Robin Cook - Cromosoma 6

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– ¿Cuánto tiempo habías calculado que tardaríamos en llegar? -gritó Laurie por encima del ruido del motor, que era particularmente ensordecedor, pues le faltaba una parte de la cubierta.

– Una hora -gritó Jack-. Pero el propietario de la piragua me dijo que podíamos hacerlo en veinte minutos. Por lo visto, está al otro lado de ese promontorio que se ve en línea recta.

En ese momento, cruzaban la embocadura del río Congue, de unos tres metros de ancho. La bruma apenas permitía vislumbrar las orillas cubiertas de vegetación. El cielo estaba cubierto de nubes amenazadoras. De hecho, mientras iban en la furgoneta, se habían desatado dos tormentas eléctricas.

– Espero que la lluvia no nos coja en la piragua -dijo Natalie.

Pero la madre naturaleza no hizo caso de sus súplicas. En menos de cinco minutos llovía con tanta fuerza que algunas de las inmensas gotas hacían que el agua del río salpicara el interior de la embarcación. Jack disminuyó la velocidad y dejó que la piragua avanzara sola, mientras se reunía con los demás debajo del techo de paja. Para sorpresa y alegría de todos, no se mojaron.

En cuanto rodearon el promontorio, divisaron el muelle de Cogo. Construido con gruesas tablas de madera, era todo un lujo comparado con el desvencijado muelle de Acalayong. Cuando se aproximaron, vieron que un dique flotante se proyectaba desde un extremo.

Todos se quedaron impresionados ante la vista de Cogo.

A diferencia de las desvencijadas y precarias construcciones con techos de metal acanalado que proliferaban en Bata y Acalayong, Cogo estaba compuesto de atractivos edificios con paredes enlucidas y techos de teja, que daban a la ciudad un suntuoso aspecto colonial. A la izquierda, y casi oculta tras la selva, había una moderna central eléctrica. Su presencia habría pasado inadvertida de no ser por su chimenea, sorprendentemente alta.

Jack apagó el motor antes de llegar a la ciudad para poder hablar con los demás. Había varias piraguas similares a la suya amarradas al muelle, aunque todas estaban llenas de redes de pesca.

– Me alegra ver otras embarcaciones -dijo Jack-. Tenía miedo de que la nuestra llamara la atención.

– ¿Crees que aquel edificio grande y moderno será el hospital?-preguntó Laurie, señalando.

Jack siguió la dirección de su dedo.

– Sí, a juzgar por lo que dijo Arturo, y él debería saberlo mejor que nadie. Estuvo en la cuadrilla de obreros que lo construyó.

– Supongo que ése es nuestro destino -dijo Laurie.

– Así es -respondió Jack-. Al menos en un principio. Arturo dijo que el complejo donde tienen los animales está a unos cuantos kilómetros de aquí, en dirección a la selva. Puede que luego se nos ocurra alguna forma de llegar hasta allí.

– La ciudad es más grande de lo que esperaba -dijo Warren.

– Me dijeron que era una ciudad española abandonada -explicó Jack-. No ha sido totalmente renovada, pero desde aquí lo parece.

– ¿Y qué hacían aquí los españoles? -preguntó Natalie-.

No hay nada más que selva.

– Cultivaban café y cacao -respondió Jack-. O eso es lo que he oído. Claro que no sé dónde lo cultivaban.

– Oh, oh -dijo Laurie-. Veo un soldado.

– Yo también lo veo -dijo Jack, que había estado escrutando la costa a medida que se aproximaban.

El soldado llevaba boina roja y uniforme de camuflaje, igual que los de la caseta de guardia de la valla. Con un rifle de asalto en bandolera, se paseaba perezosamente por una plazoleta de adoquines, situada al otro lado del muelle.

– ¿Eso significa que tenemos que poner en marcha el plan C? -preguntó Warren con tono burlón.

– Todavía no -respondió Jack-. Es evidente que está allí para controlar a cualquiera que salga del muelle. Pero mira ese bar en la costa. Si conseguimos entrar allí, tendremos paso libre.

