Lorenzo Silva - La Sustancia Interior

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En un país indeterminado, en una época tampoco especificada, un extranjero llega a una catedral en construcción para tallar la sillería del coro. Allí, entre andamios, herramientas, albañiles y capataces, descubre una compleja organización, gobernada por oscuros personajes, que convierten la complicada tarea de erigir el templo en un instrumento para otros fines. Poco a poco, el extranjero se va adentrando en los desconcertantes entresijos de una intriga que desembocará en un final sorprendente. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos un mosaico de caracteres fascinantes, y asistimos a una conmovedora historia de amor.
Novela de intriga y de ideas a un tiempo, La sustancia interior es una obra que se desarrolla a varios niveles y permite diversas lecturas, mostrándonos un registro más profundo y poco conocido del autor de El lejano país de los estanques.
Las intrigas y pasiones que rodean la construcción de una catedral son el telón de fondo sobre el que se desarrolla la historia de la lucha interior que todo hombre lleva consigo.

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– ¿Estás bien? -indagó.

– No -musitó Camila.

– Lo siento.

– ¿Que sientes? -se revolvió ella.

– Haber hecho esto. Pero me pareció que lo deseabas.

– No debes sentirlo. Lo deseaba, y también deseo que dentro de un año no seas otro fantasma en mi memoria. Querría poder encontrarte entonces. Querría poder creer que será así.

– Pero no lo crees.

– ¿Acaso lo crees tú?

– No sé qué habrá ocurrido de aquí a un año. Mientras pueda gobernar los acontecimientos, me encontrarás.

Camila sonrió, pero Bálder advirtió que estaba conteniendo un sollozo.

– Es pronto para estar seguro de eso -dijo-. Has superado una prueba que no vi superar antes a nadie. Pero hay otras.

– ¿De qué estás hablando?

– No serviría de nada avisarte.

– ¿No quieres ayudarme?

– Cada prueba sucede cuando tiene que suceder. No lucharé por anticiparlas. Si te hacen cambiar, sólo me quedará olvidarte. Para qué darse prisa.

– Veo que no te fias de mí.

– No, no me fio. Me asustas, porque me importa lo que sea de ti, y no debería importarme. Mi corazón sabe que me traicionarás.

Bálder ansió tener el valor de jurarle que estaba equivocada. Lo ansió como hacía años que no ansiaba seguir en pie o sacar criaturas de la madera, porque Camila era el único ser que había asumido la responsabilidad de darle cobijo y aquello era lo mínimo que le debía. Pero mientras ella leía el futuro en el cielo raso apenas iluminado por la lámpara, el extranjero calló, y después de un minuto, indigno del compromiso que la mujer le ofrecía, se rebajó a apresurar un silogismo que no podía auxiliarla:

– Ahora tú eres mi único vínculo con el mundo. Tendría que estar loco para traicionarte.

La mujer asintió, desbordando al cerrarlos sus ojos empapados. Lamentó haber cedido a la tentación de abrirsu puerta a Bálder. Ahora temía adivinar por qué aquel hombre resistía a la fiebre de la obra y a las lisonjas de los canónigos: de momento, estaba demasiado atareado en alimentar su propio espejismo.

Capítulo 5 HORACIO

Alio, con mano firme y pacientes explicaciones, guiaba a Sexto en su medroso intento de cortar con la sierra una pieza de forma elemental. Paulo y Casio estaban cerca, observando. Aunque también a ellos iban destinados los consejos del carpintero, no ponían en escucharlos una aplicación comparable a la que Sexto comprometía en seguir con la hoja metálica la marca que Alio había trazado sobre la madera. Alio hablaba sin emoción y corregía con rigor los errores de su discípulo, haciendo por moderar y dirigir de forma adecuada la fuerza de Sexto. Cuando éste cumplía las instrucciones que le daba, le animaba sin encomio. Cuando se desviaba de las pautas marcadas, le sugería cansinamente:

– No quieras correr con una sola pierna. Esto es más delicado de lo que parece.

Bálder, que hablaba mientras con Níccolo, atendía a medias a las observaciones de su segundo, pendiente de la escena que se desarrollaba entre los dos operarios. Había encomendado a Alio la misión de enseñar a los otros a tratar con la madera. Mientras tanto, él inculcaba a Níccolo una idea general de la sillería. Su propósito era disponer de un equipo no del todo incapaz para cuando empezasen a recibir los suministros.

