– Exacto. ¿Harás palomitas?
Me arrodillé para estar a su nivel y le puse una mano en cada hombro.
– Cariño, papá tiene que salir esta noche -dije.
Ninguna reacción.
– Lo siento, cielo.
Esperé las lágrimas.
– ¿Puede verla Estelle conmigo?
– Claro, hija.
– ¿Y puede hacer palomitas?
– Por supuesto.
– ¡Bien!
Yo me esperaba un ataque de mal humor, pero nada.
Cara se marchó y yo miré a Bob. Él me miró como diciendo: «Niños, ¿qué se le va a hacer?».
– Por dentro -dije, señalando a mi hija-. Por dentro está destrozada.
Bob se rió y en ese momento sonó mi móvil. La pantalla sólo decía NUEVA JERSEY, pero reconocí el número y me sobresalté un poco. Descolgué y dije:
– Diga.
– Muy bonito lo de hoy, estrella del día.
– Señor gobernador -dije.
– No es correcto.
– ¿Disculpa?
– Lo de señor gobernador. A un presidente de Estados Unidos puedes dirigirte correctamente como señor presidente, pero a los gobernadores se les llama simplemente gobernador o por su apellido, por ejemplo, gobernador Semental o gobernador Imán para las Chicas.
– Ah, ¿qué tal gobernador Compulsivo Anal? -intervine.
– Ahí está.
Sonreí. Durante mi primer año en Rutgers, conocí a Dave Markie (ahora gobernador) en una fiesta. Me intimidó. Yo era hijo de inmigrantes. Su padre era senador de Estados Unidos. Pero eso es lo bonito de la universidad. Se hacen extrañas alianzas. Acabamos siendo amigos íntimos.
Los adversarios de Dave no olvidaron airear esta amistad cuando me nombró para mi actual puesto de fiscal del condado de Essex. El gobernador se encogió de hombros y siguió adelante. Yo ya había conseguido buena prensa y a riesgo de preocuparme por lo que no debería preocuparme, el día de hoy podía haber contribuido a mis posibilidades de llegar a obtener un escaño en el Congreso.
– Bueno, menudo día, ¿eh? Bien, bien, Cope, Cope, no hay quien lo pare. ¿Es tu cumpleaños, Cope?
– ¿Intentas atraer votantes aficionados al hip-hop?
– Intento entender a mi hija adolescente. En fin, felicidades.
– Gracias.
– De todos modos sigo sin hacer comentarios de este caso.
– No te había oído decir «sin comentarios» en la vida.
– Por supuesto que sí, pero de formas creativas: creo en nuestro sistema judicial, todos los ciudadanos son inocentes hasta que se demuestra su culpabilidad, las ruedas de la justicia girarán, no soy juez y jurado, debemos esperar a conocer todos los hechos.
– Estereotipos para no comentar.
– Estereotipos de sin comentarios y de todos los comentarios -corrigió-. Bueno, ¿cómo va todo, Cope?
– Bien.
– ¿Sales con alguien?
– A veces.
– Tío, eres soltero. Eres guapo. Tienes dinero en la cuenta. ¿Ves adónde quiero ir a parar?
– Eres sutil, Dave, pero creo que te sigo.
Dave Markie siempre había sido un mujeriego. Físicamente no estaba mal, pero lo que sí tenía era un don para ligar que podía cualificarse tirando por lo bajo como irresistible. Tenía esa clase de carisma que hacía que todas las mujeres se sintieran como si fueran la persona más hermosa y fascinante del mundo. Era todo una comedia. Sólo quería llevarlas a la cama. Ni más ni menos. Aun así, jamás he conocido a nadie mejor ligando.
Por supuesto ahora Dave estaba casado y tenía dos niños bien educados, pero no me cabía ninguna duda de que seguía teniendo sus ligues. Algunos hombres no pueden evitarlo. Es instintivo y primitivo. La idea de que Dave Markie no le tirara los trastos a una mujer era sencillamente un anatema.
– Buenas noticias -dijo-. Voy a pasar por Newark.
– ¿Para qué?
– Newark es la ciudad más grande de mi estado, por si no lo sabías, y yo valoro a todos mis electores.
– Ya.
