Robin Cook - Cromosoma 6
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– Cuando Esteban me telefoneó para decir que iban a Cogo, di por sentado que los habían invitado -explicó Arturo-. Por eso no mencioné la valla.
– Entiendo. No es culpa suya. Dígame, ¿cree que los soldados aceptarán un soborno para dejarnos entrar?
Arturo se giró brevemente para mirar a Jack y se encogió de hombros.
– No lo sé. Les pagan mucho mejor que a las tropas regulares.
– ¿A qué distancia está la verja de la ciudad? -preguntó Jack-. ¿No podríamos entrar por el bosque?
Arturo volvió a mirar a Jack. La conversación había tomado un giro inesperado.
– Está bastante lejos -respondió con evidente incomodidad-. A unos cinco kilómetros. Y no es fácil abrirse paso en la selva. Puede ser peligroso.
– ¿Y sólo hay una carretera? -preguntó Jack.
– Sólo una.
– He visto en el mapa que Cogo está en la costa. ¿No podríamos viajar por agua?
– Supongo que sí.
– ¿Y dónde podemos conseguir una embarcación? -preguntó Jack.
– En Acalayong. Allí hay muchos botes. Los usan para ir a Gabón.
– ¿Y habrá embarcaciones de alquiler?
– Si tienen bastante dinero…
En ese momento atravesaban el centro de Bata, cuyas calles, sorprendentemente anchas y flanqueadas por árboles, estaban cubiertas de desperdicios. Había muchas personas en los alrededores, pero pocos vehículos. Los edificios eran estructuras bajas de cemento.
Al llegar al sur de la ciudad, salieron de la calle principal y enfilaron por una carretera sin pavimentar, llena de rodadas.
La lluvia reciente había dejado grandes charcos.
El hotel era un discreto edificio de cemento de dos plantas, con unas barras de hierro en la parte superior que indicaban planes de expansión. La fachada, originariamente pintada de azul, estaba descolorida y era de un indeterminado tono pastel.
En cuanto el vehículo se detuvo, un alegre batallón de niños y adultos salió por la puerta principal. Les presentaron a todos, hasta a la más pequeña y tímida de las criaturas.
Al parecer, en la planta baja del edificio vivían varias generaciones de distintas familias. El hotel estaba en la segunda planta.
Las habitaciones eran pequeñas, pero limpias. Todas daban al exterior del edificio con forma de "U" y se accedía a ellas a través de una galería con vistas al jardín. En cada extremo de la "U" había un lavabo y una ducha.
Después de dejar las maletas en su habitación, y reparar en la alentadora presencia de un mosquitero alrededor de una cama insólitamente estrecha, Jack salió a la galería. Laurie salió de su habitación. Juntos, se inclinaron sobre la barandilla y miraron hacia el jardín. Era una interesante combinación de plataneros, neumáticos viejos, niños desnudos y gallinas.
– No es exactamente un hotel de cinco estrellas -comentó Jack.
Laurie sonrió.
– Es encantador. Estoy contenta. En mi habitación no hay ni un solo bicho, y ese punto era el que más me preocupaba.
Los propietarios, el cuñado de Esteban, Florencio, y su esposa Celestina, habían preparado un gran banquete de bienvenida. El plato principal era un pescado local acompañado de una verdura similar al nabo, llamada malanga. De postre había una especie de budín y frutas exóticas. Bajaron la comida con abundante cerveza camerunense helada.
La combinación de la copiosa comida y la cerveza se cobró su tributo sobre los exhaustos viajeros. Poco después, todos luchaban contra el sueño. Subieron por las escaleras con esfuerzo y se retiraron a sus respectivas habitaciones, tras acordar que se levantarían temprano y partirían hacia el sur.
Bertram subió por las escaleras hasta el despacho de Siegfried. Estaba agotado. Eran casi las ocho y media de la noche y estaba levantado desde las cinco de la mañana, cuando había acompañado a sus hombres a la isla Francesca para poner en marcha la operación de recogida de los animales. Habían trabajado todo el día y hacía apenas una hora que habían regresado al Centro de Animales.
