Su cabeza palpitaba y su cuerpo imploraba descanso. Mientras tanto, sus manos jugaban con las cerillas, deslizándolas sobre las bandas de azufre y dejando que cayeran con un restallido sibilante en el barro.
La fangosa agua las apagó al instante, pero otras cayeron sobre hojas secas y otras prendieron la turba, que empezó a arder a fuego lento.
Corrió hasta el pozo y le pareció oír un sonido distante al fondo.
Dejó caer en su interior otra cerilla, solo para ella.
Todo lo bello debía morir. Todas las cosas, todas las personas, y él.
Mac y Kimberly corrían. Oían sonidos frenéticos entre la maleza, fuertes pasos que parecían proceder de todas partes y de ninguna. Ahí había alguien. ¿Sería Ennunzio? ¿Su hermano? De repente, el pantano había cobrado vida y Kimberly había cogido la Glock y la sostenía desesperada entre sus manos, bañadas en sudor.
– A la derecha -dijo Mac, jadeante.
Pero el sonido se volvió a oír casi al instante, esta vez a su izquierda.
– Los árboles distorsionan el sonido -jadeó Kimberly.
– No podemos desorientarnos.
– Demasiado tarde.
El teléfono móvil de Kimberly empezó a vibrar sobre su cadera. Lo cogió con la mano izquierda y siguió sujetando la pistola con la derecha, mientras sus ojos intentaban mirar a todas partes a la vez. Los árboles oscilaban a su alrededor y el bosque se cerraba sobre ella.
– ¿Dónde está Ennunzio? -le preguntó su padre al oído.
– No lo sé.
– No tiene ningún hermano, Kimberly. Murió hace treinta años en el incendio. Es Ennunzio. Al parecer, le extirparon un tumor cerebral y ahora sufre un brote psicótico. Debes considerar que está armado y que es peligroso.
– Papá -dijo ella, en voz baja-. Huelo a fuego.
Tina levantó la cabeza de repente. Volvía a tener los ojos hinchados y cerrados; no podía ver, pero sus oídos funcionaban bien. Ruido. Un montón de ruido. Pasos y jadeos y maleza aplastada. Era como si el pantano hirviera de actividad. ¡Habían venido a rescatarla!
– ¿Hola? -preguntó, pero por su boca solo salió un débil graznido.
Tragó saliva y lo intentó de nuevo, con mejores resultados.
Desesperada, intentó levantarse. Sus brazos temblaban con fuerza, demasiado exhaustos para soportar su peso. Pero entonces oyó de nuevo el resonar de unos pasos y la adrenalina se precipitó por sus venas. Se impulsó con los brazos para ponerse en pie, pero solo consiguió avanzar a gatas entre el barro. Algo se deslizó entre sus dedos; algo chapoteó junto a su mano.
Desistiendo, acercó un puñado de barro a sus labios y lo comió con avaricia. Humedad para su abrasada garganta y sus labios resecos. Estaban tan cerca, tan cerca, tan cerca.
– ¡Hola! -intentó de nuevo-. ¡Aquí abajo!
Su voz sonó con más fuerza. Oyó una débil pausa y percibió una presencia muy próxima.
– ¡Hola, hola, hola!
– El reloj hace tictac -susurró una voz clara, desde la superficie-. El calor mata.
Al instante, Tina sintió un intenso dolor en la mano, como si unos colmillos se hubieran hundido en su carne.
– ¡Auuu! -Se pegó un palmetazo en la mano, sintiendo el calor de las llamas-. ¡Au! ¡Au! ¡Au! -Frenética, siguió dándose palmetazos hasta que la cerilla cayó al barro. ¡Hijo de puta! ¡Estaba intentando quemarla viva!
Tina se puso en pie, tambaleante, alzó sus fatigados brazos sobre su cabeza y convirtió sus manos en puños. Entonces gritó con todas las fuerzas que le permitió su garganta, tan seca que parecía una lija:
– ¡Ven aquí a por mí, cabrón! ¡Vamos! ¡Lucha como un hombre!
Sus piernas pronto cedieron bajo su peso. Permaneció tendida en el barro, aturdida y jadeante. Oyó más ruidos, pero era el hombre, que se alejaba. Le sorprendió advertir que le echaba de menos, porque aquello había sido lo más parecido a un contacto humano que había tenido en días.