– No podemos atracar la piragua en la playa -protestó Laurie-. Nos verá.

– Mira lo alto que es el muelle -dijo Jack-. ¿Por qué no pasamos por debajo, dejamos la piragua en la playa y caminamos hasta el bar? ¿Qué os parece?

– Buena idea -dijo Warren-. Pero esa piragua no pasará por debajo del muelle. Imposible.

Jack se levantó y se acercó a uno de los postes que sostenía el techo de paja y que estaba embutido dentro de un agujero en la borda. Lo cogió con las dos manos y lo levantó.

– ¡Qué práctico! -exclamó-. Esta piragua es descapotable. Unos minutos después habían conseguido quitar todos los postes. El techo de paja quedó reducido a una pila de ramitas y hojas secas, que distribuyeron debajo de los bancos.

– No creo que el propietario de la piragua se alegre de nuestras reformas -observó Natalie.

Jack hizo girar la embarcación en el ángulo más conveniente para que quedara oculta detrás del muelle, fuera de la línea de mira de la plaza. Apagó el motor en el preciso momento en que se deslizaron bajo el muelle. Cogiéndose de la parte inferior de los tablones, guiaron la piragua hacia la costa, con cuidado de esquivar las vigas transversales. La piragua arañó la costa y se detuvo.

– Hasta ahora, todo bien -dijo Jack, haciendo señas a las mujeres y a Warren para que salieran de la embarcación.

Luego, Warren tiró de la piragua y Jack remó, hasta que consiguieron subirla a la playa.

Jack saltó de la piragua, señaló un muro de piedra que se alzaba sobre la base del muelle y desapareció tras una suave cuesta de arena.

– Caminemos pegados al muro. Cuando lleguemos al final, id hacia el bar.

Unos minutos después, entraban en él. El soldado no los había detenido: o bien no los había visto, o bien su presencia le traia sin cuidado.

En el bar no había nadie, con excepción de un negro que cortaba cuidadosamente limones y limas. Jack señaló los taburetes y sugirió que bebieran una copa para celebrar la ocasión. Todos aceptaron la invitación de buena gana. En la piragua habían pasado calor, sobre todo después de retirar el techo.

El camarero se acercó de inmediato. Según su tarjeta de identificación se llamaba Saturnino. Contrariamente a lo que sugería su nombre, era un individuo jovial. Vestía una llamativa camisa estampada y un sombrero cuadrangular, similar al que llevaba Arturo cuando había ido a recogerlos al aeropuerto.

Siguiendo el ejemplo de Natalie, todos pidieron Coca Cola con limón.

– Hoy no hay mucho trabajo -comentó Jack a Saturnino.

– No suele haberlo hasta después de las cinco -respondió el camarero-. Entonces sí tenemos lleno.

– Nosotros somos nuevos aquí-dijo Jack-. ¿Qué moneda aceptan?

– Pueden firmar -respondió Saturnino. Jack miró a Laurie, solicitando su permiso, pero ella negó con la cabeza-. Preferimos pagar en efectivo. ¿Aceptan dólares?

– Lo que quiera -respondió Saturnino-. Dólares o francos franceses. Es igual.

– ¿Dónde está el hospital?

Saturnino señaló por encima de su hombro.

– Suban por esa calle hasta la plaza principal. Es el edificio de la izquierda.

– ¿Y qué hacen allí? -preguntó Jack.

Saturnino lo miró como si estuviera loco.

– Curan a la gente.

– ¿Viene gente de Estados Unidos, exclusivamente para ingresar en el hospital? -preguntó Jack.

– De eso no sé nada -respondió el camarero, que cogió los billetes que Jack había dejado sobre la barra y regresó junto a la caja registradora.

– Al menos lo has intentado-susurró Laurie.

– Habría sido demasiado fácil -convino Jack.

Reanimados por las bebidas frescas, los cuatro amigos salieron al sol. Pasaron a quince metros del guardia, que tampoco esta vez les prestó atención. Tras una breve caminata por la ardiente calle de adoquines, encontraron una plazoleta cubierta de césped y rodeada de casas de estilo colonial.

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