Amitav Ghosh - El cromosoma Calcuta

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En la ciudad de Nueva York, en un futuro próximo, Antar, un egipico que trabaja como ingeniero informático, recupera por casualidad la ficha de Murugan, un viejo colega que se marchó a Calcuta, donde se le perdió la pista.
Murugan seguía el rastro del científico, escritor y premio Nobel del siglo xix Ronald Ross, que llevó a cabo importantes investigaciones sobre la malaria en la India. Pero el trabajo de Ross no se limitaba a esta enfermedad, ya que alguien lo manipulaba desde la sombra para que profundizase en la relación entre la malaria inducida y la curación de la sífilis y con algo cuyo alcance él jamás llegará a comprender: el denominado cromosoma Calcuta, a partir del cual… tal vez se pueda conseguir la inmortalidad.
Amitav Ghosh nos introduce en una India misteriosa, poblada por turbios personajes y enigmáticas presencias fantasmales, un universo en el que conviven y se confrontan culturas diferentes, distintas maneras de concebir el mundo. Alternando dos tiempos históricos -el pasado y el futuro- en los que dos personajes luchan denodadamente por acceder al conocimiento, esta espléndida novela combina un trepidante ritmo de thriller con profundas reflexiones sobre la identidad, la manipulación de los científicos y la búsqueda de la sabiduría y la inmortalidad.
«Una novela de lectura apasionante» (Alex Clark).
«Extremadamente ingeniosa… Combina el suspense de un melodrama Victoriano con la fascinación de un thriller científico» (John Ryle, The Guardian).
«Una seductora meditación sobre la identidad personal, que consigue aunar amenidad y seriedad» (Stephen Amidon, The Sunday Times).
«Planteada como una novela policíaca muy sofisticada y repleta de momentos memorables» (D.J. Taylor, Literary Review).
«Sin duda, al menos en lo que a la literatura en lengua inglesa se refiere, Amitav Ghosh es en estos momentos nuestro único novelista de ideas y el único que no teme ponerse continuamente retos» (Tarun J. Tejpal, Outlook).

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No tuvo que esperar mucho: para su gran alivio, el coronel Lawrie le contestó al cabo de un mes. Pero la carta, cuando la leyó, sólo incrementó su confusión: al parecer, el coronel seguía manteniendo la creencia de que el laveranismo carecía de fundamento.

Pese a los esfuerzos de algunos acólitos, escribía el coronel, seguía siendo cierto, hasta donde llegaba el dictamen de la razón, que las conjeturas de Laveran carecían enteramente de fundamento empírico. Él mismo había sido testigo recientemente de un espectáculo que le había dado prueba convincente de ello, de un modo que habría resultado cómico si no hubiera ridiculizado tan manifiestamente a su protagonista.

Acababan de destinar a un doctor del ejército llamado Ronald Ross, joven presuntuoso y testarudo, al hospital militar de Begumpett, no lejos de Hyderabad. Dado que tenía más tiempo libre de lo aconsejable, Ross se había empeñado en realizar una investigación sobre la malaria, enfermedad de la que no tenía conocimiento práctico alguno. En el club de Secunderabad se le había oído, no una sino varias veces, ufanarse de su familiaridad con la quimera de Laveran. Tampoco había vacilado en aceptar una invitación para demostrar la existencia de tal engendro ante el claustro de la Facultad de Medicina del nizam. A tal fin, había llegado a cargar a un pobre y tembloroso infortunado en un carro de bueyes para llevarlo traqueteando a la Facultad, a quince kilómetros de distancia. Pero naturalmente, cuando llegó el momento, con todo el mundo reunido en el paraninfo, no se encontró absolutamente nada en la sangre del pobre hombre: ni rastro de la fantástica criatura de Laveran. Cuando le pidieron explicaciones, salió con una balbuceante historia sobre que la criatura se había retirado temporalmente: como si el parásito fuese uno de esos indolentes tipos mediterráneos que necesitan su siesta de todos los días.

En lo que al coronel médico Lawrie concernía, ese contratiempo dejaba zanjado el asunto de una vez para siempre. No obstante, añadía el coronel, entendía perfectamente que alguien quisiera convencerse por sí mismo. Uno de sus colegas del Cuerpo Médico, D. D. Cunningham, miembro de la Royal Society, persona muy sensata y científico de cierto renombre, estaba a cargo de un laboratorio en Calcuta. Aunque nada comparables con los principales laboratorios de Europa, las instalaciones de Cunningham eran sin duda las mejores de la India y, posiblemente, de todo el continente asiático. La teoría de Laveran no convencía a Cunningham más que a sus colegas, pero, como era un hombre justo, de buena gana prestaba sus instalaciones para una buena causa. Si el reverendo doctor así lo deseaba, el coronel médico Lawrie tendría mucho gusto en escribirle una carta de presentación para Cunningham, etc., etc.

Farley contestó inmediatamente a Lawrie, aceptando su ofrecimiento, y pronto acordaron que visitaría el laboratorio de Cunningham en su próximo viaje a la sede central de la Misión en Calcuta.

