Robin Cook - Cromosoma 6

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Horace soltó una risita nerviosa y cabeceó.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó. Volvió a mirar a Laurie y luego a Warren y Natalie, que seguían junto a la puerta.

– Oh, oh -dijo Laurie-. Los soldados están cruzando la plaza, y vienen corriendo.

Warren cruzó la habitación rápidamente y miró al ex terior.

– ¡Mierda! Esto va en serio.

Jack se puso en pie, apoyó las manos sobre los hombros de Horace y puso su cara a escasos centímetros de la del paciente.

– Me sentiré muy decepcionado si no responde a mis preguntas, y cuando me decepcionan, hago cosas muy raras.

¿Qué animal era? ¿Un chimpancé?

– Vienen hacia el hospital -gritó Warren-. Y todos están armados con rifles AK-47.

– ¡Vamos! -insistió Jack sacudiendo ligeramente a Horace-. Hable. ¿Era un chimpancé? -Apretó sus hombros con más fuerza.

– Era un bonobo -dijo Horace con un hilo de voz. Estaba aterrorizado.

– ¿Es una clase de primate? -preguntó Jack.

– Sí -consiguió articular Horace.

– ¡Venga, tío! -lo animó Warren, que había vuelto a la puerta-. Tenemos que salir pitando.

– ¿Y qué ha querido decir con lo del doble? -preguntó Jack.

Laurie cogió el brazo de Jack.

– No tenemos tiempo -dijo-. Los soldados llegarán en cualquier momento.

A regañadientes, Jack soltó a Horace y se dejó arrastrar hacia la puerta.

– ¡Joder! Estaba tan cerca-protestó.

Warren hacía señas histéricas para que los siguieran a él y a Natalie hacia la parte posterior del edificio, cuando la puerta del ascensor se abrió y apareció Cameron empuñan do su pistola.

– ¡Quietos todos! -gritó al ver a los extraños. Cogió el arma con las dos manos y apuntó a Warren y Natalie. Luego movió el cañón en dirección a Jack y Laurie. El problema de Cameron era que sus adversarios estaban a ambos lados de él, y cuando miraba a una pareja, no veía a la otra.

– Las manos encima de la cabeza -ordenó, señalando con el cañón de la pistola.

Todos obedecieron, aunque cada vez que Cameron se giraba para mirar a Jack y Laurie, Warren daba otro paso hacia él.

– Si hacen lo que se les ordena, no habrá heridos -dijo Cameron.

Warren ya estaba lo bastante cerca para arriesgar una patada; su pie se levantó con la velocidad de un rayo y chocó contra las manos de Cameron. La pistola rebotó en el techo.

Antes de que Cameron pudiera reaccionar, Warren le asestó dos puñetazos: uno en el vientre y otro en la nariz.

Cameron se desplomó en el suelo.

– Me alegro de que estés en mi equipo en este partido -dijo Jack.

– ¡Tenemos que volver a la piragua! -exclamó Warren sin hacer caso a la broma.

– Estoy abierto a cualquier sugerencia -repuso Jack.

Cameron gimió y se sentó, cogiéndose el estómago. Warren miró hacia ambos lados del pasillo. Unos minutos, antes, había pensado que debían correr por el pasillo principal hacia la parte posterior del edificio, pero ya no le parecía una opción razonable. A mitad de camino, se habían congregado varias enfermeras, que señalaban en su dirección.

Enfrente de los ascensores, a la altura de los ojos, un cartel con forma de flecha señalaba hacia un pasillo perpendicular a la habitación de Horace. En el cartel se leía "Q".

– Por ahí -gritó Warren.

– ¿Quieres ir a los quirófanos? -preguntó Jack-. ¿Por qué?

– Porque no se lo esperan -respondió Warren. Cogió a la asustada Natalie de la mano y tiró de ella.

Jack y Laurie los siguieron. Pasaron junto a la habitación de Horace, pero el paciente se había encerrado en el cuarto de baño.

La zona de quirófanos estaba separada del resto del hospital por las típicas puertas basculantes. Warren las empujó y las sostuvo con el brazo extendido, como un defensa de fútbol americano. Jack y Laurie pasaron junto a él.

