– No le dediques demasiado tiempo.
– No lo haré.
Miré la hora. Veinte minutos.
– Debería irme -dijo Muse.
– Sí.
Se levantó
– Ah, otra cosa.
– ¿Qué?
– ¿Quieres ver una foto de ella?
Levanté la cabeza.
– La Universidad de Reston tiene páginas de los docentes. Hay fotos de todos los profesores. -Me alargó una hoja de papel-. La dirección está aquí.
No esperó mi respuesta. Dejó la dirección sobre la mesa y me dejó solo.
Tenía veinte minutos. ¿Por qué no?
Rescaté la página de inicio. Utilizo una de Yahoo que te permite elegir al detalle su contenido. Tenía noticias, mis equipos de deporte, mis dos tiras cómicas preferidas -Doonesbury y Fox Trot- y cosas así. Introduje la página web de la Universidad de Reston que me había dado Muse.
Y allí estaba.
No era la mejor fotografía de Lucy. Su sonrisa era tensa, su expresión, triste. Había posado para la foto, pero se notaba que no le apetecía. Los cabellos rubios habían desaparecido. Sé que eso sucede con la edad, pero tenía la sensación de que en este caso era intencionado. El color no le sentaba bien. Era más mayor, claro, pero tal como había previsto, la edad le favorecía. Su cara era más delgada. Los altos pómulos eran más pronunciados.
Y seguía siendo preciosa.
Mirando su rostro, algo largamente dormido se despertó y empezó a estrujarme las entrañas. No me convenía eso en este momento. Ya tenía bastantes complicaciones en mi vida. No me convenía que resucitaran viejos sentimientos. Leí su breve biografía, y no me enteré de nada nuevo. Actualmente los estudiantes puntúan las clases y a los profesores. Esa información puede encontrarse en línea. La busqué. Lucy era muy querida por sus alumnos. Su puntuación era increíble. Leí algunos de los comentarios de los alumnos. Hacían que pareciera que esa clase les había cambiado la vida. Sonreí y sentí una punzada de orgullo.
Pasaron veinte minutos.
Le concedí cinco más, me la imaginé despidiéndose de sus alumnos, hablando con alguno que se había quedado atrás, recogiendo sus papeles y sus cosas en alguna cartera de polipiel hecha polvo.
Levanté el teléfono. Llamé a Jocelyn.
– ¿Sí?
– No me pases llamadas -dije-. No quiero interrupciones.
– De acuerdo.
Apreté una tecla de línea exterior y marqué el número del móvil de Lucy. Al tercer timbre oí su voz diciendo:
– ¿Diga?
El corazón se me subió a la garganta pero logré decir:
– Soy yo, Lucy.
Y entonces, unos segundos después, oí que se echaba a llorar.
– ¿Luce? -dije-. ¿Estás bien?
– Sí, estoy bien. Es sólo que…
– Sí, lo sé.
– No puedo creer que haya llorado.
– Siempre fuiste una llorona -dije, y me arrepentí inmediatamente.
Pero ella se rió.
– Ya no -dijo.
Silencio.
– ¿Dónde estás? -pregunté.
– Trabajo en la Universidad de Reston. Estoy cruzando los jardines.
– Ah -dije, porque no sabía qué decir.
– Perdona que te dejara un mensaje tan críptico. Es que ya no me apellido Silverstein.
No quería que ella supiera que yo ya lo sabía. Pero tampoco quería mentirle. Así que solté una exclamación poco comprometedora:
– Ah.
Más silencio. Esta vez lo rompió ella.
– Vaya, qué raro es esto.
Sonreí.
– Lo sé.
– Me siento como una tonta -continuó-. Como si volviera a tener dieciséis años y estuviera desesperada porque me ha salido un grano.
– Lo mismo que yo -dije.
– En realidad no cambiamos nunca, ¿no? Quiero decir que en el fondo siempre somos un niño asustado que no sabe qué va a ser de mayor.
Yo aún sonreía, pero pensé en que nunca se había casado y en los arrestos por conducir ebria. No cambiamos, supongo que no, pero nuestros caminos sí cambian.
– Me alegro de oír tu voz, Luce.
– Y yo de oír la tuya.
Silencio.
