Robin Cook - Cromosoma 6

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– Te esperaba -susurró Melanie-. No podía dormir.

Los dos se dirigieron a la habitación de Candace, que también estaba preparada.

En el salón, recogieron las pequeñas bolsas de lona que habían preparado y salieron a la terraza. La vista era encantadoramente exótica. Pocas horas antes había llovido, pero ahora el cielo estaba cubierto de abultadas nubes de color plata. Una luna casi llena resplandecía en lo alto del cielo, y su luz daba un aire espectral a la ciudad cubierta de niebla.

Los sonidos de la selva sonaban con sorprendente estridencia en el aire húmedo y caliente.

Habían discutido detenidamente esta primera parte del plan, de modo que no necesitaron hablar. Ataron un extremo de tres sábanas anudadas a la barandilla de la terraza y arrojaron el otro hacia el suelo.

Melanie había insistido en bajar en primer término. Trepó con agilidad a la barandilla y se deslizó hacia el suelo con asombrosa facilidad. Candace era la siguiente. Gracias a su actividad como animadora de fútbol, se mantenía en buena forma y no tuvo problemas para bajar.

Pero Kevin sí los tuvo. Intentando imitar a Melanie, tomó impulso con los pies, pero mientras se balanceaba de nuevo hacia el edificio, se enredó entre las sábanas y chocó contra la pared estucada, raspándose los nudillos.

– Mierda -susurró cuando por fin tocó los adoquines. Sacudió la mano y se cogió los nudillos.

– ¿Estás bien? -preguntó Melanie.

– Supongo.

La siguiente etapa de la fuga era más peligrosa. Caminaron en fila india hacia la parte posterior del edificio, amparados por la sombra de la arcada. Cada paso los acercaba más a la escalera central, donde estaban los soldados. Sus guardianes habían animado la fiesta con un aparato de música portátil, que emitía música africana a todo volumen.

Llegaron al sitio donde estaba estacionado el Toyota de Kevin y se escurrieron entre la pared y el vehículo, hasta llegar al frente. Siguiendo el plan previsto, Kevin dio la vuelta hasta la portezuela del conductor y la abrió con sigilo. Se encontraba a apenas cinco o seis metros de los soldados, que estaban al otro lado de una estera de juncos colgada del techo.

Quitó el freno de mano y puso el coche en punto muerto.

Regreso junto a las mujeres e hizo señas para que empezaran a empujar.

Al principio el pesado vehículo se resistió. Kevin levantó un pie para hacer palanca contra la pared de la casa. La estratagema surtió efecto y el coche salió de su plaza de aparcamiento.

Al borde de la arcada, la calle de adoquines descendía en una suave cuesta para que la casa no se inundara con el agua de lluvia. En cuanto las ruedas traseras pasaron este punto, el coche ganó velocidad. De repente, Kevin se percató de que no era necesario seguir empujando.

– Eh -susurró Kevin al ver que la velocidad aumentaba.

Corrió a un lado del vehículo e intentó abrir la portezuela del conductor, cosa que no era fácil con el coche en movimiento El Toyota estaba a medio camino de la callejuela y comenzaba a girar a la derecha, en dirección a la costa.

Finalmente, consiguió abrir la puerta y, con un salto ágil, se arrojó detrás del volante. Puso el freno de mano y giró el volante a la derecha para alinear el coche con la calle.

Temeroso de que sus esfuerzos hubieran llamado la atención de los soldados, se volvió a mirarlos. Los hombres se hallaban sentados en torno a una mesa pequeña, donde estaba el aparato de música y media docena de botellas vacías.

Hacían palmas y zapateaban, completamente ajenos a las maniobras de Kevin con el coche.

Suspiró aliviado. Se abrió la otra portezuela delantera, y Melanie se sentó a su lado. Candace subió al asiento trasero.

– No cerréis las puertas -susurró Kevin, que mantenía la suya entreabierta.

Quitó el freno de mano. Como al principio el coche no se movía, comenzó a sacudirse hacia delante y hacia atrás, hasta conseguir que comenzara a descender por la cuesta. Miró por el parabrisas trasero, maniobrando mientras el vehículo adquiría velocidad en dirección a la costa.

