Harlan Coben - El Bosque

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Hace veinte años, en un campamento de verano, cuatro adolescentes se adentraron de noche en el bosque. Dos fueron hallados asesinados y a los otros dos no volvieron a verlos nunca más. Para cuatro familias la vida cambió para siempre. Dos décadas después, está a punto de cambiar otra vez. El luto de Paul Copeland, fiscal del condado de Essex, Nueva Jersey, por la muerte de su hermana apenas comienza a remitir. Cope, como le llaman todos, está ocupado ahora criando solo a su hija de seis años tras la muerte de su esposa, enferma de cáncer. Equilibrar la vida familiar y una carrera profesional en rápida ascensión como fiscal le distrae de sus antiguos traumas, pero sólo temporalmente.
Cuando encuentran a una víctima de homicidio con pruebas que le relacionan con Cope, los secretos tan bien enterrados de la familia del fiscal se ven amenazados. ¿Es esta víctima de homicidio uno de los campistas que desapareció con su hermana? ¿Podría estar viva su hermana? Cope debe enfrentarse a lo que dejó atrás aquel verano de hace veinte años: su primer amor, Lucy, su madre, que abandonó a la familia, y los secretos que sus padres rusos podrían haber ocultado incluso a sus propios hijos. Cope debe decidir qué es mejor seguir ocultando en las sombras y qué verdades pueden salir a la luz.

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– ¿No era el dueño del campamento?

– Sí.

– ¿Me estás diciendo que al fin y al cabo Copeland tenía razón?

– Tengo la dirección de Ira Silverstein -dijo Dillon-. Una especie de centro de rehabilitación.

– ¿A qué esperas, pues? -dijo York-. Vamonos pitando.

Capítulo 35

Cuando Lucy subió al coche, apreté enseguida el botón del reproductor de CD. «Back in Your Arms» de Bruce empezó a sonar. Ella sonrió.

– ¿Ya lo has descargado?

– Sí.

– ¿Te gusta?

– Mucho. He añadido algunas canciones más. Una grabación pirata de uno de los conciertos en solitario de Springsteen. «Drive All Night.»

– Esa canción siempre me hace llorar.

– Todas las canciones te hacen llorar -dije.

– «Super Freak» de Rick James, no.

– Me doy por corregido.

– Ni «Promiscuous». Esa tampoco me hace llorar.

– ¿Ni siquiera cuando Nelly canta Is your game MVP like Steve Nash?

– Ay, qué bien me conoces.

Sonreí.

– Pareces tranquilo para ser alguien que acaba de saber que su difunta hermana podría estar viva.

– Compartimentar.

– ¿Eso es una palabra?

– Es lo que hago. Pongo las cosas en cajas diferentes. Así soporto esta locura. Me limito a ponerla en otro sitio un rato.

– Compartimentar -repitió Lucy.

– Exactamente.

– Los psicólogos disponemos de otra palabra para compartimentar -dijo Lucy-. Lo llamamos «Negación a lo grande».

– Llámalo como quieras. Algo se está moviendo, Luce. Encontraremos a Camille. Estará bien.

– Los psicólogos también tenemos una palabra para esto. Lo llamamos «Pensamiento iluso o incluso engañoso».

Conduje un rato más.

– ¿Qué puede ser lo que tu padre ha recordado? -pregunté.

– No lo sé. Pero sabemos que Gil Pérez le visitó. Creo que esa visita removió algo en la cabeza de Ira. No sé qué. Puede que no sea nada. No está bien. Puede ser algo que se ha imaginado o que se ha inventado.

Aparcamos en una plaza cerca del Volkswagen Escarabajo de Ira. Fue curioso ver aquel viejo coche. Debería haberme hecho volver al pasado. Solía pasearse con él por el campamento. Sacaba la cabeza por la ventanilla y sonreía y realizaba pequeñas entregas. Dejaba que los campistas lo decoraran y fingía que participaba en un desfile. Pero ahora el viejo Volkswagen no despertó ninguna emoción en mí.

Mi compartimentación se estaba resquebrajando. Porque tenía esperanza.

Tenía la esperanza de encontrar a mi hermana. Tenía la esperanza de estar conectando con una mujer por primera vez desde la muerte de Jane, de poder volver a sentir el latido de un corazón junto al mío.

Intenté avisarme a mí mismo. Intenté recordar que la esperanza era la más cruel de todas las damas, que puede estrujarte el corazón como una taza de poliestireno. Pero ahora mismo no quería pensarlo. Quería la esperanza. Quería aferrarme a ella y dejar que me hiciera sentir ligero por un rato.