Aurielo ya se había marchado a casa, de modo que Bertram entró directamente en el despacho del gerente. Siegfried, con un vaso en la mano, estaba junto a la ventana que daba a la plaza. Miraba hacia el hospital. Igual que tres noches antes, la estancia estaba iluminada únicamente con la vela embutida en el cráneo. La llama temblaba con el aire del ventilador de techo, arrojando sombras que danzaban sobre los animales desecados.
– Sírvase un trago -dijo Siegfried sin volverse. Sabía que era Bertram, pues había acordado la reunión por teléfono media hora antes.
Bertram prefería el vino a los licores fuertes pero, dadas las circunstancias, se sirvió un whisky doble. Se reunió con Siegfried en la ventana, tomando pequeños sorbos de la ardiente bebida. Las luces del complejo hospital-laboratorio resplandecían en la húmeda noche tropical.
– ¿Estaba al tanto de la visita de Taylor Cabot? -preguntó Bertram.
– No tenía la menor idea -respondió Siegfried.
– ¿Qué ha hecho con él?
Siegfried señaló el hospital.
– Está en el hostal. Saqué al jefe de cirugía de la habitación que llamamos la suite presidencial. Naturalmente, no estaba muy contento. Ya sabe cómo son esos médicos vanidosos, pero ¿qué iba a hacer? Esto no es precisamente un hotel.
– ¿Sabe a qué ha venido Cabot? -preguntó Bertram.
– Raymond dijo que ha venido especialmente para evaluar el proyecto de los bonobos.
– Me lo temía.
– Qué mala suerte -protestó Siegfried-. El programa ha estado funcionando como un reloj suizo durante años, y él aparece precisamente cuando tenemos problemas.
– ¿Y qué ha hecho con Raymond? -preguntó Bertram.
– También está allí. Ese tío es un plasta. Quería estar lejos de Cabot, pero ¿dónde iba a meterlo? En mi casa, no, desde luego.
– ¿Ha preguntado por Kevin Marshall?
– Por supuesto -respondió Siegfried-. Fue la primera pregunta que hizo cuando me vio.
¿Y usted qué le dijo?
– La verdad -repuso Siegfried-. Que Kevin había salido con la técnica en reproducción asistida y la enfermera de cuidados intensivos y que no tengo idea de dónde está.
– ¿Y cómo se lo tomó?
– Se puso como un tomate. Quería saber si Kevin había ido a la isla. Le dije que creíamos que no. Entonces me ordenó que lo buscara. ¿Puede creerlo? Yo no recibo órdenes de Raymond Lyons.
– ¿De modo que Kevin y las mujeres no han aparecido? -preguntó Bertram.
– No; y no se sabe nada de ellos.
– ¿Los ha buscado?
– Envié a Cameron a Acalayong, para que echara un vistazo en esos hoteles de mala muerte de la costa, pero no hubo suerte. Supongo que habrán hecho una escapada a Coco Beach, en Gabón. Sería lo más lógico, aunque no entiendo por qué no se lo dijeron a nadie.
– ¡Vaya lío! -exclamó Bertram.
– ¿Cómo les ha ido en la isla? -preguntó Siegfried.
– Bastante bien, teniendo en cuenta la rapidez con que tuvimos que organizar la operación. Llevamos un viejo todo terreno con remolque. Fue lo único que se nos ocurrió para transportar a tantos animales a la zona de estacionamiento.
– ¿Cuántos animales han cogido?
– Veintiuno -respondió Bertram-. Lo que habla muy bien de mis hombres. Quiere decir que podremos terminar mañana mismo.
– ¿Tan pronto? Es la primera noticia alentadora que oigo en todo el día.
– Ha resultado más sencillo de lo que habíamos previsto -dijo Bertram-. Los animales parecían fascinados por nosotros. Son lo bastante confiados para dejarnos acercar con la escopeta de dardos Ha sido como cazar pavos
– Me alegro de que algo salga bien.
– Los veintiún animales que cogimos formaban parte del grupo que se fraccionó y estaban al norte del río Deviso. Ha sido interesante comprobar cómo vivían. Habían construido rústicas cabañas con varas, techadas con hojas de lobelia.
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