– Y tengo ganas de verte. Hace mucho que no nos vemos.
– Estoy bastante ocupado con este caso.
– ¿No puedes sacar tiempo para tu gobernador?
– ¿Qué pasa, Dave?
– Se trata de lo que hemos mencionado antes. Mi posible candidatura al Congreso.
– ¿Buenas noticias? -pregunté.
– No.
Silencio.
– Creo que tenemos un problema -añadió.
– ¿Qué problema?
Su voz recuperó la jovialidad.
– Puede que no sea nada, Cope. Ya hablaremos. Quedamos en tu despacho, a mediodía, ¿vale?
– De acuerdo.
– Compra bocadillos de aquel local de Brandford.
– Hobby's.
– Ése. Los de pechuga de pavo con pan de centeno casero. Cómprate uno para ti también. Hasta luego.
El edificio del despacho de Lucy Gold era un engendro en medio de un patio más bien hermoso, una estructura «mod» de los setenta que supuestamente debía parecer futurista, pero la verdad es que a los tres años de terminar su construcción ya había pasado de moda. El resto de los edificios del patio eran de elegante ladrillo pero bastante faltos de hiedra. Aparqué en el estacionamiento del rincón suroeste. Incliné el retrovisor y entonces, parafraseando a Springsteen, miré mi cara en el espejo y quise cambiarme de ropa, de cabello y de cara.
Bajé del coche y caminé por el parque. Me crucé con docenas de estudiantes. Las chicas eran mucho más guapas de lo que recordaba, pero eso seguramente se debía a mi edad. Los saludé con la cabeza al pasar. No me devolvieron el saludo. Cuando yo iba a la universidad había un tipo en mi clase que tenía treinta y ocho años. Había sido militar y no había llegado a licenciarse. Recuerdo cómo cantaba en el campus sólo por ser más mayor. Ésa era mi edad ahora. Difícil de creer que yo pudiera tener la misma edad que aquel carcamal.
Seguí con pensamientos tan poco elevados porque me ayudaban a ignorar adonde me dirigía. Llevaba una camisa blanca por fuera, vaqueros y una americana azul. Zapatos Ferragamo sin calcetines. La personificación del «Casual Chic».
Cuando me acerqué al edificio, sentí que el cuerpo me temblaba. Me enfadé conmigo mismo. Era un hombre hecho y derecho. Había estado casado. Era padre y era viudo. Llevaba sin ver a aquella mujer más de la mitad de mi vida.
¿Cuándo somos demasiado mayores para esto?
Busqué en el directorio, a pesar de que Lucy ya me había dicho que su despacho estaba en el tercer piso, puerta B. Profesora Lucille Gold. Tres-B. Apreté con esfuerzo el botón correcto del ascensor. Giré a la izquierda cuando salí al tercer piso, aunque la señal de «A-E» tenía una flecha apuntando a la derecha.
Encontré su puerta. En ella había una hoja con sus horas de visita. Casi todas estaban ocupadas. También había un horario de las clases y notas sobre cuándo debían presentarse los trabajos. Casi respiré sobre mi mano y la olí, pero ya me había tomado una pastilla de menta.
Llamé con dos golpes secos de los nudillos. Con seguridad, pensé. Virilmente.
Por Dios, qué lastimoso.
– Adelante.
Su voz me produjo un vuelco en el estómago. Abrí la puerta y entré en la habitación. Ella estaba de pie junto a la ventana. Todavía había sol y una sombra le cruzaba la cara. Seguía siendo muy hermosa. Encajé el golpe y me quedé quieto. Así nos quedamos un rato, a cuatro metros y medio de distancia, sin movernos.
– ¿Qué tal la iluminación? -dijo.
– ¿Perdona?
– He estado pensando dónde debía situarme. Cuando llamaras, ¿sabes? No sabía si abrirte la puerta. No, demasiado cerca para empezar. ¿Quedarme sentada a la mesa con un lápiz en la mano? ¿Mirarte por encima de las gafas de leer? En fin, un amigo me ha ayudado a probar todos los ángulos. Él creía que éste era el mejor, al otro lado de la habitación con la persiana medio bajada.
Sonreí.
– Estás guapísima.
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