Lorenzo Silva - La Sustancia Interior

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En un país indeterminado, en una época tampoco especificada, un extranjero llega a una catedral en construcción para tallar la sillería del coro. Allí, entre andamios, herramientas, albañiles y capataces, descubre una compleja organización, gobernada por oscuros personajes, que convierten la complicada tarea de erigir el templo en un instrumento para otros fines. Poco a poco, el extranjero se va adentrando en los desconcertantes entresijos de una intriga que desembocará en un final sorprendente. A medida que se desarrolla la trama, descubrimos un mosaico de caracteres fascinantes, y asistimos a una conmovedora historia de amor.
Novela de intriga y de ideas a un tiempo, La sustancia interior es una obra que se desarrolla a varios niveles y permite diversas lecturas, mostrándonos un registro más profundo y poco conocido del autor de El lejano país de los estanques.
Las intrigas y pasiones que rodean la construcción de una catedral son el telón de fondo sobre el que se desarrolla la historia de la lucha interior que todo hombre lleva consigo.

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Camila dejó de morderse la uña. Cuando acertó a rehacerse, murmuró:

– Sólo llevas aquí quince días. Cambiarás de parecer.

– Lo dudo. Aunque para muchos eso se llame imprudencia o prejuicio, yo procuro ser leal a mi conciencia.

– ¿Y quién te asegura que eso es siempre lo mejor?

– Nadie. Pero prefiero sucumbir por defender mi conciencia antes que durar traicionándola.

Camila construyó una mueca escéptica.

– Eso es palabrería. Nadie prefiere sucumbir. Todos queremos durar, como sea, en la basura, si es preciso.

– No trato de convencerte, Camila. La fortuna suele acabar llevándonos lejos, al desierto, a donde no queremos ni somos queridos.Tal vez no lo pueda impedir, pero tampoco deseo colaborar. No aceptaré por las buenas dilapidar mi alma en proyectos que me son extraños. Si no logro realizar el mío, la decencia y la utilidad aconsejan rechazar cualquier arreglo miserable que se ofrezca a sustituirlo. Es mejor esfumarse, sin dejar ningún rastro.

Bálder estaba jugando, sin otro móvil que asombrar a Camila. Pero también se estaba asombrando a sí mismo, no sólo por el éxito de su añagaza, visible en el gesto de ella, sino porque por momentos encontraba en estos devaneos el sentido que faltaba en sus actos. La mujer, tras la perplejidad y el momento de duda, había caído ahora en una remota melancolía.

– Entonces, ¿te irás? -dijo, escrutando el techo.

– No, mientras no tenga otra oferta y siga confiando en hacer mi sillería.

– ¿Por qué no, si aborreces esto?

– No lo aborrezco. Me descorazona.

– Es suficiente para recoger tus cosas y volver a casa.

– No puedo volver.Ya nada me espera allí.

Camila quedó pensativa. Bálder entreveía confusamente lo que le pasaba por la cabeza a la mujer, y aquélla era una razón para perderle el temor. Sin embargo, Camila guardaba todavía secretos para alimentar su encanto, y Bálder estaba lejos de haberse acostumbrado a la rotundidad del cuerpo que se insinuaba bajo la tela en desorden de la camisa.

– No te comprendo, Bálder -admitió-.Te han dado lo que pediste, Ennius te ha felicitado. Nadie desdeña el favor de los canónigos.

– A mí me atrae más tu favor.

Camila volvió a mordisquearse la uña, esta vez la del pulgar, y sentenció:

– Definitivamente, o eres un inconsciente o no puedo juzgarte por mis recuerdos de otros.

– Llámame inconsciente y recuérdame cuando hayas olvidado a todos los demás.

– ¿Cuál es tu ventaja, maestro?

– No tengo ventajas. En realidad soy débil y poco animoso. Cuento con que nada me saldrá como lo planeo.

Estoy preparado para fracasar, así que no inventaré que he triunfado para sujetar los pedazos de mis ambiciones rotas. Si eso es una virtud, es la única.

– No me había tropezado antes a alguien tan impúdico.

– Tal vez esté mintiéndote.

– ¿Y si no mientes?

– Será que estoy harto de ocultarme. Aquí siempre hace mal tiempo y he peleado más de la cuenta durante estos días. Me vendría bien comprobar que alguien está de mi parte.

– Pero yo podría no estar de tu parte.

– Eso aumentará el placer, y no alteraría mucho la desesperación.

Camila se levantó y se acercó a la cama sobre la que yacía. Cogió el libro, lo tiró al suelo y se sentó junto al hombre tendido. El sintió el olor de ella, el mismo que había impregnado sus sábanas durante tres noches consecutivas después de su primer encuentro.

