Robin Cook - Cromosoma 6
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Cuando se alejaron lo suficiente de Cogo, Melanie dio una palmada en el hombro a Kevin e hizo un movimiento circular con la mano. Kevin asintió y comenzó a girar la embarcación rumbo al sur.
Diez minutos después, Kevin inició un lento giro hacia el oeste. Estaban como mínimo a un kilómetro y medio de la costa, así que al pasar frente a Cogo era prácticamente imposible distinguir los edificios.
Finalmente salió el sol: una enorme bola de oro rojizo. Al principio, la bruma ecuatorial era tan densa que podían mirarlo directamente, sin necesidad de cubrirse los ojos. Pero el calor del sol comenzó a evaporar la niebla, que, a su vez intensificó rápidamente el resplandor. Melanie fue la primera en ponerse las gafas de sol, pero Candace y Kevin la imitaron de inmediato. Unos minutos después, todos empezaron a despojarse de algunas de las prendas que se habían puesto para protegerse del fresco de la madrugada.
A la izquierda apareció la fila de islas que bordeaban la costa ecuatoguineana. Kevin había girado hacia el norte para completar el amplio círculo alrededor de Cogo. Ahora movió el timón para dirigir la proa hacia la isla Francesca, que comenzaba a vislumbrarse a lo lejos.
Cuando los rayos solares terminaron de evaporar la niebla, una agradable brisa agitó el agua, y las olas enturbiaron la superficie, hasta entonces cristalina. Con el viento de frente, la piragua empezó a sacudirse, chocando contra las crestas y salpicando de tanto en tanto a los pasajeros.
La isla Francesca parecía diferente a las islas circundantes, diferencia que se hacía más notable a medida que se aproximaban. Además de ser considerablemente más grande, el macizo de piedra caliza le daba un aspecto mucho más recio.
Jirones de niebla pendían como nubes de los picos.
Una hora y cuarto después de la salida del muelle de Cogo, Kevin redujo la velocidad. A treinta metros de distancia se alzaba la densa costa del extremo sudoeste de la isla Francesca.
– Desde aquí tiene un aspecto amenazante -gritó Melanie por encima del ruido del motor.
Kevin hizo un gesto de asentimiento. La isla no era un lugar atractivo; no tenía playa y la costa parecía cubierta de densos mangles.
– ¡Tenemos que encontrar la desembocadura del río Deviso! -gritó Kevin.
Después de acercarse a una distancia prudencial de los mangles, giró el timón a estribor y comenzó a bordear la costa occidental. A sotavento, las olas desaparecieron. Kevin se puso en pie con la esperanza de detectar posibles obstáculos bajo la superficie, pero no pudo. El agua era de un impenetrable color de barro.
– ¿Qué te parece esa zona de juncos? -gritó Candace desde la proa, señalando un pantano que acababa de aparecer a la vista.
Kevin hizo un gesto de asentimiento, redujo aún más la velocidad y dirigió la embarcación hacia las cañas de casi dos metros de altura.
– ¿Ves algún obstáculo bajo el agua? Gritó a Candace.
La j oven negó con la cabeza y respondió:
– El agua está demasiado turbia.
Kevin volvió a girar la embarcación, de modo que una vez más avanzaron en línea con la costa. Los juncos eran densos, y ahora el pantano se extendía unos cien metros hacia el interior.
– Esta debe de ser la desembocadura del río -dijo Kevin-.
Espero que haya un canal; de lo contrario, estamos perdidos.
No podremos pasar entre esos juncos con la piragua.
Diez minutos más tarde, sin que hubieran encontrado una brecha entre los juncos, Kevin dio la vuelta con cuidado de no enredar el cable de remolque de la pequeña piragua.
– No quiero seguir en esta dirección -dijo-. El pantano se está estrechando y no hay señales de un canal. Además, tengo miedo de acercarme demasiado a la zona de estacionamiento y al puente.
– Está bien -convino Melanie-. ¿Por qué no vamos al otro lado de la isla, donde está la embocadura del río Deviso?
– Esa era mi idea -repuso Kevin.
