Robin Cook - Cromosoma 6

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Al final de su perorata, el bonobo número uno se adentró en las profundidades de la cueva y arrojó a Kevin en la cámara interior. Después de una última reprimenda, regresó a su lecho.

Kevin se sentó con esfuerzo. Había caído nuevamente sobre la cadera, que estaba entumecida. También se había torcido la muñeca y tenía un rasguño en el codo. Pero considerando la forma en que lo había arrojado al aire, había salido mejor parado de lo que había previsto.

Otros gritos retumbaron en la caverna, presumiblemente emitidos por el bonobo número uno, aunque Kevin no podía estar seguro, ya que la oscuridad era total. Se palpó el codo derecho. Sabía que la sustancia pegajosa que lo cubría era sangre.

– ¿Kevin? -susurró Melanie-. ¿Te encuentras bien?

– Tan bien como puede esperarse -respondió Kevin.

– ¡Gracias a Dios! -dijo Melanie-. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé -respondió Kevin-. Creí que lo había conseguido; estaba en la salida de la cueva.

– ¿Estás herido? -preguntó Candace.

– Un poco. Pero no me he roto ningún hueso. O eso creo.

– No vimos qué paso -dijo Melanie.

– Mi doble me ha reñido. Por lo menos, así lo interpreto yo. Luego me trajo de vuelta aquí. Me alegro de no haber caído encima de vosotras.

– Lamento haber insistido en que salieras -se disculpó Melanie-. Por lo visto, tenías razón.

– Me alegro de que lo reconozcas. Pero el plan casi funcionó. Estaba tan cerca…

Candace encendió la linterna y cubrió el foco con una mano. Dirigió el haz de luz al brazo de Kevin y le examinó el codo.

– Parece que tendremos que confiar en Bertram Edwards -dijo Melanie. Se estremeció y dejó escapar un suspiro-. Es difícil aceptar que somos prisioneros de nuestras propias creaciones.

– -

CAPITULO 20

8 de marzo de 1997, 16.40 horas.

Bata, Guinea Ecuatorial

Jack se percató de que estaba apretando los dientes. También apretaba la mano de Laurie con más fuerza de la razonable.

Hizo un esfuerzo consciente para relajarse. Lo peor había sido el trayecto desde Douala, Camerún, hasta Bata. Viajaban en una compañía barata, que usaba aviones antiguos, la clase de aparatos que solían aparecer en las pesadillas de Jack tras la pérdida de su familia.

El vuelo no había sido fácil. El avión había esquivado varias tormentas eléctricas, entre enormes nubes que variaban de color, de blanco nata a morado intenso. Veían constantes fogonazos de relámpagos, y la turbulencia era feroz.

En comparación, la parte anterior del viaje había sido un sueño. El vuelo desde Nueva York hasta París había transcurrido tranquilo y sin incidentes. Todos habían dormido al menos unas horas.

Habían llegado a París diez minutos antes de lo previsto, de modo que habían tenido tiempo de sobra para hacer la conexión con las líneas aéreas de Camerún. En el viaje hacia Douala, habían dormido incluso mejor. Pero el último tramo hasta Bata había sido horripilante.

– Estamos aterrizando -anunció Laurie.

– Espero que sea un aterrizaje controlado -bromeó Jack.

Miró a través de la ventanilla sucia. Como había previsto, el paisaje parecía una ininterrumpida alfombra verde. Mientras se aproximaban más y más a las copas de los árboles, deseó ver una pista de aterrizaje.

Finalmente tocaron la pista de cemento y Jack y Warren suspiraron aliviados.

Mientras los cansados pasajeros descendían del pequeño y anticuado avión, Jack contempló la descuidada pista de aterrizaje y vio algo inesperado. La silueta de un resplandeciente y solitario jet blanco se recortaba contra el fondo verde oscuro de la selva. Apostados junto a los cuatro extremos del avión, había soldados con uniformes de camuflaje y boinas rojas. Aunque ostensiblemente erguidos, habían adoptado diversas posturas de descanso. Todos llevaban rifles automáticos en bandolera.

