Robin Cook - Cromosoma 6

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Kevin miró en la dirección indicada. En efecto, sobre la superficie del agua se veían las cabezas y las orejas de una docena de esos enormes mamíferos. Posados sobre sus coronillas, unos cuantos pájaros blancos se limpiaban las plumas.

– Tranquila -dijo-. Mira cómo se alejan lentamente de nosotros. No nos crearán ningún problema.

– Nunca he sido una gran amante de la naturaleza -musitó Candace.

– No es preciso que te justifiques -repuso Kevin, que recordaba con claridad su propia inquietud ante la fauna silvestre durante su primer año en Cogo.

– Según el mapa, debería haber un camino no muy lejos, en la costa izquierda -dijo Melanie estudiando el mapa topográfico.

– Si no recuerdo mal, hay un camino a lo largo de toda la orilla este del lago -repuso Kevin-. Comienza en el puente.

– Es verdad. Tiene que estar por aquí cerca, a la izquierda.

Kevin dirigió la canoa en esa dirección y buscó una abertura entre los juncos.

Por desgracia, no encontró ninguna.

– Creo que tendremos que abrirnos paso con el bote entre la vegetación -dijo.

– Desde luego -replicó Melanie-. Yo no pienso bajar hasta que no haya tierra firme.

Kevin indicó a Candace que dejara de remar y, con varias brazadas vigorosas, dirigió la canoa hacia el alto muro de juncos. Para sorpresa de todos, el bote se abrió paso fácilmente entre la vegetación, pese a los ruidos de raspaduras en el casco. Antes de lo que esperaban, toparon con la costa.

– Ha sido fácil -dijo. Miró a su espalda para observar el sendero que habían abierto en la vegetación, pero las cañas ya habían vuelto a su posición original.

– ¿Tengo que bajar? -preguntó Candace-. No veo el suelo. ¿Y si está lleno de bichos y serpientes?

– Abrete paso con el remo le indicó Kevin. En cuanto Candace saltó al suelo desde la popa, Kevin remó hacia la vegetación y consiguió acercar aún más la canoa a la orilla. Melanie bajó sin dificultad.

– ¿Qué hacemos con la comida? -preguntó Kevin.

– Dejémosla aquí -respondió Melanie-. Trae sólo la bolsa con el radiorreceptor direccional y la linterna. Yo ya tengo el localizador y el mapa.

Las mujeres esperaron a que Kevin saltara del bote y le indicaron que tomara la delantera. Con la bolsa de instrumentos en bandolera, Kevin echó a andar hacia el interior de la isla, apartando los juncos a su paso. El terreno era cenagoso y el barro se adhería a sus zapatos, pero unos tres metros más allá salieron a un campo de hierba.

– Esto parece un campo, pero en realidad es una ciénaga -protestó Melanie mirándose las zapatillas de tenis, que estaban empapadas y cubiertas de barro negro.

Kevin estudió el mapa para orientarse y por fin señaló a la derecha.

– El chip del bonobo número sesenta debería estar a menos de treinta metros de aquí, en dirección a esos árboles -dijo.

– Terminemos con esto de una vez -dijo Melanie. Tras observar el lamentable estado de sus flamantes zapatillas de tenis, hasta ella empezaba a cuestionarse su presencia allí. En Africa, nada resultaba sencillo.

Kevin echó a andar y las mujeres lo siguieron. Al principio, las irregularidades del terreno dificultaban la marcha. Aunque la hierba parecía uniforme, crecía en pequeños montículos rodeados de agua cenagosa.

Pero a unos quince metros de la orilla, el suelo se elevó y se volvió relativamente más seco. Unos instantes después, llegaron a un camino.

Para su sorpresa, la senda parecía trillada. Discurría paralela a la costa del lago.

– Siegfried debe de enviar más cuadrillas de obreros de los que creíamos -dijo Melanie-. Este camino se ha preservado muy bien.