– Has perdido demasiado pronto el miedo -le reprochó la mujer.

– Acataré el castigo -aseveró Bálder.

– Yo no busco castigarte, ni me interesa si lo mereces. Soy injusta, porque peleo por sobrevivir.

– ¿Te hago yo falta para eso?

– Antes de decirte que sí probaremos cuánto has perdido el miedo.Ven.

Le cogió la mano y lo arrastró hacia la puerta de la habitación. Bálder se dejó llevar sin oponer resistencia. Ella le ordenó:

– Descálzate. El suelo de los pasillos está un poco más frío, pero más vale que no nos oigan pasar.

Bálder obedeció. La respiración de Camila le envolvía e infiltraba una gota de emoción en el estancamiento de su existencia como servidor del Arzobispado. No podía rechazarla.

Camila le condujo por un laberinto de corredores en el que no tardó mucho en desorientarse. En el frío, el silencio y la negrura de la noche, la mano de su guía era su único asidero, y se aferró a ella con una fe inusual, inmune a la herejía y a los epigramas de los descreídos. Una mano femenina en lo oscuro era indudable como la tierra y la promesa de la consunción, preciosa como las estrellas y la nostalgia de la vida.

No encontraron a nadie, aunque Camila se detenía en todas las esquinas. Al cabo de unos diez minutos, llegaron ante una puerta semejante a la de su alojamiento que Camila empujó sin contemplaciones.

– Entra -le urgió.

La habitación de Camila era más pequeña que la suya, pero resultaba mucho más hospitalaria. La decoración, aunque sobria, proclamaba en cada rincón la presencia de una mujer. El lecho estaba abierto.

– ¿Intranquilo? -le interrogó Camila.

– No.

– Te debo una disculpa. Ayer te dije cosas espantosas. Procuraba hacerte daño, para que tú no me lo hicieras a mí. Siempre me han herido, hasta que decidí ser yo la que hiriese.

Camila se interrumpió. Caminó hasta su cama y se sentó en el borde. Entonces continuó, retorciéndose las manos:

– Éste es un lugar despiadado. Todo lo devora la catedral: el dinero de la archidiócesis, los hombres que nacen aquí, los hombres que traen de lejos, la juventud de las mujeres. No creo que sea por descuido. Algunos nos damos cuenta, pero nadie se rebela. Todos se someten al capricho de los canónigos, se emborrachan con sus delirios, y mueren pobres y despreciables. Cuando te vi por primera vez no noté ninguna diferencia con los que se han destruido ante mis ojos. Quise usar tu inexperiencia, antes de que te la quitaran, y la usé. En condiciones normales, nada más habría buscado de ti.

– ¿Pero?

– Pero eres extranjero. Pueden pasar años antes de que venga otro. Quería asegurarme, por el gusto de sufrir, supongo. Ayer te tanteé, y me ofendió tu indiferencia. Esta noche venía a vengarme. Ahora creo que no hay nada que vengar. Estoy confundida. Me habría sido más sencillo odiarte.

Bálder oyó con delectación la confesión de Camila. Después de tantos días implacables, se le ofrecía una tregua. Aunque fuera sólo un instante, aunque luego la olvidara o ella renegase de él. Aunque ambos estuvieran fingiendo contra el hábito de ver cumplidos los malos presagios.

– Ahora ya lo sabes -resumió Camila-. Tenía algo pensado para seducirte. Por eso he debido traerte aquí. Pero de pronto no tengo ganas de actuar. Puedes hacer de mí lo que quieras. Si vienes, intentaré no fallarte.

Bálder se aproximó a la mujer sentada en la cama. Puso una mano sobre su cuello y comenzó a acariciarla. La piel de Camila era blanca y tibia, y se erizó al contacto con los dedos del hombre. El extranjero sintió el pulso de la sangre que subía por sus arterias. La desvistió reverentemente. Ella esperaba conteniendo el aliento y a él le extrañaba poseerla de aquella forma. En su cerebro perduraba una Camila distinta, la que le había tenido a su merced la primera noche, y la carne que descubría era todavía la de aquella otra mujer que le había arrastrado a despreciar la disuasión del escarmiento y del cálculo. Pero ahora, aunque acaso ella guardara el espíritu en otra parte, Bálder no padecía la afrenta de abrazarla sin conocerla, ni la pesadumbre de que todo fuese inútil.

Camila le acogió con una conmovedora tristeza. Dejó que él decidiera y la guiase, como una virgen disminuida por el miedo al dolor y la desilusión. Llegado el momento, no obstante, se entregó con coraje, ilimitadamente. Cuando Bálder se separó de ella, un par de lágrimas recorrieron el arco de sus mejillas. El extranjero las enjugó con lentitud.

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