– Te estoy echando -dijo a Pólux.
– No así. Así no lograrás que me vaya.
Titubeante, el extranjero sacó las manos de los bolsillos. Las acercó a los hombros de Pólux, con intención de hacerle girar. El otro las miró con compasión, y cuando fueron a posarse sobre su cuerpo disparó el brazo y las apartó con tal fuerza que Bálder estuvo a punto de perder el equilibrio.
No tuvo espacio ni calma para pensar. Su mente oscurecida emitió una orden furiosa y lanzó un puñetazo que topó con un rostro de esponjosa consistencia. El agredido cayó sin sentido, rompiendo con estrépito contra el suelo la botella que sujetaba. Bálder reparó en que se había desplomado sin soltarla, como si los dedos de Pólux asieran el vidrio con independencia de su voluntad. Incluso en el suelo retuvieron el gollete al que sólo permanecía unida una mínima parte de lo que había sido la botella. Luego notó el dolor que acudía a sus nudillos. Aunque aquél era el primer puñetazo que pegaba desde su infancia, le había dado con toda el alma.
La cabeza de un operario, atraído por el ruido, asomó en la abertura de la lona y desapareció inmediatamente. Bálder se quedó por un instante sin saber qué hacer. Alio se aproximó al hombre tendido, se agachó a su lado y le levantó el cráneo. La nariz sangraba y tenía los ojos cerrados.
– ¿Cómo está? -inquirió Bálder.
– Fuera de combate -apreció Alio, con indiferencia-. No morirá de ésta, si desea un diagnóstico. Un excelente golpe, maestro.
En eso apareció Aulo en el coro. Solo, como siempre.
– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -tronó.
– Vino a provocar. Tuve que golpearle -informó Bálder, sin firmeza. Buscó algún apoyo de sus hombres. Todos se mantuvieron al margen, que era casi apoyar una reprobación. Níccolo, desde la otra punta del coro, le contemplaba inmóvil, perfectamente anulado.
Aulo se inclinó sobre el hombre derribado. Alio le tranquilizó:
– El puñetazo fue fuerte, pero no se ha hecho daño al caer. Está más borracho que lastimado.
Aulo se levantó y se dirigió a Bálder:
– Ven conmigo.
Afuera la lluvia caía con cierta intensidad. Al sentirla en su cara Bálder comprobó que estaba indeciblemente fría. Un grupo de operarios se había arremolinado ante el coro. El extranjero acertó a distinguir también a algún artista. Aulo dispersó al grupo sin contemplaciones:
– A los que quieran quedarse a mirar les garantizo que tarde o temprano caerán de un andamio alto. Me empeñaré personalmente en ello.
Los hombres volvieron a sus ocupaciones. Aulo se aseguró de que aquello quedaba despejado y repartió un par de órdenes perentorias a algunos que se rezagaban. Después llevó a Bálder junto al muro. Con voz templada, le dijo:
– Conozco a Pólux. Sé que es un buen hombre y nunca se ha peleado con nadie. Lleva muchos años aquí y vive en paz con su conciencia.Antes de despreciarle por su botella debes meditar que estar en paz no resulta sencillo para algunos hombres. Te confío esto para que entiendas por qué creo que has tenido tú la culpa. Antes de que desperdicies esfuerzos, te aseguro que no podrás convencerme de que no tuviste más remedio que apalearle.
– No voy a intentarlo -repuso Bálder, con una mezcla de cansancio y pudor tardío.
– Párate y piensa alguna vez. Si sigues equivocándote tanto y tan pronto no tendrás ninguna oportunidad de que esta gente te acepte.
– ¿Es que he tenido o tengo alguna oportunidad?
– No soy aficionado a esa clase de vaticinios. Mi trabajo es que esto funcione; por inconcebible que pueda resultarme, que todos, tú incluido, funcionéis. No perderé tiempo cruzando apuestas con nadie acerca de tu futuro. Cuando me convenza o me convenzan de que no sirves, habrás dejado ya de ser un problema para mí. -Y suavizando su tono, el capataz agregó-: Estás solo pero no voy a apiadarme, porque yo he sobrevivido más solo que tú. No sé si me estoy explicando. No te amenazo, porque no me importa tu suerte ni podré decidirla nunca. Forma parte de mi sueldo advertir a los descarriados, y eso es lo que hago ahora contigo. No vas a ningún sitio entrando en reyerta con un hombre que no daña a nadie.
