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Robin Cook: Cromosoma 6

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Robin Cook Cromosoma 6

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– Bueno, ahora o nunca -dijo Kevin.

– ¿Podemos ayudar? -preguntó Melanie.

– No, quedaos donde estáis.

Kevin se apeó del coche, pasó por debajo del arco más cercano y se detuvo. La música era ensordecedora. Lo que más le preocupaba era que si alguien se asomaba a la ventana, lo vería de inmediato, pues no había dónde ocultarse.

Miró hacia abajo y vio la ventana con barrotes. Al otro lado reinaba una oscuridad absoluta.

Se puso a gatas y luego se tendió sobre el suelo, con la cabeza sobre el alféizar de la ventana. Acercó la cara a los barrotes y gritó por encima del ruido de la música:

– ¡Eh! ¿Hay alguien ahí?

– Sólo nosotros, un grupo de turistas -respondió Jack-.

¿Estamos invitados a la fiesta?

– Tengo entendido que son norteamericanos -dijo Kevin.

– Tanto como el pastel de manzana y el béisbol -respondió Jack.

Kevin oyó otras voces en la oscuridad, aunque no pudo descifrar las palabras.

– Supongo que sabrán que corren un gran peligro -dijo.

– ¿De veras? Yo creía que en Cogo recibían igual a todos los visitantes.

Kevin pensó que el tipo que le respondía, quienquiera que fuese, se entendería a las mil maravillas con Melanie.

– Intentaré arrancar estos barrotes -dijo-. ¿Estáis todos en la misma celda?

– No. Tenemos a dos preciosas señoritas en la celda de la izquierda.

– Bien -dijo Kevin-. Empecemos por comprobar si puedo hacer algo con los barrotes.

Se levantó para ir a buscar la cadena. Cuando regresó, pasó un extremo entre los barrotes.

– Atad esto varias veces alrededor de uno de los barrotes -dijo.

– Estupendo -repuso Jack-. Me recuerda las viejas películas del oeste.

Kevin aseguró el otro extremo de la cadena al enganche del remolque del Toyota. Cuando regresó a la ventana, tiró con suavidad de la cadena y comprobó que estaba firmemente atada al barrote central.

– Yo diría que está bien -dijo-. Veamos qué pasa.

Subió al coche y puso la primera.

Mirando por el parabrisas trasero, avanzó con lentitud para extender la cadena.

– Muy bien, allá vamos -dijo a Melanie y a Candace y pisó el acelerador. El potente motor del Toyota rugió, aunque Kevin no pudo oírlo, pues la frenética música de un popular grupo zaireño de rock ahogaba cualquier sonido.

Súbitamente el vehículo se sacudió hacia delante. Kevin frenó de inmediato. A su espalda, oyeron un poderoso estruendo por encima de la música, como si alguien hubiera derribado una puerta de incendios con una roca.

Kevin y las mujeres se sobresaltaron y miraron hacia la ventana del puesto de soldados. Afortunadamente, nadie salió a averiguar a qué se debía aquel tremendo ruido.

Kevin saltó del Toyota con la intención de regresar a la ventana y ver qué había ocurrido, cuando se topó con un musculoso negro que caminaba a su encuentro.

– ¡Buen trabajo, amigo! Me llamo Warren, y éste es Jack.

Jack había aparecido detrás de Warren.

– Yo soy Kevin.

– Estupendo -dijo Warren-. Ahora retrocede y veremos qué podemos hacer con la otra ventana.

– ¿Cómo habéis salido tan pronto? -preguntó Kevin.

– Tío, te has cargado todo el tinglado -dijo Warren.

Kevin subió al coche y puso la marcha atrás. Notó que los dos hombres ya habían desenganchado la cadena.

– ¡Ha funcionado! -exclamó Melanie-. ¡Enhorabuena!

– Debo reconocer que fue más sencillo de lo que creía -dijo Kevin.

Un instante después, alguien golpeó la puerta trasera del Toyota.

Kevin repitió las maniobras de la primera vez. Avanzó aproximadamente a la misma velocidad, produciendo la misma sacudida y, por desgracia, el mismo ruido. Esta vez un soldado se asomó por la ventana. Kevin no se movió y rezó para que los dos hombres que acababa de conocer lo imitaran. El soldado empinó una botella de vino y, al hacerlo, arrojó varias vacías al suelo, haciéndolas añicos contra el suelo de piedra. Luego volvió a desaparecer en el interior de la estancia.