Níccolo asimilaba con rapidez y guardaba celosamente en su memoria cada una de las advertencias que Bálder iba haciéndole a medida que le describía los trabajos. No suscitaba reparos ni emitía juicios: acataba todo lo que su superior exponía limitándose a ofrecer medios de ejecutar cuanto había sido previsto por Bálder. En alguna ocasión éste habría agradecido que Níccolo ostentara una neutralidad menos incorruptible o incluso una obediencia menos exquisita, pero su jefe de cuadrilla no custodiaba ambición más decidida que la de su propia conservación. Ésa era su defensa frente a los asuntos de Bálder, que llevaba y llevaría adelante sin que en ningún momento se convirtieran en sus asuntos ni desordenaran su vida, como desordenaban la del maestro. Bálder deducía esto de los monosílabos y las escuetas propuestas de Níccolo, y le envidiaba por haber encontrado una forma tan simple de alejar el peligro.

La mañana volvía a ser soleada y la nieve se había fundido casi por completo. Bálder, por segunda vez en su estancia en la obra, acarreaba el recuerdo de una noche desproporcionadamente distinta. Tenía que sacudirse las imágenes que se obstinaban en deambular por su cerebro. Camila desvestida y con los ojos húmedos era a duras penas compatible con la lúgubre sombra del coro y el empeño mismo de hacer una sillería a los canónigos. Ausentándose sin quererlo de la conversación que mantenía con Níccolo, meditó sobre los cambiantes términos en que se habían desarrollado hasta entonces sus escarceos con la servidora de Ennius. Si ella no había resultado muy inteligible, él tampoco había decidido en ningún momento qué correspondía buscar en la mujer, supuesto que algo pudiera o debiera buscarse. Cuando pensaba en ella, no sólo en su rostro o en su voz, sino también, o acaso preferentemente, en su vientre tibio o el vello tenue de su nuca, le invadía una plenitud que sólo cabía atribuir a la momentánea equivalencia entre su apetito y el fruto que le aguardaba en el árbol. Puesto a comparar con los momentos que su experiencia le había dispensado con más largueza, a saber, de apetito sin fruto a la vista o, en los últimos tiempos, de ausencia de apetito al margen de cualquier fruto posible, no encontraba pretexto alguno para deplorar que Camila hubiera cedido a la quizá extravagante idea de arreglar que sus caminos se cruzasen.

Níccolo, siempre concentrado cuando dialogaba con el maestro, había advertido la dispersión que reinaba en el cerebro de Bálder, cuyas frases eran cada vez menos comprensibles. El extranjero se percató de la escasa brillantez con que fluían sus enseñanzas y se obligó a olvidar a Camila. Si no lograba transmitir a aquellos hombres cuáles eran sus intenciones, de manera que ellos no se afanasen en pretender algo demasiado distinto, corría el riesgo de disminuir gravemente sus posibilidades de seguirla viendo, antes de haber resuelto por qué quería verla o si quería verla en realidad. No siempre es aconsejable dedicarse a lo que a uno le importa para preservar lo que a uno le importa. Bálder aceptó que debía poner lo mejor de sí a disposición de Níccolo, por limitado que fuera el afecto que le suscitaba su subordinado. Alio, ahora a su espalda, recomendaba sin alzar la voz a sus alumnos:

– Así no, hombre. Imaginad que estáis cortando mantequilla. Cualquiera tiene fuerza para destrozar un leño, pero no es eso lo que queremos demostrar.

Con mayor o menor fortuna, Bálder despachó con Níccolo todos los asuntos que se había propuesto. Su segundo estaba satisfecho de tratar con Bálder todo aquello mientras los demás aprendían a bregar con la sierra, y apenas lo disimulaba. Su optimismo le movió a formular a Bálder una consulta irreflexiva:

– Y respecto a los hombres, maestro…

– Pero no se atrevió a concluir.

– Respecto a los hombres qué, Níccolo.

– Me refiero, esto es, ¿cómo vamos a organizar…? -Y aquí volvió a interrumpirse.

– Explícate.

Níccolo se arrepentía de haber iniciado aquella maniobra. Recordaba las correcciones que ya había recibido de Bálder antes y ahora no vislumbraba la forma de eludir una nueva reprimenda.

– Perdone si opino sobre lo que no me toca, maestro vaciló-. ¿No cree que sería conveniente que una sola persona dirigiera a los hombres? Manteniéndole informado de todo lo que sucede, claro está, pero ahorrándole esfuerzos que, en fin, cómo lo diría, no deben robarle tiempo a usted.

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