Sentí que mi mundo se hundía de golpe.
Esperanza. La esperanza me había calentado el corazón. Ahora había desplegado las garras y lo había estrujado. No podía respirar. Sacudí la cabeza pero Muse no dejó de asentir.
– Encontraron unos restos antiguos no muy lejos de donde se hallaron los otros dos cuerpos -dijo ella.
Sacudí la cabeza con más fuerza. Ahora no. Después de todo, no.
– Mujer, metro setenta, probablemente enterrada hace entre quince y trece años.
Seguí sacudiendo la cabeza. Muse paró, esperando que me recuperara. Intenté aclarar mis pensamientos, intenté no oír lo que me decía. Intenté bloquearlo, intenté rebobinar. Y entonces recordé algo.
– Espera, me has preguntado si Camille estaba embarazada. ¿Estás diciendo que este cadáver… que pueden asegurar que estaba embarazada?
– No sólo embarazada -dijo Muse-. Había dado a luz.
Me quedé paralizado. Intenté asumirlo. No pude. Una cosa era saber que estaba embarazada. Eso podía haber pasado. Podía haber abortado, por ejemplo, no lo sé. Pero que hubiera llevado el embarazo a término, que hubiera dado a luz un bebé, y que ahora estuviera muerta, después de todo…
– Descubre lo que sucedió, Muse.
– Lo descubriré.
– Y si hay un niño vivo…
– También lo encontraré.
– Tengo noticias.
Alekséi Kokorov seguía siendo un espécimen atroz, aunque impresionante. A finales de los ochenta, justo antes de que derribaran el Muro y su vida cambiara para siempre, Kokorov había sido ayudante de Sosh en Intourist. Tenía su gracia si te parabas a pensarlo. En su país eran agentes de élite del KGB. En 1974, estaban en el «Spetsgruppa A», el grupo especial que teóricamente era la unidad contraterrorista y de crimen, pero una mañana fría de Navidad de 1979, su unidad había tomado por asalto el Darulaman Palace en Kabul. No mucho después, a Sosh lo habían destinado a trabajar en Intourist y se había mudado a Nueva York. Kokorov, un hombre con el que Sosh no congeniaba especialmente, también se había ido. Ambos habían dejado atrás a sus familias. Así eran las cosas. Nueva York era seductor. Un destino sólo permitido a los soviéticos más leales. Pero incluso éstos necesitaban ser vigilados por un colega con el que no congeniaran demasiado o con el que no tuvieran amistad. Incluso los más leales necesitaban que se les recordara que tenían seres amados en casa que podían sufrir por su culpa.
– Adelante -dijo Sosh.
Kokorov era un borracho. Siempre lo había sido, pero en su juventud esto casi era una ventaja para él. Era fuerte y listo, y beber le volvía especialmente perverso. Obedecía como un perro. Pero los años le habían pasado factura. Sus hijos eran mayores y no le necesitaban. Su esposa le había dejado hacía años. Era patético, pero es que él representaba el pasado. Sosh y él no se caían bien, pero el vínculo existía de todos modos. Kokorov había acabado siendo leal a Sosh y Sosh le tenía en nómina.
– Han encontrado un cadáver en aquel bosque -anunció Kokorov.
Sosh cerró los ojos. No se esperaba esto y, sin embargo, no estaba totalmente sorprendido. Pável Copeland quería desenterrar el pasado. Sosh tenía la esperanza de impedírselo. Hay cosas que es mejor que un hombre no sepa. Gavrel y Aline, sus hermanos, estaban enterrados en una fosa común. Sin lápidas ni dignidad. Esto no le había importado nunca a Sosh. Polvo al polvo, y todo ese rollo. Pero a veces pensaba en ello. A veces se preguntaba si Gavrel se levantaría un día acusando con un dedo a su hermano pequeño, el que le había robado un pedazo de pan hacía más de sesenta años. Fue sólo un mordisco, Sosh lo sabía. No habría cambiado nada. Aun así Sosh seguía pensando en lo que había hecho, en ese pedacito de pan, todos los días de su vida.
¿De eso se trataba ahora? ¿De los muertos buscando venganza?
– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó Sosh.
– Desde la visita de Pável, he estado comprobando las noticias locales -respondió Kokorov-. En internet. Han informado de ello.