No había ninguna operación en curso ni paciente alguno en la sala de recuperación. Las luces estaban apagadas, con excepción de las de un dispensario situado en medio del pasillo. La puerta del dispensario estaba entornada y a través de ella se filtraba un tenue resplandor.

Alertada por los golpes en las puertas de la zona de quirófanos, una mujer se asomó por la puerta de dispensario. Vestía uniforme de cirugía y un gorro desechable. Al ver a las cuatro figuras que corrían en su dirección, dio un respingo.

– ¡Eh, no pueden entrar aquí con ropa de calle! -gritó en cuanto se hubo recuperado de la impresión. Pero Warren y los demás ya habían pasado a su lado. Atónita, los siguió con la vista mientras corrían hacia el fondo del pasillo, hasta desaparecer por las puertas del laboratorio.

Volvió a entrar en el dispensario y cogió el teléfono colgado en la pared.

Al llegar a una bifurcación del pasillo, Warren se detuvo en seco y miró en ambas direcciones. Al fondo a la izquierda, sobre la pared, había una lamparilla roja de una alarma de incendios Encima de la luz, un cartel indicaba la salida de emergencia.

– ¡Alto! -gritó Jack cuando Warren se disponía a correr hacia allí, suponiendo que encontraría las escaleras.

– ¿Qué pasa, tío? -preguntó Warren.

– Esto parece el laboratorio -repuso Jack. Se acercó a la puerta de cristal, miró al interior y se quedó estupefacto.

Aunque estaban en pleno corazón de Africa, era el laboratorio más moderno que había visto en su vida. Todos los aparatos parecían flamantes.

– ¡Vamos! -exclamó Laurie-. No tenemos tiempo para curiosear. Tenemos que salir de aquí.

– Es verdad, tío -dijo Warren-. Sobre todo después de pegarle a este tipo de seguridad. Tenemos que salir pitando.

– Id delante -dijo Jack-. Os veré en la piragua.

Warren, Laurie y Natalie intercambiaron miradas de ansiedad.

Jack giró el pomo de la puerta y descubrió que no tenía llave. La abrió y entró.

– ¡Por el amor de Dios! -protestó Laurie. Jack la ponía histérica. Era obvio que su propia seguridad le tenía sin cuidado, pero no tenía derecho a comprometer la de los demás.

– Dentro de un momento, este sitio estará lleno de guardias de seguridad y soldados -dijo Warren.

– Lo sé -repuso Laurie-. Vosotros seguid. Yo procuraré llevarlo a la piragua lo antes posible.

– No podemos dejaros aquí -dijo Warren.

– Piensa en Natalie -sugirió Laurie.

– Tonterías -protestó la susodicha. No soy una mujercita indefensa. Estamos todos juntos en esto.

– Vosotras entrad ahí y procurad razonar con ese loco -dijo Warren-. Yo voy a hacer sonar la alarma contra incendios..,

¿Para qué? -preguntó Laurie.

– Es un viejo truco que aprendí de crío. Cuando estés en un atolladero, crea el mayor caos posible. Así hay más probabilidades de escapar.

– Te tomo la palabra -dijo ella. Hizo una seña a Natalie para que la siguiera y entró en el laboratorio.

Encontraron a Jack conversando amistosamente con una técnica de laboratorio vestida de bata blanca. Era una pelirroja con pecas y sonrisa agradable. Jack ya la había hecho reír.

– Perdón -dijo Laurie, esforzándose por no gritar-. Jack, tenemos que irnos.

– Laurie, quiero presentarte a Rolanda Phieffer -dijo él-. Es de Heidelberg, Alemania.

– ¡Jack! -exclamó Laurie con los dientes apretados.

– Rolanda me estaba contando una historia muy interesante. Al parecer, ella y sus colegas están trabajando con los genes de los antígenos menores de histocompatibilidad. Los extraen de un cromosoma específico en una célula y los insertan en el cromosoma homólogo, en la misma posición, en otra célula.

Natalie, que se había acercado al ventanal que daba a la plaza, regresó rápidamente y dijo:

– La cosa se pone fea. Acaba de llegar un camión lleno de árabes con trajes negros.

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