Robin Cook - Cromosoma 6
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Cuando Jack miró a Warren para comprobar si quería más cerveza, éste negó con la cabeza. Estaba sentado junto a Natalie y sobre su camiseta negra llevaba una cazadora de deporte que de algún modo conseguía disimular su portentosa musculatura. Jack nunca lo había visto tan contento. En lugar de apretar los labios con su habitual expresión de terquedad, esbozaba una media sonrisa.
– Yo estoy bien -dijo Esteban, cuya sonrisa era aún más grande que la de Warren.
Jack miró a Laurie.
– No quiero más -dijo ella-. Me reservo para el vino de la comida en el avión.
Laurie llevaba el pelo rojizo recogido en una trenza y vestía un holgado blusón de tela aterciopelada y unas mallas.
Con esa ropa informal y su humor alegre y despreocupado, Jack pensó que parecía una colegiala.
– Yo sí que tomaré otra cerveza -dijo Lou.
– Una cerveza -pidió Jack a la camarera-, y la cuenta.
– ¿Qué tal os ha ido hoy? -les preguntó Lou.
– Bueno, estamos aquí -respondió Jack-, y ése era nuestro principal objetivo. Laurie y los demás fueron a tramitar los visados mientras yo compraba los billetes. -Se dio un par de palmadas en el estómago-. También llevo unos cuantos francos en un cinturón antirrobo. Me dijeron que la moneda más fuerte en esa región de Africa es el franco francés.
– ¿Qué haréis al llegar? -preguntó Lou.
Jack señaló a Esteban.
– Nuestro compañero de viaje nativo se ha hecho cargo de todo. Su primo irá a buscarnos al aeropuerto y la esposa de éste tiene un hotel.
– Así que estaréis muy bien -dijo Lou-. ¿Y cuál es el plan una vez allí?
– El primo de Esteban nos ha conseguido una furgoneta de alquiler -respondió Jack-. Con ella iremos a Cogo.
– ¿Y os presentaréis así, como si tal cosa?
– Esa es la idea -respondió Jack.
– Pues que tengáis suerte -dijo Lou.
– Gracias. Es muy probable que la necesitemos.
Media hora después, todos, salvo Lou, subieron con alegría al 747.
Buscaron sus asientos y guardaron el equipaje de mano.
En cuanto se sentaron, el avión comenzó a moverse sobre la pista. Más tarde, cuando los motores comenzaron a rugir y el avión se preparaba para el despegue, Jack cogió la mano de Laurie y la apretó con fuerza.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó ella.
– Jack asintió.
– No me gustan los viajes en avión -dijo Jack.
Laurie comprendió.
– ¡Ya estamos en camino! -exclamó Warren con alegría-.
¡Allá vamos, Africa!
CAPITULO 19
8 de marzo de 1997 – 2.00 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
– ¿Duermes? -preguntó Candace en un susurro.
– ¿Bromeas? dijo Melanie-. ¿Cómo quieres que duerma sobre una roca, abrigada por unas cuantas ramas?
– Yo tampoco puedo dormir. Sobre todo con tantos ronquidos. ¿Y qué me dices de Kevin?
– Estoy despierto -respondió él.
Estaban en el interior de una pequeña cámara situada en el fondo de la cueva principal. Reinaba una oscuridad casi absoluta. La única luz procedía de la luna que brillaba en el exterior.
Los animales les habían asignado esa zona poco después de su llegada allí. Tenía unos tres metros de ancho y un techo en declive que en la parte más alta mediría un metro setenta y cinco, como Kevin. En el fondo de la cueva no había un muro de roca; sencillamente las paredes de piedra se estrechaban formando un túnel. Unas horas antes, Kevin había explorado el túnel a la luz de la linterna, con la esperanza de encontrar otra salida al exterior, pero el túnel terminaba abruptamente a unos diez metros de allí.
A pesar de la fría recepción de las hembras, los bonobos los habían tratado bien. Al parecer, estaban fascinados con los humanos y se proponían mantenerlos con vida. Les habían ofrecido agua cenagosa en calabazas y una variedad de alimentos. Por desgracia, la comida se componía de larvas, gusanos y demás insectos, acompañada de alguna hierba del lago de los Hipopótamos.
