Robin Cook - Cromosoma 6

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– ¿En qué estado? -preguntó Bertram.

– Asquerosamente sucios, pero al parecer sanos y salvos -contestó Dave.

– ¡Déme eso! -exclamó Melanie, tratando de arrebatarle la radio a Dave.

No podía consentir que un subordinado hablara de ella en esos términos.

Sin embargo, Dave no se dejó quitar la radio.

– ¿Qué quiere que haga con ellos?

Melanie puso las manos en jarras. Estaba furiosa.

– ¿Qué quiere decir con qué hace con nosotros?

– Tráigalos al Centro de Animales -ordenó Bertram-. Yo informaré a Siegfried Spallek. Estoy seguro de que querrá hablar con ellos.

– Entendido. Corto y fuera -dijo Dave, apagando la radio.

– ¿A qué viene este tratamiento? -preguntó Melanie-. Hemos estado prisioneros aquí durante más de dos días.

Dave se encogió de hombros.

– Nosotros nos limitamos a cumplir órdenes, señorita. Por lo visto han hecho enfadar a los altos mandos.

– ¿Qué demonios hacen con los bonobos? -preguntó Kevin. En un primer momento había supuesto que estaban inmovilizando a los bonobos con el solo propósito de rescatarlos a él y a las mujeres. Pero ahora no comprendía por qué subían a los animales al carro de remolque.

– Los tiempos felices de los bonobos en la isla han pasado a la historia -repuso Dave-. Han estado peleando y matándose entre sí. Hemos encontrado cuatro cadáveres que dan fe de ello. Todos murieron como consecuencia de heridas hechas con cuñas de piedra. Por lo tanto, estamos enjaulando a los animales para llevarlos al centro. A partir de hoy, vivirán en celdas de cemento de dos metros por uno.

Kevin se quedó boquiabierto. A pesar del hambre, el cansancio y los dolores, sintió una profunda compasión por aquellas desafortunadas criaturas que no habían pedido que las trajeran al mundo. De manera súbita y arbitraria, las condenaban a una vida de monótona cautividad. Nadie reconocería su potencial humano, y pronto olvidarían sus sorprendentes logros.

Daryl y otros tres hombres subían a la cueva con una camilla. Kevin se volvió a mirar en el interior. Entre las sombras, divisó el perfil de Arthur junto al borde de la cámara interior, donde los habían tenido prisioneros. Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando imaginó cómo se sentiría Arthur al despertar y verse rodeado de barrotes.

– Muy bien -dijo Dave-, regresemos. ¿Se sienten con fuerzas para andar o prefieren ir en el remolque?

– ¿Cómo mueven el remolque? -preguntó Kevin.

– Hemos traído un todo terreno a la isla.

– Yo iré andando, gracias -dijo Melanie con frialdad.

Sus amigos hicieron un gesto de asentimiento.

– Sin embargo, estamos muertos de hambre -dijo Kevin-.

Los animales sólo nos ofrecieron insectos, gusanos y hierba.

– Tenemos algunas chocolatinas y refrescos en el remolque -dijo Dave.

– Estupendo -dijo Kevin.

El descenso por el peñasco rocoso fue la peor parte del viaje. Una vez en tierra llana, caminaron sin dificultad, sobre todo porque los trabajadores del Centro de Animales habían desmontando el camino para facilitar el paso del todoterreno.

Kevin estaba asombrado del trabajo que esos hombres habían hecho en tan poco tiempo. Cuando llegaron a las tierras cenagosas, al sur del lago de los Hipopótamos, se preguntó si la piragua seguiría oculta entre los juncos. Supuso que sí.

Dudaba de que la hubiesen encontrado.

Candace se alegró de ver el puente de troncos cubierto de tierra y lo dijo. Hasta ese momento, no sabía cómo iban a cruzar el río Deviso.

– Han estado muy ocupados -comentó Kevin.

– No había alternativa -respondió Dave-. Teníamos que atrapar a los animales lo antes posible.

