Harlan Coben - El Bosque

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Hace veinte años, en un campamento de verano, cuatro adolescentes se adentraron de noche en el bosque. Dos fueron hallados asesinados y a los otros dos no volvieron a verlos nunca más. Para cuatro familias la vida cambió para siempre. Dos décadas después, está a punto de cambiar otra vez. El luto de Paul Copeland, fiscal del condado de Essex, Nueva Jersey, por la muerte de su hermana apenas comienza a remitir. Cope, como le llaman todos, está ocupado ahora criando solo a su hija de seis años tras la muerte de su esposa, enferma de cáncer. Equilibrar la vida familiar y una carrera profesional en rápida ascensión como fiscal le distrae de sus antiguos traumas, pero sólo temporalmente.
Cuando encuentran a una víctima de homicidio con pruebas que le relacionan con Cope, los secretos tan bien enterrados de la familia del fiscal se ven amenazados. ¿Es esta víctima de homicidio uno de los campistas que desapareció con su hermana? ¿Podría estar viva su hermana? Cope debe enfrentarse a lo que dejó atrás aquel verano de hace veinte años: su primer amor, Lucy, su madre, que abandonó a la familia, y los secretos que sus padres rusos podrían haber ocultado incluso a sus propios hijos. Cope debe decidir qué es mejor seguir ocultando en las sombras y qué verdades pueden salir a la luz.

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– ¿Me siguen?

– No -dijo Muse.

– Estas muescas se forman cuando el cartílago se tensa. Cuando los huesos púbicos se separan.

Muse miró a Lowell, quien se encogió de hombros.

– ¿Y esto significa? -probó Muse.

– Esto significa que en algún momento de su vida, los huesos se separaron. Y esto significa, investigadora Muse, que su víctima dio a luz.

Capítulo 37

El tiempo no va más lento cuando te están apuntando con una pistola.

Muy al contrario, se acelera. Cuando Ira me apuntó, esperaba tener tiempo para reaccionar. Empecé a levantar las manos, una demostración primitiva de que era inofensivo. Mi boca empezó a abrirse para intentar convencerle de que me dejara, para decirle que cooperaría y haría lo que quisiera. El corazón se me aceleró, la respiración se detuvo y mis ojos sólo veían la pistola, nada más que la abertura del cañón, el enorme agujero negro que miraba hacia mí.

Pero no tuve tiempo para nada. No tuve tiempo de preguntar a Ira por qué. No tuve tiempo de preguntarle qué le había pasado a mi hermana, si estaba viva o muerta, cómo había escapado Gil del bosque aquella noche, si Wayne Steubens había participado o no. No tuve tiempo de decirle a Ira que tenía razón, que debía abandonar, que abandonaría y todos podríamos volver a nuestra vida.

No tuve tiempo de hacer nada de esto.

Porque Ira ya estaba apretando el gatillo.

Hace un año leí un libro titulado Blink de Malcolm Gladwell. No osaría simplificar sus argumentos, pero parte de lo que dice es que necesitamos confiar más en nuestro instinto, la parte animal de nuestro cerebro que automáticamente salta si un camión se le echa encima. También plantea la teoría de que realizamos juicios inmediatos, a veces aparentemente basados en pocas pruebas, lo que solemos llamar corazonadas, y que a menudo acertamos. Tal vez era esto lo que pasaba aquí. Tal vez algo en la postura de Ira o en la forma en que sostenía el arma o lo que sea me hizo pensar que no hablaría conmigo, que iba a disparar y que yo iba a morir.

Algo me hizo saltar inmediatamente.

Pero la bala me tocó de todos modos.

Él apuntaba al centro de mi pecho. La bala me dio en un lado, desgarrándome la cintura como una lanza ardiente. Me desplomé de lado e intenté rodar detrás de un árbol. Ira volvió a disparar. Esta vez no acertó. Seguí rodando.

Mi mano tropezó con una piedra. No pensé mucho. La recogí y la lancé en dirección a Ira, sin dejar de rodar. Fue un gesto lastimoso, producto de la desesperación, algo que haría un bebé tumbado boca abajo.

El lanzamiento no tenía ninguna fuerza. La piedra le dio, pero no creo que le afectara. Entonces me di cuenta de que éste había sido el plan de Ira desde el principio. Era por esto por lo que quería verme a solas. Era por esto por lo que me había llevado al bosque. Porque quería dispararme.

Ira, esa alma bendita, era un asesino.

Miré detrás de mí. Ira estaba demasiado cerca. Me pasó por la cabeza aquella escena de la película Los suegros, una comedia en la que dicen a Alan Arkin que esquive las balas corriendo en «serpentina». Esto no me serviría. El hombre sólo estaba a un par de metros. Tenía una pistola. Yo ya estaba herido, sentía que perdía sangre.

Iba a morir.