Durante la tarde, los animales habían hecho fuego en la entrada de la cueva. Kevin estaba muy interesado en ver cómo lo prendían, pero se encontraba demasiado lejos para observar el método. El grupo de bonobos había formado un estrecho círculo, y media hora después el fuego estaba encendido.
– Bueno, esto aclara el misterio del humo -había dicho Kevin.
Los animales habían empalado a los monos colobos y los habían cocinado al fuego. A continuación, los habían partido en trozos y repartido con gran algarabía. A juzgar por sus gritos y chillidos, la carne de mono era un auténtico manjar para los bonobos.
El ejemplar número uno había puesto varios trozos de carne en una hoja grande para ofrecérselos a los humanos.
Pero sólo Kevin se había atrevido a probar. Luego había comentado a las mujeres que la carne de mono tenía un sabor curiosamente similar a la de elefante, que había comido en una ocasión. Un año antes, Siegfried había cazado un elefante en el bosque y, después de extraerle los comillos, había ordenado cocinar parte de la carne en la cocina del hospital.
Los bonobos no habían intentando inmovilizar a los humanos, ni les habían impedido que se desataran. Sin embargo, habían dejado claro que querían que se quedaran en la pequeña cueva. En todo momento, dos de los ejemplares más grandes los vigilaban de cerca. Cada vez que Kevin o sus amigas se acercaban a la entrada, los animales chillaban a voz en cuello o, lo que era más aterrador, se acercaban mostrando los dientes, aunque se detenían a último momento. De esa manera, consiguieron retener al grupo dentro de la cueva.
– Tenemos que hacer algo -dijo Melanie-. No vamos a quedarnos aquí para siempre. Y es obvio que tendremos que actuar mientras duermen. Ahora, por ejemplo.
Todos los bonobos que estaban en la cueva, incluidos los supuestos guardias, dormían profundamente sobre primitivos lechos de ramas y hojas. La mayoría roncaba.
– Creo que no debemos correr el riesgo de hacerlos enfadar -dijo Kevin-. Es una suerte que nos hayan tratado tan bien.
– Yo no diría que alguien que te ofrece gusanos para comer te trata bien -replicó Melanie-. Bromas aparte, tenemos que hacer algo. Además, es probable que se vuelvan agresivos.
No sabemos qué pueden llegar a hacernos.
– Prefiero esperar -insistió Kevin-. Ahora somos una novedad, pero pronto perderán el interés por nosotros. Además, en la ciudad nos echarán de menos. Siegfried y Bertram se figurarán rápidamente dónde estamos y enviarán a alguien a buscarnos.
– Yo no estaría tan segura -dijo Melanie-. Es muy probable que Siegfried tome nuestra desaparición como un regalo del cielo.
– Siegfried quizá; pero Bertram, no -repuso Kevin-. En el fondo, es una buena persona.
– ¿Tú qué opinas, Candace? -preguntó Melanie.
– No sé qué pensar. Esta situación supera mis peores pesadillas, así que no puedo reaccionar. Estoy aturdida.
– ¿Qué vamos a hacer cuando volvamos? -preguntó Kevin-. No hemos hablado de eso.
– Deberías decir si volvemos -corrigió Melanie.
– No digas esas cosas -repuso Candace.
– Tenemos que afrontar los hechos -dijo Melanie-. Por eso pienso que deberíamos hacer algo ahora, mientras duermen.
– No sabemos si duermen profundamente -dijo Kevin-.
Salir de aquí podría ser como cruzar un campo de minas.
– Una cosa es segura -añadió Candace-. Yo no pienso participar en ningún otro trasplante. Ya me sentía incómoda cuando pensaba que eran simios. Ahora que sabemos que son protohumanos, no puedo seguir con esto. Lo tengo muy claro.
– Es una conclusión inevitable -convino Kevin-. Ningún ser humano medianamente sensible pensaría de otra manera.
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