Miré a Lucy. Ella sonrió y sentí que algo se me desgarraba en el pecho. Hacía tanto tiempo que no me sentía así, que no notaba aquella sensación de embriaguez. Entonces me sorprendí a mí mismo. Le cogí la cara con ambas manos y la acerqué a la mía. Su sonrisa desapareció. Sus ojos buscaron los míos. Alcé su mentón hacia arriba y la besé tan suavemente que casi me dolió. Sentí un sobresalto. Oí que jadeaba. Me devolvió el beso.

Me sentía felizmente hecho trizas por ella.

Lucy bajó la cabeza hacia mi pecho. Oí que sollozaba bajito. La solté. Le acaricié el pelo y luché contra la sensación de descontrol. No sé cuánto rato estuvimos así. Puede que fueran cinco minutos, puede que fueran quince. La verdad es que no lo sé.

– Será mejor que entres -dijo.

– ¿Te quedarás aquí?

– Ira lo dejó claro. Tú solo. Pondré en marcha su coche, para que la batería no se descargue.

No volví a besarla. Bajé del coche y subí por el camino. El paisaje circundante era pacífico y verde. Me pareció que la mansión era de ladrillo y estilo georgiano, casi perfectamente rectangular, con columnas blancas en la parte frontal. Me recordó una fraternidad a gran escala.

Había una mujer en recepción. Le di mi nombre. Me pidió que firmara el libro de visitas. Lo hice. Realizó una llamada y habló en un susurro. Esperé, escuchando la versión hilo musical de algo de Neil Sedaka, que era un poco como escuchar una versión hilo musical del hilo musical.

Por el pasillo se acercó una pelirroja con ropa de calle. Llevaba una falda y las gafas colgando del cuello. Parecía una enfermera intentando no parecer una enfermera.

– Soy Rebecca -dijo.

– Paul Copeland.

– Le acompañaré a ver al señor Silverstein.

– Gracias.

Esperaba que siguiéramos por el pasillo, pero me llevó a la parte de atrás y después fuera. Los jardines estaban bien cuidados. Era un poco temprano para encender las luces, pero ya estaban encendidas. Una hilera de densos setos rodeaba el recinto a modo de perros guardianes.

Localicé enseguida a Ira Silverstein.

Había cambiado y al mismo tiempo no había cambiado nada. Hay gente así. Se hacen mayores, los cabellos se les vuelven grises, se ensanchan, se encogen, pero siguen siendo igual que antes. Esto era lo que sucedía en el caso de Ira.

– ¿Ira?

En el campamento nadie utilizaba apellidos. Los adultos eran tía o tío, pero ya no me veía llamándole tío Ira.

Ira llevaba un poncho que yo había visto por última vez en un documental de Woodstock. Calzaba sandalias. Se levantó con lentitud y me abrazó. El campamento también era así. Todo el mundo se abrazaba. Todos se amaban. Todo era muy kumbayá . Me fundí en su abrazo. Me apretó con todas sus fuerzas. Sentía su barba en mi mejilla.

Me soltó y dijo a Rebecca:

– Déjanos solos.

Rebecca se volvió. Ira me guió hasta un banco de cemento y madera verde del parque. Nos sentamos.

– Estás igual, Cope -dijo.

Se acordaba de mi apodo.

– Lo mismo que tú.

– Los malos años deberían notarse más en nuestros rostros, ¿no?

– Supongo que sí, Ira.

– ¿A qué te dedicas ahora?

– Soy el fiscal del condado.

– ¿En serio?

– Sí.

Frunció el ceño.

– Una institución muy seria.

El Ira de siempre.

– No proceso activistas antiguerra -dije para tranquilizarlo-. Me dedico a los asesinos y los violadores. Esa clase de gente.

Entornó los ojos.

– ¿Por eso has venido?

– ¿Cómo?

– ¿Intentas encontrar asesinos y violadores?

No sabía qué pensar de eso, así que le seguí la corriente.

– Bueno, en cierto modo, así es. Intento averiguar qué pasó aquella noche en el bosque.

Ira cerró los ojos.

– Lucy me ha dicho que querías verme -dije.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Quiero saber por qué has vuelto.

– No me había ido a ninguna parte.

– Le rompiste el corazón a Lucy.

– Le escribí. Intenté llamarla. Ella no me contestó.

– Aun así. Sufrió mucho.

– No era mi intención que sufriera.

– ¿Y ahora por qué has vuelto?

– Quiero averiguar qué le pasó a mi hermana.

– La asesinaron. Como a los demás.

– No, a ella no.

No dijo nada. Decidí insistir un poco.

– Tú ya lo sabes, Ira. Gil Pérez vino a verte, ¿no?

Ira apretó los labios.

– Seco.

– ¿Qué?

– Estoy seco. Tenía un amigo de Cairns. Está en Australia. El tipo más enrollado que he conocido. Siempre decía «Un hombre no es un camello». Era su forma de pedir una copa.

Ira sonrió.

– No creo que te den una copa aquí, Ira.

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