todos estaban a su servicio, y era tuyo.Tu alma pertenecía al proyecto y el proyecto pertenecía a tu alma. ¿Por qué se la entregaste a ella?
El otro se dejó caer de nuevo sobre su lecho.Abatió los párpados y restregó las yemas de sus dedos índice y pulgar contra su tabique nasal.
– Al menos, idiota no eres -juzgó, extenuadamente-. Sólo te precipitas al sacar tus conclusiones. Mi alma ya no pertenecía al proyecto, maestro tallista Bálder. El hechizo se había roto. Seguía dibujando, puliéndolo, yendo a la obra a despotricar contra las desviaciones que se cometían. Acababan de levantar las torres, y cuando había tenido ante mí, casi terminado, aquel ensayo de las torres mayores que habrían de erigirse más tarde, había estado a punto de abrigar esperanzas. Era joven y disponía de tiempo para vencer dificultades. Pero mi optimismo fue pasajero. Pronto hube de averiguar que no sería capaz de consagrar toda mi vida, con el mismo coraje, a vigilar cómo se materializaba con aquella lentitud lo que mi cerebro había ingeniado. Aquí, en mi estudio, el proyecto crecía día a día, o noche a noche, mientras abajo, en la obra, se avanzaba casi tanto como se retrocedía en cuanto relajaba mi vigilancia. Yo había proyectado una catedral magnífica, y de pronto me encontraba empozado en una empresa tediosa, infinita. Me evadía de aquella maldición en mis dibujos, y en mis cada vez más esporádicas visitas a la obra. Pero lo cierto es que ya me había rendido.
Al llegar a este punto, el arquitecto se interrumpió, acaso para ordenar sus recuerdos.
– Fue entonces cuando conocí a Náusica, o más bien, cuando ella se manifestó -reanudó su relato-.Antes sólo la había visto ocasionalmente, siempre de lejos, en alguna ceremonia. Al principio era una niña huidiza y luego no pasaba de ser una adolescente retraída. A aquellas ceremonias no asistía toda la curia; sólo el Arzobispo, sus secretarios y algunos altos canónigos. A mí se me invitaba por mi alta responsabilidad como autor del gran proyecto, aunque era más bien poco lo que entendía de lo que allí tenía lugar. Matando el aburrimiento que me producían los ritos, me había fijado en la extraña presencia de aquella niña rodeada de sus preceptoras. Salvo por el hecho de ser la única de su edad que asistía a las ceremonias, nunca me había llamado mucho la atención. Me había chocado, claro, que fuera hija del Arzobispo, según me había susurrado al oído el canónigo al que un día había preguntado quién era y qué hacía en el palacio. Pero alguien, tal vez el mismo canónigo, me había aclarado que el Arzobispo la había engendrado antes de hacer sus votos y que la madre había muerto poco después de nacer ella. Así que no tenía razones para preocuparme especialmente por aquella rubia y escuálida criatura.
El arquitecto se levantó y fue hacia su botella de licor. La estuvo manoseando y finalmente la devolvió a su emplazamiento en la alacena, dándole un golpecito con el dedo índice en señal de desaprobación.
– No voy a beber -advirtió al extranjero-. Así sólo te contaré lo que te quiera contar. Antes has aludido a alguna especie de claudicación por mi parte en relación con Náusica. En un sentido tienes razón y en otro ninguna.Tienes razón porque llegué a ella, o ella se presentó, en el momento justo en que renegaba de mi arte y de mi proyecto. Yerras al describir mi conducta como una claudicación. A la vuelta del tiempo, puedes interpretarla así. A la vuelta del tiempo, en realidad, puede interpretarse todo de cualquier manera. Pero cuando ella me hizo llamar a sus aposentos, y en el lugar de la niña desdibujada que yo había espiado entre bostezos me recibió una intrigante muchacha, que cambiaba del rubor a la indecencia como cambiaba de dedo sus anillos, lo que me movió a implicarme en sus jugueteos no fue otra cosa que un ansia estúpida de conquista. El proyecto era un pasadizo cegado. Aquello, según lo vi, era un sendero que se me abría de pronto y me invitaba a internarme en un jardín prohibido. No cedí, maestro: quise apoderarme de ella. No hubo flaqueza, sino codicia. La codicia me tentó y me arrastró como un río enfurecido hasta la desgracia. Por eso lo hice. ¿Era lo que querías saber?