En el tramo comprendido entre el puente del río Deviso y la zona de estacionamiento, Kevin, Melanie y Candace comenzaron a sucumbir al cansancio. Lo notaron especialmente cuando se vieron obligados a apartarse del camino para dejar paso al todoterreno, que regresaba a buscar el último cargamento de bonobos. Cuando se detuvieron y permanecieron quietos durante unos minutos, sus piernas se les antojaron de plomo.

Todos suspiraron de alivio al salir de la semipenumbra de la selva al claro de la zona de estacionamiento. Otra media docena de empleados con monos azules trabajaban bajo el sol ardiente.

Descargaban a los animales de un segundo remolque y los encerraban en jaulas rápidamente, antes de que despertaran.

Las jaulas eran cajas de aluminio de un metro cuadrado, de modo que sólo los animales más jóvenes podían ponerse de pie. La única fuente de ventilación eran los barrotes de las puertas, aseguradas con un pestillo situado fuera del alcance del bonobo. Kevin notó que algunos animales estaban aterrorizados, encogidos entre las sombras de las jaulas.

Aunque estas estrechas jaulas estaban previstas sólo para el transporte, un elevador de carga las levantaba laboriosa mente y las colocaba a la sombra de los árboles de la costa norte de la isla, señal de que permanecerían allí. Uno de los trabajadores rociaba las jaulas y a los animales con agua del río, usando la manguera de una bomba a gasolina.

– ¿No dijo que iban a trasladar a los bonobos al Centro de Animales? -preguntó Kevin.

– Hoy no -respondió Dave-. Por el momento, no hay sitio disponible. Lo haremos mañana o, como muy tarde, pasado mañana.

No tuvieron dificultades para llegar a la zona continental, ya que el puente telescópico estaba desplegado. El puente era de acero y resonaba bajo sus pies con un ruido hueco, similar al de un tambor. La pickup de Dave estaba aparcada junto al mecanismo del puente.

– Suban -dijo éste, señalando la caja de la camioneta.

– ¡Un momento! -exclamó Melanie, que hablaba por primera vez desde que había salido de la cueva-. No viajaremos en la caja.

– Entonces irán andando. No pienso llevarlos en la cabina.

– Vamos, Melanie -pidió Kevin-. Será agradable viajar al aire libre.

Kevin le tendió la mano a Candace para ayudarla a subir.

Dave rodeó el vehículo y se sentó al volante.

Melanie se resistió un minuto más. Con las manos en jarras, las piernas separadas y los labios apretados parecía una niña pequeña haciendo pucheros.

– No es tan lejos -dijo Candace, tendiéndole la mano. Su amiga la cogió de mala gana.

– No esperaba que nos recibieran como a héroes -protestó-, pero tampoco que nos trataran de esta manera.

Comparado con el agobiante encierro de la cueva y el húmedo calor de la selva, el viaje al viento resultó inesperada mente placentero. Las esteras de junco que habían usado para envolver a los animales acolchaban la superficie de la caja y, aunque despedían un olor rancio, Kevin y sus amigas sabían que ellos no olían mejor.

Se tendieron de espaldas y contemplaron los retazos del cielo del atardecer entre las ramas de los árboles.

– ¿Qué crees que nos harán? -preguntó Candace-. No quiero volver al calabozo.

– Esperemos que nos despidan en el acto -dijo Melanie-.

Estoy decidida a decir adiós a la Zona, al proyecto y a Guinea Ecuatorial. Ya he tenido suficiente.

– Ojalá sea tan sencillo -terció Kevin-. Por otra parte, me preocupan los animales. Los han condenado a cadena perpetua.

– No podemos hacer nada por ellos -dijo Candace.

– No sé -repuso Kevin-. Me pregunto qué dirían los grupos de protección de los animales si se enteraran de este asunto.

– No se te ocurra mencionar ese tema hasta que hayamos salido de aquí -advirtió Melanie-. Se pondrían furiosos.

Entraron en la ciudad por el este, pasando junto al campo de fútbol y las pistas de tenis. Ambos sitios bullían de actividad; no había una sola pista de tenis libre.

– Después de una experiencia como ésta, te sientes menos importante de lo que creías ser-señaló Melanie-. Hemos estado desaparecidos durante dos horribles días, y aquí la vida sigue como si nada.

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