Bajó del vehículo justo a tiempo para ver a las dos mujeres saliendo por la segunda ventana. En cuanto estuvieron fuera, todos corrieron hacia el coche. Kevin dio la vuelta para desenganchar la cadena, pero cuando llegó vio que Warren ya lo había hecho.

– Todos subieron al Toyota en silencio. Jack y Warren se sentaron a los asientos plegables de la parte trasera, mientras Laurie y Melanie se acomodaban junto a Candace en el del medio.

Kevin puso el coche en marcha y, tras echar un último vistazo al puesto de guardia, salió del aparcamiento. No encendió las luces hasta que estuvieron a una distancia prudencial del ayuntamiento.

La fuga había sido una experiencia embriagadora para todos: un triunfo para Kevin, Melanie y Candace; una sorpresa y un alivio para el grupo de Nueva York. Los siete se presentaron mutuamente y de inmediato comenzaron a intercambiar preguntas.

Al principio todos hablaban a la vez.

– ¡Eh, un momento! -exclamó Jack por encima del bullicio-. Hay que poner un poco de orden en este caos. Hablemos por turnos.

– ¡Yo primero! -pidió Warren-. Quiero daros las gracias por aparecer en el momento oportuno.

– Apoyo esa moción -dijo Laurie.

Tras alejarse del centro, Kevin entró en el aparcamiento del principal supermercado de la ciudad, donde había unos cuantos coches más. Paró el coche y apagó las luces.

– Antes de hablar de cualquier otra cosa -dijo-, tenemos que discutir cómo salir de esta ciudad. No tenemos mucho tiempo. ¿Cómo pensabais huir vosotros en un principio?

– En la misma piragua que nos trajo hasta aquí? -respondió Jack.

– ¿Y dónde está? -preguntó Kevin.

– Suponemos que donde la dejamos -repuso Jack-. Atracada en la playa, debajo del muelle.

– ¿Es lo bastante grande para todos? -preguntó Kevin.

– Sí, hay sitio de sobra -dijo Jack.

– ¡Perfecto! -exclamó Kevin con entusiasmo-. Tenía la esperanza de que hubierais venido por agua. Así podremos ir directamente a Gabón. -Echó un rápido vistazo alrededor y puso el coche en marcha-. Recemos para que no hayan descubierto la embarcación.

Salió del aparcamiento y enfiló hacia la costa, dando un amplio rodeo. No quería acercarse al ayuntamiento ni a su casa.

– Hay un problema -dijo Jack-. No tenemos documentación ni dinero. Nos quitaron todo.

– Nosotros no estamos mucho mejor -dijo Kevin-. Sin embargo, tenemos algo de dinero en efectivo y en cheques de viaje. Nos confiscaron los pasaportes esta tarde, cuando nos pusieron bajo arresto domiciliario. Por lo visto nos reservaban el mismo destino que a vosotros: entregarnos a las autoridades ecuatoguineanas.

– ¿Y eso habría sido un problema? -preguntó Jack.

Kevin soltó una risita burlona, recordando los cráneos que decoraban el escritorio de Siegfried.

– Habría sido algo más que un problema. Nos habrían sometido a un juicio sumarísimo, con un tribunal improvisado, para luego entregarnos a un pelotón de fusilamiento.

– ¡No me jodas! -exclamó Warren.

– En este país, interferir en las operaciones de GenSys es un delito castigado con la pena de muerte -explicó Kevin-.

Y el que decide si alguien interfiere o no es el gerente de la Zona.

– ¡Un pelotón de fusilamiento! -repitió Jack con horror.

– Eso me temo -dijo Kevin-. Al ejército local se le dan muy bien esas cosas. Tienen muchos años de práctica.

– Entonces nuestra deuda con vosotros es mayor de lo que creíamos -dijo Jack-. No tenía idea de que las cosas eran así.

Laurie miró por la ventanilla y tembló. Comenzaba a tomar conciencia del riesgo que habían corrido, y todavía no estaban a salvo.

– ¿Cómo os metisteis en este embrollo? -preguntó Warren.

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