Robin Cook - Cromosoma 6

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– Tranquilo -dijo Jack mientras bajaba la ventanilla-.

Hola, muchachos, bonito día, ¿eh?

Los soldados no se movieron, y sus expresiones permanecieron pétreas.

Jack estaba a punto de pedirles amablemente que abrieran la valla, cuando un cuarto hombre salió de la caseta.

Para sorpresa de Jack, este hombre llevaba un traje negro, camisa blanca y corbata, cosa que parecía absurda en medio de la sofocante jungla. También le sorprendió ver que no era negro, sino árabe.

– ¿Puedo servirles en algo? -preguntó el árabe con tono de pocos amigos.

– Eso espero -respondió Jack-. Hemos venido a visitar Cogo.

El árabe echó un vistazo al parabrisas de la furgoneta, seguramente buscando una identificación. Al no verla, preguntó a Jack si tenía un pase.

– No tengo pase -admitió Jack-. Somos médicos y estamos interesados en el trabajo que están haciendo aquí.

– ¿Como se llama? -preguntó el árabe.

– Soy el doctor Jack Stapleton. Vengo de Nueva York.

– Un momento -dijo el árabe y regresó a la caseta de guardia.

– Aquí huele a chamusquina -murmuró Jack-. ¿Cuánto debería ofrecerle? No estoy acostumbrado a los sobornos.

– Seguro que en este sitio el dinero vale mucho más que en Nueva York -dijo Warren-. Apuesto a que les das veinte pavos y alucinan. Siempre que a ti te parezca una inversión rentable, claro.

Jack convirtió mentalmente veinte dólares en francos franceses. Luego sacó los billetes del cinturón donde guardaba el dinero. Unos minutos después regresó el árabe.

– El gerente dice que no lo conoce y que no puede entrar -dijo el árabe.

– Caramba -dijo Jack y extendió el brazo izquierdo, con los francos franceses metidos como al descuido entre los de dos índice y anular-. Le agradeceríamos mucho su ayuda.

El árabe miró el dinero durante unos instantes antes de cogerlo y metérselo en el bolsillo.

Jack lo miró fijamente, pero el hombre no se movió. Jack no conseguía descifrar su expresión, porque el bigote del árabe le cubría la boca.

Jack se volvió hacia Warren.

– ¿No le he dado suficiente?

Warren negó con la cabeza.

– No creo que sea eso.

– ¿Quieres decir que cogió el dinero a cambio de nada? -preguntó Jack.

– Eso diría yo.

Jack volvió a mirar al hombre del traje negro. Era un individuo delgado, de poco más de setenta kilos. Por un momento Jack consideró la posibilidad de bajar del coche y pedirle que le devolviera el dinero, pero una rápida mirada a los soldados le bastó para cambiar de idea.

Con un suspiro de resignación, dio la vuelta con la furgoneta y regresó por donde había venido.

– Uf -dijo Laurie desde el asiento trasero-. Eso no me ha gustado ni un pelo.

– ¿No te ha gustado? -bromeó Jack-. Ahora sí que estoy enfadado.

– ¿Cuál es el plan B? -preguntó Warren.

Jack les explicó que podían alquilar una embarcación en Acalayong y llegar a Cogo por agua. Pidió a Warren que mirara el mapa y calculara cuánto tardarían en llegar a Acalayong, basándose en el tiempo que les había llevado llegar hasta el punto donde se encontraban entonces.

– Yo diría que unas tres horas. Siempre que la carretera esté en condiciones. El problema es que tenemos que retroceder unos cuantos kilómetros antes de girar hacia el sur.

Jack consultó su reloj de pulsera. Eran casi las nueve de la mañana.

– Eso significa que llegaríamos allí a mediodía. Y calculo que el viaje de Acalayong a Cogo nos llevaría otra hora, incluso en la embarcación más lenta del mundo. Si permanecemos en Cogo un par de horas, creo que podríamos volver a una hora razonable. ¿Qué decís?

– Yo estoy de acuerdo -dijo Warren.

Jack miró por el retrovisor.

– Podría llevaros de regreso a Bata y volver mañana, chicas.

– Lo único que me preocupa de la visita son esos soldados con rifles de asalto -dijo Laurie.

