Robin Cook - Cromosoma 6
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– Me recuerda a algunas islas del Caribe -señaló Laurie.
Cinco minutos después llegaron a la plaza principal, flanqueada por árboles. Al otro lado de la plaza, en diagonal al sitio donde se encontraban ellos, un grupo de soldados ociosos, congregados a las puertas del ayuntamiento, estropeaba la idílica vista.
– ¡Guau! -exclamó Jack-. Hay un batallón entero.
– ¿No dijiste que si tenían soldados en la valla no los necesitarían en la ciudad? -preguntó Laurie.
– La realidad demuestra que estaba equivocado -admitió. Jack-. Pero no tenemos necesidad de cruzar y anunciarnos.
El hospital esta aquí mismo.
Desde la esquina de la plaza, el hospital parecía ocupar más de una manzana de la ciudad. Había una entrada frente a la plaza, pero también otra en una calle lateral, a la izquierda del grupo. Fueron por allí para que no los vieran los soldados.
– ¿Qué diremos si nos interrogan? -preguntó Laurie con preocupación-. Es muy probable que lo hagan cuando nos vean entrar.
– Ya improvisaré algo -respondió Jack. Abrió la puerta e invitó a entrar a sus amigos con una extravagante reverencia.
Laurie miró a Natalie y a Warren y puso los ojos en blanco. Jack tenía la virtud de ser encantador, incluso cuando resultaba exasperante.
Una vez dentro del edificio, todos se estremecieron de placer. El aire acondicionado nunca les había parecido tan maravilloso. Se encontraban en una sala lujosa, con moqueta de pared a pared, amplias y cómodas butacas y sofás. Una de las paredes estaba cubierta por una gran estantería, en algunos de cuyos estantes se exhibía una asombrosa colección de periódicos y revistas, desde el Times hasta el National Geographic. En la sala había una docena de personas sentadas, todas leyendo.
En la pared del fondo, a la altura de una mesa, había una abertura con paneles correderos de cristal. Al otro lado, una mujer negra con uniforme azul estaba sentada ante un escritorio. A la derecha de la ventanilla había un pasillo con varios ascensores.
– ¿Crees que todas estas personas son pacientes? -preguntó Laurie.
– Buena pregunta -repuso Jack-. No lo creo. Se las ve demasiado saludables y cómodas. Hablemos con la recepcionista.
Warren y Natalie, intimidados por el ambiente del hospital, siguieron en silencio a Jack y a Laurie.
Jack golpeó con suavidad en el cristal. La mujer alzó la vista y abrió el panel de la ventanilla.
– Lo siento -dijo-. No los había visto llegar. ¿Desean registrarse?
– No -respondió Jack-. Por el momento, todos mis órganos funcionan perfectamente.
– -
– Tranquilícese -pidió Cameron-. ¿De quién habla?
– No me dieron ningún nombre -respondió Corrina-.
Había cuatro personas, pero sólo habló un hombre. Dijo que era médico.
– Mmm -dijo Cameron-, ¿y no lo había visto antes?
– Nunca -respondió Corrina con nerviosismo-. Me pillaron desprevenida. Como ayer llegó gente nueva, pensé que iban a alojarse en el hostal. Pero dijeron que querían visitar el hospital. Cuando les indiqué cómo llegar allí, se marcharon de inmediato.
– ¿Eran blancos o negros? -preguntó Cameron. Quizá, después de todo, no se tratara de una falsa alarma.
– Mitad y mitad -respondió Corrina-. Dos blancos y dos negros. Pero por la ropa que llevaban, todos eran estadounidenses.
– Ya veo -dijo Cameron mientras se acariciaba la barba y pensaba que era poco probable que los trabajadores estadounidenses de la Zona quisieran visitar el hospital.
– El que habló dijo algo extraño-prosiguió Corrina-.
Algo así como que todos sus órganos funcionaban bien. Yo no sabía qué responder.
– Mmm-repitió Cameron-, ¿puedo usar su teléfono?
– Desde luego -respondió Corrina. Puso el aparato en un extremo del escritorio, delante de Cameron.