Estábamos bajando la colina, yo rodando e Ira intentando no caer, tratando de recuperar el equilibrio para dispararme otra vez. Sabía que lo haría. Sabía que sólo tenía un par de segundos.

Mi única posibilidad era cambiar de dirección.

Me agarré a la tierra y frené. Esto pilló desprevenido a Ira. Intentó frenar. Me agarré a un árbol con ambas manos y lancé las piernas contra él. Esto también fue lastimoso, como un mal gimnasta en el potro. Pero Ira estaba al alcance de mi golpe y estaba bastante desequilibrado. Le di con los pies en un lado del tobillo derecho. No fue un golpe fuerte, pero sí suficientemente fuerte.

Ira lanzó un grito y cayó al suelo.

«La pistola -pensaba yo-. Coge la pistola.»

Me arrastré hacia él. Yo era más grande. Yo era más joven. Estaba más en forma. Él era un anciano medio demente. Sin duda podía disparar un arma. Todavía tenía fuerza en los brazos y las piernas. Pero los años y el consumo de drogas habían ralentizado sus reflejos.

Me monté sobre él, buscando la pistola. Antes la tenía en la mano derecha. Busqué ese brazo. «Piensa en el brazo. Sólo el brazo.» Lo cogí con ambas manos, coloqué mi cuerpo sobre él, lo apreté y me incliné.

Pero la mano estaba vacía.

Había estado tan obsesionado con el brazo derecho que no vi llegar el izquierdo. Lo movió en un ancho arco. La pistola debió de caerse cuando él tropezó. Ahora la tenía en la mano izquierda, y la agarraba como una roca. Me golpeó la frente con la culata.

Fue como si un rayo me hubiera atravesado el cráneo. Sentí que el cerebro saltaba hacia la derecha, como si lo arrancaran de su sitio y empezara a traquetear. Mi cuerpo sufrió convulsiones.

Le solté.

Miré y vi que me estaba apuntando con la pistola.

– ¡Quieto, policía!

Reconocí la voz.

Era York.

El aire se detuvo y se desmenuzó. Moví la mirada de la pistola a los ojos de Ira. Estábamos muy cerca, la pistola apuntando directamente a mi cara. Y lo vi. Iba a disparar y matarme. No llegarían a tiempo. La policía estaba aquí. Estaba casi encima de él. Él tenía que saberlo. Pero iba a disparar de todos modos.

– ¡Papá! ¡No!

Era Lucy.

Ira oyó su voz y algo en sus ojos cambió.

– ¡Suelte el arma! ¡Ya! ¡Ahora!

Era York otra vez. Mis ojos seguían fijos en Ira. Ira mantuvo su mirada sobre mí.

– Tu hermana está muerta -dijo.

Después apartó la pistola, se la metió en la boca y apretó el gatillo.

Capítulo 38

Me desmayé.

Esto es lo que me dijeron. Pero conservo algún recuerdo borroso. Recuerdo que Ira cayó sobre mí, con la parte trasera de la cabeza destrozada. Recuerdo que Lucy gritó. Recuerdo que miré hacia arriba y vi el cielo azul, y vi pasar las nubes. Supongo que estaba boca arriba, en una camilla, y me llevaban a la ambulancia. Ahí se acababan mis recuerdos. Con el cielo azul. Con las nubes blancas.

Y entonces, cuando empezaba a sentirme casi en paz y en calma, recordé las palabras de Ira.

«Tu hermana está muerta…»

Sacudí la cabeza. No. Glenda Pérez había dicho que Camille había salido viva del bosque. Ira no lo sabía. No podía saberlo.

– ¿Señor Copeland?

Parpadeé antes de abrir los ojos. Estaba en la cama, en una habitación de hospital.

– Soy el doctor McFadden.

Paseé la mirada por la habitación. Vi a York detrás de él.

– Le dispararon en un costado. Le hemos cosido la herida. Se pondrá bien, pero le dolerá…

– ¿Doctor?

McFadden había utilizado su entonación más médica, y no se esperaba que yo le interrumpiera tan rápidamente. Frunció el ceño.

– ¿Sí?

– Estoy bien, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Podemos hablar de esto más tarde? Necesito hablar enseguida con ese policía.

York disimuló una sonrisa. Esperaba que el médico discutiera. Los médicos son aún más arrogantes que los abogados. Pero no se tomó la molestia. Se encogió de hombros y dijo:

– Por supuesto. Pida a la enfermera que me llame cuando haya terminado.

– Gracias, doctor.

Se fue sin decir más. York se acercó un poco a la cama.

– ¿Cómo supieron lo de Ira? -pregunté.

– Los técnicos de laboratorio descubrieron que las fibras que hallaron en el cadáver de… esto… -A York le falló la voz-. Bueno, no tenemos todavía una identificación positiva pero si quiere podemos llamarle Gil Pérez.

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