Continuaron así a lo largo de dos manzanas, pero a partir de ese punto el terreno se aplanó y el coche se detuvo. Sólo entonces Kevin usó la llave para encender el motor. Todos cerraron las portezuelas.

– ¡Lo hemos conseguido! -exclamó Melanie.

– Hasta aquí, todo bien -asintió él.

Puso la primera, dio un largo rodeo hacia la derecha para alejarse de su casa y se dirigió al área de servicio.

– ¿Estás seguro de que nadie nos ocasionará problemas en el garaje? -preguntó Melanie.

– Bueno, no puedo garantizarlo, pero no lo creo. La gente del área de servicio vive en otro mundo. Además, Siegfried se habrá cuidado bien de que nadie se enterara de nuestra desaparición y posterior reaparición. Tiene que haberlo hecho si de verdad piensa entregarnos a las autoridades ecuatoguineanas.

– Espero que tengas razón -dijo ella y suspiró-. Me pregunto si no deberíamos marcharnos de la Zona en la caja de uno de los camiones, en lugar de preocuparnos por cuatro neoyorquinos a quienes ni siquiera conocemos.

– Esa gente consiguió entrar de alguna manera -dijo Ke vin-. Así que cuento con que tengan un plan para salir. Sólo nos arriesgaremos a cruzar la valla como último recurso.

Entraron en la bulliciosa área de servicio, donde el resplandor de las lámparas de mercurio los obligó a entornar los ojos. Kevin aparcó detrás de la cabina de un camión, suspendida sobre un elevador hidráulico. Varios mecánicos estaban debajo, rascándose la cabeza.

– Esperadme aquí -dijo Kevin mientras se apeaba del Toyota.

Entró en el compartimiento y saludó a los hombres.

Melanie y Candace lo siguieron con la vista. La enfermera cruzó los dedos.

– Bueno, al menos no han corrido al teléfono en cuanto lo vieron -dijo Melanie.

Las mujeres siguieron mirando. Uno de los mecánicos salió por una puerta del fondo y reapareció poco después cargando una larga y pesada cadena. La depositó sobre los brazos de Kevin, que se tambaleó bajo su peso.

Con paso tambaleante, Kevin echó a andar hacia el todoterreno. Su cara adquiría progresivamente un tono más intenso de rojo. Temiendo que dejara caer la cadena, Melanie bajó del coche y abrió el maletero.

Cuando Kevin dejó la cadena, el vehículo entero se sacudió.

– Les pedí una cadena pesada-consiguió decir-, pero no era para tanto.

– ¿Qué les has dicho? -preguntó Melanie.

– Les he dicho que tu coche se atascó en el barro. No sospecharon nada, aunque tampoco se ofrecieron a ayudar, desde luego.

– ¿Estás seguro de que lo conseguiremos? -preguntó Candace desde el asiento trasero.

– No; pero no se me ocurre otra salida.

Durante el resto del viaje, nadie habló. Todos sabían que era la parte más difícil del plan. La tensión aumentó cuando giraron hacia el aparcamiento del ayuntamiento y apagaron las luces del coche.

La habitación ocupada por los soldados de guardia resplandecía. Mientras se aproximaban, Kevin, Melanie y Candace oyeron música. Este grupo de soldados también tenía un aparato de música portátil y escuchaba música africana a todo volumen.

– Contaba con que estuvieran de juerga -dijo Kevin. Dio la vuelta con el todoterreno y retrocedió hacia el edificio.

Entre las sombras de la arcada de la planta baja alcanzó a vislumbrar el alféizar de la ventana del calabozo subterráneo.

Detuvo el coche a un metro y medio del edificio y puso el freno de mano. Los tres miraron hacia la estancia ocupada por los soldados. Debido al ángulo en que se encontraban, no vieron gran cosa de la habitación ni tampoco a ninguno de los hombres. Estos habían levantado la cortina y la habían enganchado en el techo de la arcada. En el alféizar había varias botellas vacías.

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