– Comprendido.
– No, no comprendes. Tienes cinco subordinados esperándote y nunca van a creer en ti. Eso es lo que tienes que comprender.
– He dicho comprendido, capataz. ¿Puedo irme?
– A donde te plazca. Eres un artista.
– Bien. Gracias por tomarte el trabajo.
– No hay de qué. Lo hago sólo para que mis hijos calmen el estómago.Así duermen y me dejan dormir.
Esa misma tarde, cuando Bálder regresaba a la ciudad, después de haber medido el coro con la colaboración reticente de sus hombres, empezó a caer la nieve. Al principio eran apenas unas pocas pelusas de hielo, pequeñas y casi ingrávidas. Ya durante el camino hacia su alojamiento, el extranjero pudo experimentar cómo la nevada arreciaba sobre las oscuras callejas. Media hora más tarde, mientras la espiaba tras la ventana, la nieve se adensó hasta llenar el aire, y en las horas que siguieron se extendió sin prisa sobre la tierra, como la piel nueva de un animal dormido. Aquella noche descansó mal, aunque le producía un vago placer imaginar desde el calor de su lecho que la nieve se iba acumulando tenazmente en el exterior. No podía quitarse de la mente el recuerdo de la mano absurda de Pólux, aferrando el gollete de su botella pulverizada. Tampoco olvidaba que el almacenero, iniciado el temporal de nieve, declinaba cualquier responsabilidad sobre la demora que sufrirían los suministros que aguardaba. Necesitaba de un modo físico empezar a hacer, a variar algo en la parcela de la catedral y del mundo que le habían reservado. Pero había estrellado sus fuerzas, en una maniobra estúpida, contra el escollo de Pólux, sin conseguir otra cosa que desandar lo poco que había adelantado. Y ahora debía enfrentarse a una parálisis cuya duración no cabía predecir. Tal vez el comienzo de los trabajos le habría ayudado a recuperar el prestigio perdido ante sus hombres. O tal vez no. Quienquiera que fuera quien había planeado su fracaso, lo había hecho a conciencia.
A la mañana siguiente, la nieve cubría los tejados, obstruía las puertas, anegaba las ventanas desde el parco asiento de los alféizares y transfiguraba el paisaje con sus nítidas superficies. Y aunque había perdido la intensidad profusa de la noche, seguía cayendo, sin descanso. Bálder se desplazó como pudo hasta la catedral, siguiendo el ejemplo y la estela de otras diez o veinte figuras oscuras que le ayudaron a orientarse entre la ventisca. Alcanzó el recinto aterido, exhausto, con los pies húmedos. Aunque ya era la hora de comienzo habitual de los trabajos, no había nadie en la obra. Vio que los que acababan de entrar por delante de él atravesaban el templo y se dirigían hacia el barracón que servía de comedor. No se le ocurrió mejor alternativa que seguirles también allí, y eso fue lo que hizo.
En el barracón estaban todos los que habían logrado llegar. En cuanto dejaron de zumbar sus oídos, Bálder distinguió la voz de Aulo. Sonaba tranquila, casi cálida.
– Sabéis lo que significa esto -decía-. Tendréis que hacer el sacrificio de venir hasta aquí, porque en cualquier momento puede mejorar el tiempo y entonces trabajaremos. Pero mientras eso no suceda, podéis tumbaros y descansar. Los que quieran jugar a los naipes que jueguen, y los que prefieran el vino que piensen que da un calor que pasa pronto y embota la cabeza. Si os parece que no os arrepentiréis en caso de tener que salir al tajo, bebed todo lo que queráis.
En ese momento el capataz se fijó en Bálder. Maliciosamente, dijo:
– Lo anterior vale para todos menos para los que tienen la faena bajo la lona. La nieve no cae allí dentro, así que podrán trabajar, si su responsable lo estima necesario.
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