– No creo que nos causen problemas -dijo Jack-. Si tienen soldados apostados en la entrada, no creo que los necesiten en la ciudad. Claro que cabe la posibilidad de que haya otros en la costa, lo que me obligaría a poner en práctica el plan C.

– ¿ Cuál es el plan C? -preguntó Warren.

– No lo sé -respondió Jack-. Todavía no lo he pensado.

¿Y tú qué opinas, Natalie? -añadió.

– Todo esto me parece muy interesante -respondió Natalie-. Iré con vosotros.

Tardaron casi una hora en llegar al punto del camino donde debían tomar una decisión. Jack frenó junto al arcén.

– ¿Qué hacemos, colegas? -preguntó. Quería estar absolutamente seguro-. ¿Volvemos a Bata o vamos a Acalayong?

– Creo que me preocuparía más si fueras solo -dijo Laurie-. Cuenta conmigo.

– ¿Natalie? -preguntó Jack-. No te dejes influir por estos chalados. ¿Qué quieres hacer?

– Voy con vosotros.

– De acuerdo -dijo él. Puso el coche en marcha y torció a la izquierda, en dirección a Acalayong.

– -

Siegfried se levantó del escritorio con una taza de café en la mano y fue hasta la ventana con vistas a la plaza. Estaba perplejo. En los seis años de existencia de la operación de Cogo, nadie había llegado a la caseta de guardia pidiendo autorización para entrar. Guinea Ecuatorial no era un país de paso ni de vacaciones.

Siegfried bebió un sorbo de café y se preguntó si podría haber alguna conexión entre este insólito episodio y la llegada de Taylor Cabot, el director ejecutivo de GenSys. No había previsto ninguno de las dos visitas, y ambas se le antojaban particularmente inoportunas, dada su coincidencia con un importante problema en el proyecto de los bonobos.

Hasta que resolvieran aquel desafortunado incidente, Siegfried no quería extraños en los alrededores, e incluía al director ejecutivo en esa categoría.

Aurielo asomó la cabeza por la puerta y anunció la visita del doctor Raymond Lyons.

Siegfried puso los ojos en blanco. Tampoco estaba contento con la presencia de Raymond.

– Hazlo pasar-ordenó de mala gana.

Raymond entró en el despacho, luciendo su bronceado y su habitual aspecto saludable. Siegfried envidiaba la apariencia aristocrática del hombre y el hecho de que tuviera sus dos brazos sanos.

– ¿Ha localizado a Kevin Marshall? -preguntó Raymond.

– No; todavía no -respondió Siegfried, molesto por el tono de Raymond.

– Tengo entendido que han pasado cuarenta y ocho horas desde la última vez que lo vieron. ¡Quiero que lo encuentren!

– Siéntese, doctor -dijo Siegfried con brusquedad. Raymond vaciló un instante. No sabía si enfadarse o intimidarse por la súbita agresividad del gerente de la Zona-. ¡He dicho que se siente!

Raymond obedeció. El cazador furtivo, con su horrible cicatriz y su brazo paralizado, podía resultar amedrentador, sobre todo rodeado de sus múltiples presas.

– Debo aclararle un punto con respecto a las jerarquías -dijo Siegfried-. Usted no me da órdenes. Por el contrario, mientras usted se encuentre aquí en calidad de invitado, deberá acatar las mías. ¿Lo ha entendido?

Raymond se dispuso a protestar, pero se lo pensó mejor.

Sabía que, desde un punto de vista puramente formal, Siegfried tenía razón.

– Y ya que estamos hablando claro -añadió Siegfried-, ¿dónde está mi bonificación por el último trasplante? En el pasado, siempre me la entregaron cuando el paciente abandonaba la Zona para regresar a Estados Unidos.

– Es verdad -respondió Raymond con nerviosismo-, pero ha habido gastos importantes. Tenemos varios clientes nuevos apalabrados, y se le pagará en cuanto recibamos las cuo tas de ingreso.

– No crea que puede darme largas así como así.

– Claro que no.

– Y otra cosa -dijo Siegfried-: ¿Hay alguna forma de adelantar la partida del director ejecutivo? Su presencia aquí, en Cogo, interfiere en nuestro trabajo. ¿No puede poner como excusa la salud del paciente?

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