– ¿De quién es ese avión? -preguntó Jack a Esteban. Puesto que el aparato no tenía señas de identificación, era obvio que se trataba de un jet privado.

– No tengo ni idea -respondió Esteban.

El caos de la terminal de llegadas del aeropuerto cogió por sorpresa a todos, salvo a Esteban. Los viajeros procedentes del extranjero estaban obligados a pasar por la aduana. Dos individuos con uniformes sucios y pistolas automáticas en las fundas del cinturón condujeron al grupo, con sus maletas, a un cuarto privado.

En un principio, dejaron a Esteban fuera de la sala, pero después de una fuerte discusión en un dialecto local, le permitieron entrar. Los hombres abrieron todas las maletas y desparramaron su contenido sobre una mesa grande.

Esteban explicó a Jack que los oficiales de aduana esperaban un soborno. Jack se negó a darles dinero por cuestiones de principios, pero cuando quedó claro que permanecerían horas en aquel atolladero, se dio por vencido. El problema se resolvió con diez francos franceses.

Mientras salían al vestíbulo del aeropuerto, Esteban se disculpó:

– Aquí es un problema. Todos los funcionarios del gobierno piden sobornos.

Los recibió Arturo, el primo de Esteban. Era un hombre rollizo, excepcionalmente cordial, con ojos brillantes y dientes inmaculados, que estrechó las manos de todos con entusiasmo. Vestía ropas nativas: una colorida túnica estampada y un gorro cuadrangular.

Salieron del aeropuerto al aire húmedo y sofocante del Africa Ecuatorial. Alrededor, la vista se perdía en la distancia, pues el terreno era relativamente llano. Sobre sus cabezas, el cielo del atardecer era de un intenso color azul, pero grandes nubes de tormenta acechaban en el horizonte.

– ¡Tío, no puedo creerlo! -exclamó Warren, mirando alrededor como un niño en una juguetería-. Hace años que quiero venir a Africa, pero nunca pensé que lo conseguiría.

– Miró a Jack-. Gracias, colega. ¡Chócala! -añadió tendiendo la mano. Jack y él chocaron las palmas de las manos, como si estuvieran en el campo de baloncesto del barrio.

Arturo había aparcado la furgoneta alquilada junto a la acera. Tras entregar un par de billetes a un policía, hizo señas al grupo para que subiera al vehículo.

Esteban insistió en dejar a Jack el asiento del copiloto. Demasiado cansado para discutir, Jack obedeció. Laurie y Natalie se sentaron en el fondo, mientras Warren y Esteban lo hacían en el asiento del medio.

Mientras salían del aeropuerto, avistaron el mar. La playa era ancha y arenosa, y el suave oleaje bañaba la costa.

Poco después pasaron junto a un edificio grande y semiderruido de cemento. Unas barras oxidadas de hierro se proyectaban sobre la parte superior como las púas de un erizo de mar. Jack preguntó qué era.

– Iba a ser un hotel para turistas -respondió Arturo-. Pero no había dinero ni turistas.

– Mala combinación para un negocio -dijo Jack.

Mientras Esteban hacía de guía turístico y señalaba distintos parajes, Jack preguntó a Arturo si faltaba mucho para llegar a destino.

– No; diez minutos -respondió.

– Tengo entendido que usted trabajó para GenSys -dijo Jack.

– Sí, tres años. Pero me marché. El gerente es una mala persona. Prefiero quedarme en Bata. Soy afortunado porque tengo trabajo.

– Queremos visitar el edificio de GenSys -continuó-.

¿Cree que habrá algún inconveniente?

– ¿No los esperan? -preguntó Arturo con asombro.

– No. Es una visita sorpresa.

– Entonces podrían tener problemas. No les gustan las visitas. Cuando repararon la única carretera que lleva a Cogo, construyeron una valla. Los soldados la vigilan las veinticuatro horas del día.

– ¡Guau! -exclamó Jack-. Eso no suena bien.

No había considerado la posibilidad de que el acceso a la ciudad estuviera restringido. Confiaba en poder conducir hasta allí y entrar sin dificultad. Sólo había previsto problemas para entrar en el laboratorio o el hospital.

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