Eh, pensó débilmente. Huele a humo.
Kimberly hizo sonar su silbato. Tres pitidos fuertes. Mac la imitó. El humo se alzaba ante ellos. Corrieron hacia la pila de hojas y empezaron a golpearla y a patearla con furia para apagar las llamas.
Una nueva columna de humo empezó a ascender en vertical a su izquierda a la vez que se oía un sonido chisporroteante a su derecha. Kimberly volvió a soplar su silbato, al igual que Mac.
Entonces corrieron a la derecha y después a la izquierda, deslizándose entre los árboles e intentando apagar las docenas de montones de hojas que ardían.
– Necesitamos agua.
– Ya no queda.
– ¿ Ropa mojada?
– Solo llevo la puesta. -Mac se quitó su empapada camisa y la usó para sofocar un tocón en llamas.
– Es Ennunzio. No tiene ningún hermano. Le extirparon un tumor cerebral y, al parecer, se ha vuelto loco. -Kimberly pateó frenética otro montón de hojas humeantes. ¿Serpientes? No había tiempo para preocuparse por ellas.
Las ramas se movieron a su derecha. Kimberly se volvió hacia el sonido y alzó la pistola, dispuesta a disparar. Un ciervo se deslizó entre los árboles, seguido de otros dos. Por primera vez fue consciente de la actividad que había a su alrededor. Las ardillas trepaban por los árboles y los pájaros remontaban el vuelo. Probablemente, pronto vería nutrias, mapaches y zorros, un éxodo desesperado de criaturas grandes y pequeñas.
– Odia lo que ama y ama lo que odia -dijo Kimberly, sombría.
– No podemos apagar todos estos fuegos sin ayuda. Tenemos que marcharnos.
Pero Kimberly estaba corriendo hacia un nuevo montón de humo.
– Todavía no.
– Kimberly…
– Por favor, Mac. Todavía no.
Arrancó la rama podrida de un árbol y golpeó con ella las llamas, mientras Mac se acercaba al siguiente montón humeante. Ambos lo oyeron a la vez. Eran gritos. Distantes y roncos.
– Eh… ¡Aquí abajo! Que alguien… me ayude.
– Tina -jadeó Kimberly.
Ambos corrieron hacia la voz.
Kimberly estuvo a punto de encontrar a Tina Krahn cayéndose encima de ella. Estaba corriendo por el bosque cuando, de repente, su pie derecho se quedó oscilando en el vacío. Sin perder ni un instante, se abalanzó hacia el borde del foso rectangular y agitó frenética los brazos hasta que Mac la sujetó por la mochila y la dejó en tierra firme.
– Debería empezar a mirar dónde piso -murmuró.
A pesar de estar bañado en sudor y cubierto de hollín, Mac esbozó una sonrisa.
– Entonces perderías parte de tu encanto.
Se tumbaron sobre el estómago y observaron el pozo. Parecía bastante grande. Medía unos tres por cuatro metros de ancho y unos seis metros de profundidad. Era evidente que no era nuevo, pues gruesas y retorcidas enredaderas cubrían la mayor parte de las paredes y Kimberly advirtió que bajo sus dedos había traviesas de ferrocarril viejas y podridas. No sabía quién había construido aquel foso, pero como los esclavos habían excavado la mayor parte de los canales, imaginaba que era allí donde dormían, para que no pudieran escapar. Bueno, hablando de dormitorios confinados…
– ¡Hola! -gritó-. ¿Tina?
– ¿Sois de verdad? -preguntó tina voz débil desde las sombras-. ¿Lleváis esmoquin?
– Nooo -respondió Kimberly lentamente mirando a Mac. Ambos recordaron las palabras de Kathy Levine: las víctimas de un golpe de calor solían sufrir alucinaciones.
El olor a humo se intensificaba. Kimberly entrecerró los ojos, intentando ver a la joven que había en el fondo del pozo. Le costó, pero lo consiguió. Estaba encaramada a una roca y cubierta de barro de la cabeza a los pies, de modo que se mezclaba a la perfección con su entorno. Kimberly apenas pudo distinguir el destello de unos dientes blancos cuando Tina habló de nuevo.
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