– En fin, mi investigadora compró todas las películas calificadas XXX encargadas por HotFlixxx para la fraternidad en los últimos seis meses, incluida Fantaseando con su aparato . Quiero mostrarles una escena que creo que es relevante.
Todo se detuvo. Todos los ojos se volvieron hacia la tarima del juez. Arnold Pierce se lo tomó con calma. Se frotó la barbilla. Yo contuve la respiración. No se oía una mosca. Todos se echaron un poco hacia delante. Pierce se frotó un poco más la barbilla. Me habría gustado arrancarle la respuesta. Entonces, asintió simplemente y dijo:
– Adelante. Lo permitiré.
– ¡Espere!
Mort Pubin protestó, hizo lo que pudo, lo intentó todo. Flair Hickory se unió a él. Pero era una pérdida de tiempo. Finalmente cerraron las cortinas de la sala para que no hubiera reflejos. Y entonces, sin explicación de lo que iban a ver, apretó la tecla Play.
El escenario era un dormitorio común y corriente con lo que parecía una cama de gran tamaño. Tres participantes. La escena empezaba con muy pocos preliminares. Comenzó un duro ménage a trois. Había dos hombres y una chica. Los dos hombres eran blancos. La chica era negra. Los hombres blancos la manipulaban como si fuera un juguete. Se burlaban y se reían y hablaban entre ellos todo el tiempo:
«Dale la vuelta, Cal… Sí, Jim, así… Pégale, Cal…»
Observé más la reacción del jurado que la pantalla. Un juego de niños. Mi hija y mi sobrina jugaban a Dora la exploradora. Jenrette y Marantz, por horrible que fuera, habían jugado a interpretar una escena de una película pornográfica. La sala estaba silenciosa como una tumba. Vi que las caras del público se demudaban, incluso las de Jenrette y Marantz, cuando la chica negra de la película gritaba, mientras los dos hombres blancos usaban sus nombres y reían con crueldad.
«Dóblala, Jim… Uau, Cal, a la muy puta le encanta… Tíratela, Jim, sí, más fuerte…»
Así. Cal y Jim. Una y otra vez. Sus voces eran crueles, horribles, un infierno desatado. Miré al fondo de la sala y encontré a Chamique Johnson. Estaba sentada muy erguida, con la cabeza alta.
«Yuhu, Jim… Ahora me toca a mí…»
Chamique me miró y asintió. Yo le devolví el saludo. Tenía lágrimas en las mejillas.
No estoy del todo seguro, pero creo que también había lágrimas en las mías.
Flair Hickory y Mort Pubin obtuvieron un receso de media hora. Cuando el juez se levantó para marcharse, la sala explotó. Yo volví a mi oficina y me negué a hacer comentarios. Muse me siguió. Era pequeñita pero se comportaba como si fuera mi agente del servicio secreto.
Cuando cerramos la puerta del despacho, me ofreció la palma de la mano.
– ¡Choca esos cinco!
Me limité a mirarla y bajó la mano.
– Se ha acabado, Cope.
– Todavía no -dije.
– Dentro de media hora.
Asentí.
– Se habrá acabado, pero ahora mismo tenemos trabajo.
Me acerqué a la mesa de reuniones. El mensaje de Lucy seguía allí. Había logrado poner en práctica la compartimentación cerebral durante mi interrogatorio de Flynn. Había mantenido alejada a Lucy. Pero ahora, por mucho que quisiera dedicar unos minutos a regodearme en el triunfo del momento, el mensaje ya me estaba reclamando.
Muse me vio mirar la nota.
– Una amiga de hace veinte años -dijo Muse-. Es cuando tuvo lugar el incidente en el campamento PACE.
La miré.
– Está relacionado, ¿no?
– No lo sé -dije-. Pero es probable.
– ¿Cómo se apellida?
– Silverstein. Lucy Silverstein.
– Ya -dijo Muse, sentándose con los brazos cruzados-. Es lo que me figuraba.
– ¿Cómo te lo has figurado?
– Vamos, Cope. Ya me conoces.
– ¿Quieres decir que sé que eres más fisgona de lo que te conviene?