El jefe de seguridad marcó el número del gerente. Siegfried respondió de inmediato.
– Estoy en el hostal -explicó Cameron-. Pensé que debía informarle de un episodio curioso. Cuatro médicos desconocidos se presentaron aquí y dijeron a la señorita Williams que querían visitar el hospital.
La respuesta de Siegfried fue una furiosa retahíla que obligó a Cameron a apartarse del auricular. Hasta Corrina se encogió, acobardada.
Cameron devolvió el teléfono a la recepcionista. No había oído todos los exabruptos de Siegfried, pero su significado estaba claro. Cameron debía pedir refuerzos de inmediato y detener a los intrusos.
El jefe de seguridad desenfundó la radio y la pistola al mismo tiempo. Mientras enfilaba hacia el hospital, hizo una llamada de emergencia a su oficina.
– -
La habitación 302 estaba en la parte exterior del edificio, sobre la plaza, con una excelente vista al este. Jack y sus amigos la encontraron sin dificultad. Nadie los había detenido. De hecho, no se habían cruzado con ninguna persona en el trayecto desde el ascensor hasta la habitación.
Jack llamó a la puerta abierta, aunque era evidente que la habitación estaba vacía. Sin embargo, había múltiples indicios de que su ocupante se había ausentado sólo momentáneamente: el televisor con vídeo incorporado estaba encendido, y emitía una vieja película de Paul Newman. La cama estaba deshecha. Sobre una mesa, había una maleta a medio hacer.
El misterio se desveló cuando Laurie oyó el ruido de la ducha detrás de la puerta del cuarto de baño.
Cuando cerraron el grifo, Jack llamó a la puerta, pero pasaron casi diez minutos antes de que vieran aparecer a Horace Winchester.
El paciente era un hombre corpulento de cincuenta y tantos años, con aspecto feliz y saludable. Se ató el cinturón del albornoz y caminó hacia una butaca tapizada situada junto a la cama. Se sentó con un suspiro de satisfacción.
– ¿Qué se les ofrece? -preguntó-. Desde que ingresé aquí, nunca había tenido tantos visitantes juntos.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Jack, cogiendo una silla y sentándose frente a Horace.
Warren y Natalie permanecieron junto a la puerta, reacios a entrar. Laurie se acercó a la ventana. Su inquietud iba en aumento desde que había visto a los soldados. Estaba ansiosa por terminar la visita y volver a la piragua.
– Estupendamente -respondió Horace-. Es un milagro.
Cuando llegué estaba con un pie en la tumba, amarillo como un canario. ¡Míreme ahora! En forma para hacer treinta y seis hoyos en uno de mis campos de golf particulares. Eh, todos ustedes están invitados a cualquiera de mis hoteles cuando quieran. Se sentirán como en su casa. ¿Les gusta el esquí?
– A mí sí -dijo Jack-. Pero ahora quisiera hablar de su caso. Tengo entendido que le han hecho un trasplante de hígado. ¿Podría decirme quién fue el donante?
Una media sonrisa se dibujó en los labios de Horace mientras miraba a Jack por el rabillo del ojo.
– ¿Es una especie de prueba psicológica? -preguntó-. Por que si lo es, quédense tranquilos. No se lo contaré a nadie.
No podría estarles más agradecido. De hecho, en cuanto pueda, pediré que me hagan otro doble.
– ¿Qué quiere decir exactamente con eso de un "doble"? -preguntó Jack.
– ¿Ustedes forman parte del equipo de Pittsburgh? -preguntó Horace, mirando a Laurie.
– No, formamos parte del equipo de Nueva York -respondió Jack-. Y estamos fascinados por su caso. Nos alegra que se encuentre tan bien y estamos aquí para informarnos.
– Jack sonrió y abrió las manos-. Somos todo oídos. ¿Por qué no empieza por el principio?
– ¿Quiere decir por cómo me enfermé? -preguntó Horace, obviamente confundido.
– No; por cómo se organizó el trasplante aquí, en Africa -repuso Jack-. Y me gustaría saber qué ha querido decir al referirse a un doble. Por casualidad, ¿le han trasplantado el hígado de un primate?
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