Melanie levantó una mano. -¿Qué haces?
– Choca esos cinco, tonto -dijo ella.
Kevin le dio una palmada en la mano y rió.
Regresaron por el mismo camino y rodearon la isla en dirección al este. Kevin redujo ligeramente la velocidad. El viaje le había permitido observar la cara sur del espinazo montañoso de la isla. Desde aquel ángulo, no se veía piedra caliza. La isla parecía cubierta de selva virgen.
– Sólo veo pájaros -gritó Melanie por encima del ruido del motor.
Kevin asintió. El también había visto muchos íbises y al caudones.
El sol ya estaba bastante alto, y el techo de paja les resultó útil. Los tres se apretaron en la popa para aprovechar la sombra. Candace se puso un bronceador que Kevin había encontrado en su botiquín.
– ¿Crees que los bonobos de la isla serán tan asustadizos como los demás? -gritó Melanie.
Kevin se encogió de hombros.
– Ojalá lo supiera-respondió a gritos-. Si es así, será difícil ver alguno y nuestro esfuerzo habrá sido en vano.
– Pero éstos tuvieron contacto con seres humanos mientras estaban en el Centro de Animales -gritó Melanie-. Creo que si no nos aproximamos demasiado, tendremos ocasión de observarlos.
– ¿Los bonobos son tímidos en su hábitat natural? -preguntó Candace a Melanie.
– Mucho. Igual o más que los chimpancés. Es casi imposible ver a un chimpancé en su medio natural. Son extraordinariamente asustadizos, y su sentido del oído y del olfato está mucho más desarrollado que el nuestro, de modo que la gente no puede acercarse.
– ¿Todavía queda alguna zona en estado salvaje en Africa? -preguntó Candace.
– ¡Claro que sí! -respondió Melanie-. Desde la costa de Guinea Ecuatorial, y subiendo hacia el noroeste, hay enormes extensiones de bosques tropicales sin explorar. Y estamos hablando de un territorio de mil quinientos kilómetros cuadrados.
– ¿Cuánto tiempo seguirá así? -quiso saber Candace.
– Esa es otra historia -dijo Melanie.
– ¿Por qué no me pasas una bebida fresca? -pidió Kevin.
– Marchando -dijo ella y abrió la nevera de playa.
Veinte minutos después, Kevin redujo la velocidad y viró hacia el norte, alrededor del extremo oriental de la isla Francesca. El sol había subido aún más y el calor apretaba. Candace puso la nevera a babor para mantenerla a la sombra.
– Nos acercamos a otro pantano -dijo Candace.
– Ya lo veo -repuso él.
Una vez más, Kevin dirigió la embarcación hacia la costa.
El pantano tenía unas dimensiones similares al de la costa occidental y, nuevamente, la jungla se cerraba sobre él a unos cien metros de distancia.
Cuando estaba a punto de anunciar una nueva derrota, vio una abertura en el hasta entonces impenetrable muro de juncos. Viró en dirección a la abertura y redujo la velocidad.
Unos diez metros más allá, puso el motor en punto muerto y finalmente lo apagó.
El ruido del motor se ahogó y se detuvieron con una sacudida.
– ¡Jo! Me zumban los oídos -protestó Melanie.
– ¿Crees que es un canal? -preguntó Kevin a Candace, que había vuelto a la proa.
– No estoy segura.
Kevin levantó la parte posterior del motor y la inclinó hacia la borda. No quería que las hélices se enredaran con la vegetación subacuática.
La piragua se internó entre los juncos, pasó a duras penas entre los tallos y se detuvo. Kevin levantó el cable de remolque para evitar que la piragua chocara contra la popa.
– Parece muy sinuoso -dijo Candace. Sujetándose al techo de paja, se había subido a la borda para mirar por encima de los juncos.
Kevin arrancó una caña y la partió en trozos pequeños, que luego arrojó al agua. Los trozos se movieron lenta pero inexorablemente hacia delante.
– Parece que hay corriente -dijo-. Es buena señal. Hagamos la prueba con la piragua.
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