Su entrada en el coro provocó un unánime sobresalto, Alio incluido. Indicó a los hombres que prosiguieran con lo que estaban haciendo y llamó a Níccolo. Su segundo estaba bastante nervioso.
– ¿Te pasa algo? -preguntó el extranjero.
– No -titubeó Níccolo-, es decir, creo que no es aquí donde deberíamos hablar de ello.
– Ven -ordenó Bálder, echando a andar hacia la salida. Ya en el exterior, exigió a Níccolo:
– Cuéntamelo.
A su alrededor, la labor diaria se desarrollaba dentro de una morosa normalidad, aunque no se oía ni se veía a Aulo. Níccolo miró de reojo hacia el interior de la nave de lona y aguardó a que un operario que pasaba cerca se hubiera alejado.
– Verá, maestro -comenzó al fin-, en primer lugar no sé si hago lo que debería.
– ¿A qué te refieres?
– ¿Me concede la licencia de serle franco?
– Por lo que a mí respecta, es tu derecho.
– Todo el mundo murmura. A estas alturas, todos están al tanto de que el canónigo Gracchus se dirigió a usted y de que usted le replicó irrespetuosamente.
– Yo no opino que fuera irrespetuoso -se opuso Bálder, contemplándose las uñas.
– Entiéndame, es lo que dicen todos.
– Y tú estás de acuerdo. No te lo recriminaré.
– No, yo no sé qué pensar. Lo que quería decirle es otra cosa. Perdóneme, pero tengo la sensación de que servirle puede ser peligroso.
– ¿Eso qué quiere decir? Estás a mis órdenes. Lo han dispuesto los canónigos. Nadie va a tomar represalias contra ti por hacer lo que te mando.
Níccolo trazó una sonrisa nerviosa.
– Dentro del coro, es posible. Pero le he prestado otros servicios.
– ¿Qué servicios?
– Ayer por la tarde seguí a Alio. Aunque fue difícil hacerlo sin que él lo advirtiese, creo poder asegurarle que no se dio cuenta de que iba tras él. Averigüé algo.
– Continúa.
– No fue a su alojamiento. Rodeó el edificio y llegó hasta una puerta lateral del palacio. Golpeó siete veces. Le abrieron. Antes de que desapareciese dentro pude ver el rostro de quien le había abierto. Era Horacio, el escultor.
– ¿Y?
– No pretendería que entrase. Nunca había estado a aquel lado del palacio. Nunca había estado tan cerca del palacio, en realidad. Tenía miedo.
– ¿Eso es todo?
– No. Alio ha llegado esta mañana con hora y media de retraso. Aunque se han debido de separar antes de entrar, he podido comprobar que el escultor se incorporaba a su trabajo a la misma hora. Le he exigido explicaciones, a Alio, quiero decir, y se ha negado a dármelas. Me ha respondido que sólo le daría explicaciones a usted, maestro, si es que las pedía.
Bálder no estaba muy seguro de entender lo que estaba ocurriendo. La reacción de Ennius no le preocupaba, pero que Alio estuviera en combinación con Horacio proyectaba sobre su ánimo la lejana sombra de Náusica. La presencia de Alio siempre le había estorbado. Nunca había sospechado, sin embargo, una conexión entre su subalterno y Náusica. La distancia se le hacía excesiva.
– Está bien -dijo a Níccolo-. Ve a buscar a Alio y comunícale que le pido explicaciones y que me gustaría que viniera a dármelas aquí ahora mismo.
– Estoy asustado, maestro -se quejó Níccolo-. Nunca había visto a nadie comportarse como usted. Nunca un operario bajo mis órdenes se permitió la impertinencia de Alio. Aquí hay algo que me sobrepasa. Quisiera formular una solicitud.
– ¿Qué?
– Reléveme.
Bálder contempló a su atemorizado subordinado. En parte, su petición era irrechazable. Nada le autorizaba a implicarle en su juego suicida.
– No puedo relevarte del mando de la cuadrilla -contestó, al cabo de unos instantes-, porque yo no te nombré.
– Haga que me releven.