Farley abordó el tren en un estado de excitación febril. Su entusiasmo no había mermado en absoluto cuando, tres días después, se apeó en la estación de Sealdah de Calcuta.

A las cinco de la tarde siguiente, puntualmente, Farley se presentó a tomar el té en la pensión del doctor Cunningham. Éste era un hombre robusto, de tez rubicunda. Saludó a Farley con aparatosa afabilidad y le pidió algunos detalles sobre la salud y el bienestar de W. S. Thayer, su antiguo mentor, cuyo trabajo conocía y evidentemente admiraba.

Conversaron durante un rato sobre temas generales y Farley comprendió enseguida que, cualesquiera que fuesen sus logros anteriores, Cunningham había perdido desde hacía mucho todo interés por la investigación. No se sorprendió particularmente cuando Cunningham le comunicó que tenía intención de jubilarse dentro de unos tres años y que, pensando en su futuro tiempo libre, estaba explorando la posibilidad de abrir una consulta privada en Calcuta.

Cuando finalmente la conversación pasó al tema que les ocupaba, al joven misionero le esperaba una decepción. Cunningham le informó de que, debido a circunstancias imprevistas, dentro de un par de días tenía que marcharse de Calcuta: le había llamado un hacendado amigo suyo que había caído repentinamente enfermo.

-Pero no ponga esa cara tan afligida, muchacho -vociferó Cunningham, palmeándole en la espalda-. Mañana podrá usted mirar todas las platinas que quiera. Créame, no tardará mucho en desechar todo ese asunto de Laveran.

Al día siguiente, sus obligaciones retuvieron a Farley en la Misión hasta bien entrada la tarde. En consecuencia, no llegó al Hospital General de la Presidencia hasta pasadas las cuatro, cuando el sol declinaba sobre la gran extensión del Maidan. Si las circunstancias hubiesen sido distintas, quizá se hubiese visto tentado de pasar unos minutos admirando la contenida elegancia de los edificios de ladrillo rojo del hospital, el cuidado césped y los umbrosos senderos circundantes. Pero, resuelto a aprovechar bien el tiempo de que disponía, Farley, preguntando a un ordenanza, averiguó rápidamente la dirección del laboratorio del doctor Cunningham y se dirigió hacia él a paso vivo.

El laboratorio se encontraba al final de los terrenos espaciosos y densamente arbolados del hospital. Estaba separado del complejo principal por un alto bosquecillo de bambúes, y Farley, al atisbar el edificio por primera vez, se llevó una sorpresa.

No se parecía a ningún laboratorio que hubiese visto nunca: desde luego, nada podía ser más distinto de las sepulcrales y deprimentes cámaras que servían para albergar los laboratorios de la mayoría de las universidades de América y Europa. Era un bungalow normal, de los que había en todas las instalaciones militares británicas de cualquier parte.

Parado en la sombra del bosquecillo, con los bambúes meciéndose a su alrededor, Farley tuvo una insólita sensación de malestar. Echando una mirada por encima del hombro, no vio a nadie a su alrededor, ni en el bosquecillo ni en el bungalow. Sin embargo tenía una vívida impresión de que su presencia no había pasado inadvertida. Al cabo de unos momentos, a modo de confirmación, la puerta del bungalow se abrió de pronto y la rubicunda figura del doctor Cunningham salió al porche.

-Ah, ya está aquí, Farley -gritó-. Me han dicho que había llegado. Bueno, hombre, no se quede ahí parado; entre. Arreglemos este asunto de una vez por todas.

Tranquilizándose, Farley subió los escalones del porche y estrechó la ancha y carnosa mano de Cunningham. Tras un rápido intercambio de saludos, el doctor le puso una mano en el hombro y le condujo hacia la puerta abierta del laboratorio. Farley pasó, sólo para detenerse en seco al descubrir que estaba siendo minuciosamente observado por una mujer vestida con un sari y por un joven que llevaba una bata blanca y un pyjama.

La mujer le escrutaba con un aire inquisitivo tan penetrante que no era capaz de apartar la mirada de ella. Vestida con un sari de algodón barato y colores vivos, no era ni joven ni vieja, quizá rozaba la cuarentena. Cuando terminó su examen, se sentó en el suelo con las rodillas levantadas.

Cunningham debió de notar el desconcierto de Farley, porque dijo:

-No le preste la menor atención; le encanta mirar a la gente.

-¿Quién es? -preguntó Farley en voz baja.

-Bueno, sólo es la mujer de la limpieza -dijo Cunningham con indiferencia.

Sólo entonces observó Farley que tenía en la mano una jahru.

-Es una especie de arpía -continuó Cunningham-, está aquí desde siempre. Ya sabe cómo son: les gusta echar una mirada a las visitas. No se deje intimidar; es inofensiva.

Farley vio que la mujer miraba al joven, que estaba de pie a su lado, y tuvo la clara sensación de que habían intercambiado una sonrisa y una inclinación de cabeza, casi un imperceptible gesto de despedida. Entonces la mujer se puso en pie, le dio la espalda y se dirigió al fondo de la sala, como dando a entender que se había agotado su interés por él.

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