Sosh sonrió. Dos viejos gángsteres del KGB utilizando el internet norteamericano para recoger información; tenía gracia.
– ¿Qué debemos hacer? -preguntó Kokorov.
– ¿Hacer?
– Sí. ¿Qué debemos hacer?
– Nada, Alekséi. Fue hace mucho tiempo.
– El asesinato no prescribe en este país. Investigarán.
– ¿Y qué descubrirán?
Kokorov no dijo nada.
– Ha terminado. Ya no tenemos agencia ni país que proteger.
Silencio. Alekséi se frotó la barbilla y miró hacia otro lado.
– ¿Qué?
– ¿Echas de menos aquella época, Sosh? -preguntó Alekséi.
– Echo de menos mi juventud -dijo-. Nada más.
– La gente nos temía -dijo Kokorov-. Temblaban al vernos pasar.
– ¿Y eso era bueno, Alekséi?
Su sonrisa era horrible, con unos dientes demasiado pequeños para su boca, como la de los roedores.
– No finjas. Teníamos poder. Éramos dioses.
– No, Alekséi, éramos matones. No éramos dioses, éramos los esbirros que hacían el trabajo sucio de los dioses. Ellos tenían el poder. Nosotros teníamos miedo y por eso hacíamos que los demás tuvieran más miedo aún que nosotros. Nos hacía sentir grandes aterrorizar a los débiles.
Alekséi hizo un gesto despreciativo en dirección a Sosh.
– Te estás haciendo mayor.
– Los dos nos hacemos mayores.
– No me gusta revivir este asunto.
– Tampoco te gustó que Pável volviera. Es porque te recuerda a su abuelo, ¿no?
– No.
– El hombre que arrestaste. El viejo y su esposa.
– ¿Te creías mejor, Sosh?
– No. Sé que no lo era.
– No fue mi decisión. Ya lo sabes. Les denunciaron y actuamos.
– Exactamente -dijo Sosh-. Los dioses te ordenaron hacerlo. Y lo hiciste. ¿Todavía te sientes un gran hombre?
– No fue así.
– Fue exactamente así.
– Tú habrías hecho lo mismo.
– Sí, lo habría hecho.
– Contribuíamos a una causa mayor.
– ¿De verdad te creías eso, Alekséi?
– Sí. Todavía lo creo. Aún no estoy seguro de que nos equivocáramos tanto. Cuando veo los peligros que ha traído la libertad, no estoy tan seguro.
– No -dijo Sosh-. Éramos gángsteres.
Silencio.
– ¿Y ahora qué? -insistió Kokorov-. ¿Ahora que han encontrado el cadáver?
– Puede que nada. Puede que muera más gente. O puede que Pável Copeland tenga por fin la oportunidad de enfrentarse a su pasado.
– ¿No le dijiste que no debía hacerlo, que debía dejar enterrado el pasado?
– Sí -dijo Sosh-. Pero no me escuchó. ¿Quién sabe cuál de los dos tendrá razón?
Entró el doctor McFadden y me dijo que había tenido suerte, que la bala me había atravesado el costado sin dañar ningún órgano interno. Siempre me llevo las manos a la cabeza cuando el héroe recibe un disparo y después sigue con su vida como si nada hubiera pasado. Pero la verdad es que hay un montón de heridas que se curan sin más. Estar sentado en aquella cama no iba a hacerme más bien que descansar en casa.
– Me preocupa más el golpe de la cabeza -dijo.
– Pero ¿puedo ir a casa?
– Duerma un poco primero, ¿entendido? Veamos cómo se siente al despertarse. Creo que debería quedarse esta noche.
Quería discutir, pero lo cierto era que no ganaba nada yéndome a casa. Estaba dolorido, mareado y sufría. Probablemente tenía muy mal aspecto y asustaría a Cara si me presentaba así.
Habían encontrado un cadáver en el bosque. Todavía no lograba concentrarme lo suficiente para pensar en esto.
Muse me había mandado la autopsia preliminar al hospital. Todavía no sabían mucho, pero era difícil creer que no se tratara mi hermana. Lowell y Muse habían realizado una investigación a conciencia de mujeres desaparecidas de la zona, por si había alguna otra que pudiera coincidir con la descripción. La búsqueda no había dado frutos; la única concordancia preliminar con los registros informáticos de desaparecidos era mi hermana.
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