– Te he llamado porque… -Lucy calló. Entonces-: No sé ni cómo explicarlo, o sea que deja que te pregunte algo: ¿te ha pasado algo raro últimamente?
– ¿Raro en qué sentido?
– Algo extraño referente a aquella noche.
Ya esperaba que me dijera algo parecido, lo veía venir, pero igualmente se me borró la sonrisa como si me hubieran pegado un puñetazo.
– Sí.
Silencio.
– ¿Tú sabes qué está pasando, Paul?
– No lo sé.
– Creo que debemos averiguarlo.
– Estoy de acuerdo.
– ¿Quieres que nos veamos?
– Sí.
– Será muy raro -dijo.
– Lo sé.
– No es que yo quiera que lo sea. Y no es por eso por lo que te he llamado. Para verte. Pero creo que tenemos que encontrarnos y hablar de esto. ¿No crees?
– Sí -respondí.
– Estoy diciendo tonterías. Las digo cuando estoy nerviosa.
– Ya me acuerdo -dije. Y esta vez también me arrepentí de haberlo dicho y añadí rápidamente-: ¿Dónde podemos vernos?
– ¿Sabes dónde está la Universidad de Reston?
– Sí.
– Tengo otra clase y después visitas de los alumnos hasta las siete y media -dijo Lucy-. ¿Quieres pasar por mi despacho? Está en el edificio Armstrong. ¿Te parece a las ocho?
– Allí estaré.
Cuando llegué a casa, me sorprendió encontrar a la prensa acampada frente a la entrada. Se oye hablar mucho de esto, de que la prensa hace estas cosas, pero aquélla era mi primera experiencia directa. Los policías locales estaban por ahí, animados ante la posibilidad de participar en algo que parecía importante. Se colocaron a ambos lados del paseo para que yo pudiera aparcar el coche. La prensa no intentó colarse. De hecho, cuando me detuve los periodistas no me hicieron mucho caso.
Greta me recibió con una bienvenida de héroe conquistador. Me cubrió de besos, de abrazos y felicitaciones. Quiero mucho a Greta. Hay personas que sabes que son buenas y ya está, que siempre están a tu lado. No abundan. Pero existen. Greta interceptaría una bala por mí. Eso hace que tenga ganas de protegerla. En eso me recuerda a mi hermana.
– ¿Dónde está Cara? -pregunté.
– Bob se ha llevado a Cara y a Madison a Baumgarfs a cenar. Estelle estaba en la cocina, llenando la lavadora.
– Esta noche tengo que salir -le dije.
– Está bien. Cara puede dormir en casa -intervino Greta.
– Gracias, pero preferiría que durmiera en casa esta noche.
Greta me siguió al estudio. Se abrió la puerta principal y entró Bob con las dos niñas. De nuevo me imaginé a mi hija saltándome al cuello y gritando «¡Papá! ¡Ya estás en casa!». No fue lo que pasó. Pero sí que sonrió y se acercó a mí. La levanté y la besé con ganas. Ella no dejó de sonreír, pero se frotó la mejilla. Bueno, qué se le va a hacer.
Bob me dio una palmada en la espalda.
– Enhorabuena por el juicio -dijo.
– Todavía no ha terminado.
– Eso no es lo que dicen los medios. Al menos así te quitarás de encima a Jenrette.
– O se volverá más feroz.
Palideció un poco. Si Bob participara en una película, sería el tipo republicano rico y malo. Tiene la piel rojiza, las mejillas gruesas, los dedos cortos y mochos. Éste es otro ejemplo de lo engañosas que pueden ser las apariencias. El entorno familiar de Bob era totalmente trabajador. Estudió y trabajó mucho. No le habían regalado nada y nada le había resultado fácil.
Cara volvió a entrar en la habitación con un DVD en la mano. Lo llevaba levantado como si fueran una ofrenda. Cerré los ojos y recordé qué día de la semana era y me maldije a mí mismo. Después dije a mi hija:
– Es la noche de cine.
Ella seguía alzando el DVD, con los ojos muy abiertos. Sonreía. En la tapa había una peli de dibujos animados o animada por ordenador, con coches parlantes o animales de granja o animales de zoológico, algo de Pixar o Disney, algo que ya había visto cien veces.
Читать дальше