– Tienes razón -convino Kevin-. Supongo que tienen que mantenerlos para facilitar la recogida de ejemplares. La selva es demasiado densa y avanza con rapidez. Es una suerte; el camino nos ayudará. Si no recuerdo mal, éste conduce al macizo de piedra caliza.

– Si vienen por aquí para mantener los caminos, es probable que Siegfried dijera la verdad -señaló Melanie-. Puede que los obreros hicieran fuego.

– Ojalá sea así -dijo Kevin.

– Huele mal -observó Candace, olfateando el aire-. En realidad, huele a podrido.

Sus amigos olfatearon el aire y asintieron.

– Mala señal -dijo Melanie.

Kevin hizo un gesto de asentimiento y se dirigió hacia los árboles. Unos minutos después, tapándose la nariz, los tres descubrieron el origen del repulsivo olor: los restos del bonobo número sesenta. Los insectos devoraban el cadáver del animal y era evidente que algunos depredadores más grandes habían participado en el festín.

Sin embargo, el estado del cadáver era menos pavoroso que la prueba de la causa de la muerte. La criatura había recibido un golpe entre los ojos con una piedra en forma de cuña que le había partido el cráneo por la mitad. La piedra seguía en su sitio. Los globos oculares, fuera de sus órbitas, miraban en direcciones opuestas.

– ¡Ay! -exclamó Melanie-. Es lo que temíamos. Esto sugiere que los bonobos no se han limitado a dividirse en dos grupos; también están matándose entre sí. Me pregunto si el número sesenta y siete también ha muerto.

Kevin dio un puntapié a la cuña de piedra, separándola de la cabeza semidescompuesta. Los tres la miraron.

– También temíamos ver esto -señaló él.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Candace.

– Ese trozo de roca tiene una forma artificial -explicó. Con la punta del zapato, señaló uno de los bordes de la piedra, que estaba mellado-. Al parecer, están fabricando herramientas.

– Más pruebas circunstanciales -dijo Melanie.

– Vamos hacia donde dé el viento antes de que vomite -dijo Kevin-. No puedo soportar este olor.

Se había alejado tres pasos en dirección este, cuando alguien lo cogió del brazo, obligándolo a detenerse. Se volvió y vio a Melanie con el dedo índice en los labios. La chica señaló al sur.

Kevin miró hacia allí y contuvo la respiración. A unos cincuenta metros, entre las sombras de la arboleda, había un bonobo. El animal estaba completamente erguido e inmóvil, como un soldado de la guardia de honor. Parecía mirarlos con la misma atención con que ellos lo miraban a él.

Kevin se sorprendió de su tamaño, pues el animal medía más de un metro y medio. También parecía excedido de peso; a juzgar por su musculoso torso, debía de pesar entre sesenta y cinco y setenta kilos.

– Es más alto que los bonobos que han llevado al hospital para los trasplantes -observó Candace-. O al menos me lo parece. Claro qué cuando yo tuve ocasión de verlos, estaban sedados y atados a una camilla.

– Chist -dijo Melanie-. No lo asustemos. Puede que no tengamos oportunidad de ver a ningún otro.

Con lentitud, Kevin se quitó la bolsa del hombro, sacó el radiorreceptor direccional y programó el sistema de búsqueda. Con un suave zumbido, el artefacto señaló en dirección al bonobo y luego emitió un pitido continuo. Miró la pantalla de cristal líquido y dio un respingo.

– ¿Qué pasa? -murmuró Melanie al ver su cambio de expresión.

– ¡Es el número uno! -respondió Kevin también en susurros-. Mi doble.

– Vaya, estoy celosa -dijo Melanie en voz baja-. A mí también me gustaría ver al mío.

– Ojalá pudiéramos ver mejor -terció Candace-. ¿Nos arriesgamos a acercarnos?

Kevin estaba impresionado por dos razones. En primer lugar, por la coincidencia de que el primer bonobo que habían encontrado fuera su doble. En segundo lugar, porque si involuntariamente había creado una raza de protohumanos, en un sentido metafórico, se estaba viendo a sí mismo seis millones de años antes.

– Esto es demasiado -dijo.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Melanie.

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