– No exactamente. Me has contado cómo lo hiciste. No por qué.
El arquitecto se encogió de hombros.
– Por aquella época ya no me planteaba ninguno de esos grandes asuntos. Por qué estoy aquí, por qué no podría irme allá y otros semejantes.Tampoco me los planteo ahora, ni estoy muy convencido de que tengan alguna utilidad. La profundidad de los cimientos o el grosor de los muros para sujetar mis torres necesitan un porqué, y a él me atuve para calcularlos. Ir o no tras una muchacha que nadie se atrevería a tomar es algo que se decide por instinto o por vicio. En mi caso, debió de influir más lo segundo. Si eso no colma tu curiosidad al respecto, la respuesta podría ser que llegué a ella porque no tenía motivos para negarme.
– Sí los tenías.
– ¿Te refieres a lo que pasó después? Eso es un motivo para arrepentirme, en todo caso. Jamás habría podido suponerlo cuando tuve que elegir. Ni yo ni tú ni nadie. Era una muchacha vacilante, hambrienta. Ni se parecía a lo que es ahora.
– Le entregaste tu alma -le reprochó otra vez Bálder.
– No desde el principio -se opuso el arquitecto-. En los primeros tiempos me complacía en atormentarla. Era ella quien dependía de mí. Se avergonzaba por lo que estaba ocurriendo y yo me ocupaba de que cada vez se avergonzase más. Mi primer error fue confundir aquella vergüenza con un sentimiento de culpa. Náusica es impermeable a la culpa. Simplemente la cohibía ser torpe, no haber nacido sabiendo nada de aquello.Y yo me ensañaba con ella. No pensaba en la hija del Arzobispo en quien ahora todos piensan con terror. Para mí no era más que una niña inexperta que sufría y que me proporcionaba un goce más pleno cuanto mayor era mi facilidad para herirla. Fue entonces cuando, sin darme cuenta, sembré en ella la semilla del odio. No me figuraba hasta dónde podría hacerme pagar mi maltrato. Creía que siempre iba a ser un pajarillo temeroso, al que en cualquier momento podría coger entre mis manos para sentir el batir de su corazón bajo el plumaje. Pero resultó ser dura como un halcón, y resultó que su memoria guardó mis maldades hasta que contó con las armas apropiadas para castigarlas.
– Quién dominara a quién es lo de menos -le rebatió el extranjero-. Primero fuiste tú y luego ella, hasta anularte. Qué más da. Lo que importa es que te metiste voluntariamente en el centro de la ciénaga en que se había podrido tu proyecto. A eso me refiero cuando digo que le entregaste tu alma.
El arquitecto había vuelto hacía tiempo a sentarse sobre su jergón. Desde el borde, con la barbilla caída sobre el pecho, apuntó a Bálder sus ojos exánimes.
– ¿Quién te dio el derecho a condenar a otros, maestro? -interrogó-. ¿Nunca hiciste nada que debas lamentar? ¿Que incluso otros hayan lamentado por ti?
– He hecho las dos cosas -confesó Bálder, insensible. -Entonces coincidimos.Yo no te condenaría. ¿Por qué lo haces tú?
– No te condeno.
Los dos hombres quedaron en silencio. El extranjero sentía que estaba demorándose en una investigación desprovista de sentido. El otro captó la momentánea vulnerabilidad de Bálder.
– He respondido a muchas preguntas -constató el arquitecto-. Ha debido de ser porque, contra toda lógica, tenía ganas de hablar con alguien, ya que nada justifica que me fíe de ti. Ni siquiera te has dignado explicarme de forma comprensible qué es lo que has venido a buscar a mi estudio.
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