– No veo cómo podría sin perjudicarte. Debería acusarte de alguna falta, y no has cometido ninguna. Seguirás al mando de los hombres. Pero te relevo de prestarme otros servicios. Cumple estrictamente con tus funciones de jefe de cuadrilla y no temas. Nadie te hará nada.Vamos, ve a llamar a Alio.
Níccolo no se movió.
– Disculpe, maestro -suplicó.
– De acuerdo. En realidad esto es cosa mía -aceptó Bálder-.Al menos entra conmigo. Que no te note el miedo.
Volvieron a entrar en el coro. Bálder se dirigió sin preámbulos al espía.
– Alio -gritó desde la entrada.
– ¿Sí, maestro? -repuso el aludido, con cautela.
– No pienso decírtelo a voces.Acércate.
Alio dejó sus herramientas, se limpió las manos y se acercó sin apresurarse.
– ¿Tienes alguna buena excusa para tu retraso de hoy? -preguntó Bálder. Aunque había bajado la voz, usó un tono lo bastante alto como para que los demás, que estaban pendientes de la escena, oyeran sus palabras.
– Si no le importa, preferiría tratar esto en privado -sugirió Alio.
– Te equivocas de palabra, Alio.Yo no trato nada contigo.Yo soy el maestro y tú un simple operar i o. Yo te pregunto y tú respondes, rápido y lo mejor que se te ocurra. ¿Por qué te has retrasado?
– Maestro -vaciló Alio-, no creo que sea la mejor forma.
– Si me obligas a preguntarlo por tercera vez consideraré que no tienes una razón consistente.Y obraré en consecuencia.
– No me encontraba bien -ensayó Alio, sobre la marcha.
– ¿Qué te dolía, exactamente?
– El estómago.
– ¿Has ido al médico?
– Sí.
– ¿Y qué te ha dicho?
– Una indigestión.
– Lo comprobaré. Ahora vuelve a tu trabajo. Y otra cosa. No quisiera enterarme de que un simple operario cuestiona la autoridad del jefe de cuadrilla. He ordenado a Níccolo que me tenga al corriente. Imagino que conoces las normas. A fin de cuentas, llevas en la obra más tiempo que yo mismo.
– Sí.
– ¿Sí qué?
– Conozco las normas, maestro.
– De acuerdo. Los demás, a vuestra labor. Níccolo, acompáñame afuera un momento.
Su segundo estaba más pálido que el mismo Alio. Tropezó consigo mismo mientras salía detrás de Bálder.
– Voy a ver al médico -informó a Níccolo-. Cuida de que todos hagan lo que deben.Y tranquilo -agregó, sonriendo-. Alio no intentará nada. Ha cometido su primera torpeza. Ahora es su cabeza la que está en juego.
La enfermería se encontraba en uno de los barracones contiguos al recinto de la obra. Era uno de los más pequeños y en apariencia de los más deteriorados. Cuando Bálder entró allí, un intenso olor a descomposición se apoderó de su olfato. Se internó a duras penas en la atmósfera pestilente, observando con escepticismo los útiles y frascos de presuntos remedios que se alineaban en estantes cubiertos de polvo y mugre. Tras un falso tabique de madera desventrada por la humedad, se tropezó a un par de hombres. Discutían en voz queda, uno de ellos imponiéndose sobre el otro, que se dejaba convencer de mala gana. Bálder adivinó una relación jerárquica entre ambos, y no erró. El que se sometía era el ayudante del médico; el otro, un hombre armado de anteojos sobre cuyo rostro las lentes no proyectaban sombra alguna de inteligencia, resultó ser el médico mismo.
– Buenos días -les interrumpió.
Sólo el médico le miró inmediatamente. El otro se demoró en rumiar para sí algún reparo a los argumentos de su superior, antes de dirigir hacia Bálder una reticente ojeada.
– ¿Qué le pasa? -preguntó el médico, con cierta impaciencia.
– A mí nada.Venía a interesarme por el estado de uno de mis hombres. Soy el maestro tallista. Hago la sillería del coro.
– El de la lona -especificó el ayudante.
– ¿De quién y de qué se trata? -indagó el médico, deseoso de sacarse a Bálder de encima.
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