– Lo cual forma parte de mi atractivo.
– Ser fisgona y tu gusto para los zapatos, ya. ¿Cuándo me investigaste, si se puede saber?
– En cuanto supe que ibas a ocupar el cargo de fiscal del condado.
No me sorprendió.
– Oh, y también le eché un vistazo al caso antes de decirte que quería ayudar.
Volví a mirar el mensaje.
– Era tu novia -dijo Muse.
– Un romance de verano -dije-. Éramos niños.
– ¿Cuándo fue la última vez que supiste de ella?
– Fue hace mucho tiempo.
Nos quedamos un rato en silencio. Oía el revuelo al otro lado de la puerta. Lo ignoré. Lo mismo que Muse. Ninguno de los dos dijo nada. Nos quedamos mirando el mensaje sobre la mesa.
Finalmente Muse se puso de pie.
– Tengo cosas que hacer.
– Ve -dije.
– ¿Te las arreglarás para volver a la sala sin mí?
– Lo conseguiré -dije.
Cuando Muse llegó a la puerta, se volvió a mirarme.
– ¿La vas a llamar?
– Más tarde.
– ¿Quieres que la investigue? A ver qué encuentro.
Lo pensé.
– Todavía no.
– ¿Por qué no?
– Porque un día fue muy importante para mí, Muse. No me parece bien que fisgues en su vida.
Muse levantó las manos.
– Vale, vale, no te enfades conmigo. No me refería a arrastrarla hasta aquí esposada. Sólo quería efectuar una investigación rutinaria preliminar.
– No lo hagas, ¿vale? Al menos por ahora.
– Entonces me pondré con lo de tu visita a Wayne Steubens en prisión.
– Gracias.
– Lo de Cal y Jim… no dejarás que se eche a perder, ¿verdad?
– Jamás.
Mi única preocupación era que la defensa argumentara que Chamique Johnson también había visto la película y se había inventado su historia basándose en ella, o que se había engañado hasta el punto de creer que era real. Sin embargo, tenía varios factores a mi favor. Uno, era fácil demostrar que la película no se había pasado en la pantalla grande del televisor de la sala común de la fraternidad. Muchos testigos lo corroborarían. Segundo, había demostrado con Jerry Flynn y con las fotografías tomadas por la policía que Marantz y Jenrette no tenían televisor en su habitación, de modo que ella no podía haberla visto allí.
De todos modos era la única dirección que podía imaginar que tomaría la defensa. Un DVD podía verse en un ordenador. No era muy consistente, claro, pero no quería dejar nada librado al azar. Jerry Flynn era lo que yo llamo un testigo «corrida». En una corrida, el toro sale y un puñado de tipos, que no son el matador, le agitan la capa. El toro carga hasta que se agota. Luego los picadores a caballo salen con lanzas largas y se las clavan en una glándula de detrás del músculo del cuello, haciendo brotar la sangre e hinchando el cuello de modo que el toro ya no puede volver bien la cabeza. Entonces salen otros tipos con banderillas, o dagas alegremente decoradas, y las clavan en los costados del toro, cerca del lomo. Más sangre. El toro ya está medio muerto.
Y al final, el matador entra y termina el trabajo con una espada.
Ése era ahora mi trabajo. Había agotado a mi testigo, le había clavado una lanza en el cuello y le había pinchado con dardos de colores vivos. Había llegado el momento de sacar la espada.
Flair Hickory hizo todo lo que estaba en sus manos para impedirlo. Pidió un receso, argumentando que no habíamos presentado antes la película y que no era justo, y que ellos deberían haberla tenido enseguida, bla, bla, bla. Contraargumenté. La película había estado en poder de sus clientes, al fin y al cabo. No habíamos encontrado ninguna copia hasta anoche. El testigo había confirmado que la habían visto en la fraternidad. Si el señor Hickory quería demostrar que sus clientes no la habían visto, podía hacerles subir al estrado.
Flair se demoró discutiendo. Se entretuvo, pidió varios apartes con el juez, que le fueron concedidos, intentó con cierto éxito dar la oportunidad a Jerry Flynn de recuperarse.
Читать дальше