Dan Simmons - Fases De Gravedad

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Su protagonista es Richard Baedecker, un antiguo astronauta del proyecto Apolo y uno de los hombre que caminaron por la Luna. Lo que se cuenta es su relación con sus antiguos compañeros de misión, uno convertido en evangelista y otro en senador, con su hijo, seguidor de un gurú hindú, y con la antigua novia de éste. Pero ante todo es la historia de un hombre que se busca a sí mismo después de su momento de gloria, el relato de su búsqueda de la trascendencia, de un sentido para el resto de la vida. No es una novela de acción, sino una historia de personajes y, como dice Spinrad, la resolución final no es física sino espiritual.
Hay mucho en esta novela (además de sobre vuelo y montañismo) sobre la vida entendida como una obra de arte, de intentar hacer que cada momento tenga sentido por sí mismo, de la búsqueda del ser propio. Hay una imagen recurrente: dos astronautas jugando al frisbee en la Luna. Y tenemos también a Richard, que se lanza, arriesgando la vida, en ala delta desde una montaña por el simple propósito de celebrar la naturaleza.
La novela es ciertamente mística, pero se trata de un misticismo real que jamás se manifiesta o se hace explícito en cosas tangibles. Permea la novela esa sensación de que el mundo es algo más de lo que vemos, esa incomodidad que sentimos al vivir día a día, que nos obliga a buscar nuevas metas en la vida. Hay cierta religiosidad en la actitud del personaje, una búsqueda de un lugar sagrado. Pero no es más que la reacción de una persona de mediana edad que se encuentra ejerciendo un trabajo que no le gusta, una simple manifestación psicológica. No se asuste el lector, no hay ningún elemento fantástico en la novela. Pero la mirada y la voz de Simmons sí que son fantásticas.
Dan Simmons es un escritor sorprendente, ya que en ningún momento renuncia a la tradición literaria de la lengua en la que escribe. Hay mucho en esta novela de lo mejor de la actual novelística americana. Un punto obvio de conexión es John Updike, pero donde Updike es irónico, Simmons es comprensivo: no aspira a juzgar a su personaje sino a entenderlo.

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El viaje desde Houston había sido sofocante pero tranquilo. Era el primer verano de insatisfacción de Joan -o así llegó a verlo Baedecker más tarde-, y le alegró alejarse por unas semanas. Joan había resuelto quedarse en Houston porque tenía compromisos con varios clubes femeninos. Baedecker se había ido de la NASA un mes antes e iniciaría su nuevo trabajo en la empresa aeroespacial de St. Louis en septiembre. Eran sus primeras vacaciones en más de diez años.

Scott no estaba contento. Durante los primeros días de trabajo en la cabaña -desbrozar malezas, reparar ventanas, reemplazar tejas, restaurar el exterior de una cabaña que había estado desocupada durante años- había guardado un silencio huraño. Baedecker había llevado una radio, y los noticiarios sólo emitían especulaciones sobre el juicio o la inminente renuncia de Nixon. Joan había estado absorta en la historia de Watergate desde la iniciación de las audiencias televisadas un año antes. Al principio le disgustaban porque la cobertura televisiva interfería con sus telenovelas favoritas, pero pronto las aguardó con ansiedad. Miraba las repeticiones nocturnas en PBS, y rara vez hablaba con Baedecker de otra cosa. Para Baedecker, a punto de terminar una carrera de piloto que ejercía desde los dieciocho años, los estertores de Nixon eran torpes y embarazosos, evidencia de una sociedad en decadencia que hacía tiempo que contemplaba con tristeza.

En realidad la cabaña era una anticuada casa de troncos de dos pisos, muy distinta de los chalets de ladrillo y piedra y techo a dos aguas que asomaban en los complejos que rodeaban el nuevo embalse. La cabaña se encontraba en una colina, en medio de tres acres de bosques y prados. Colina abajo había una estrecha franja lacustre y un muelle corto que el padre de Baedecker había construido el verano que reeligieron a Eisenhower. Los padres de Baedecker habían trabajado para terminar las habitaciones del segundo piso y añadir un balcón trasero, pero el padre de Baedecker dejó la obra inconclusa cuando se mudó allí después de la muerte de su esposa.

Baedecker y Scott arrancaron los restos podridos del balcón el día de agosto en que Richard Nixon anunció su renuncia. Ese jueves por la tarde, Baedecker y su hijo estaban sentados frente a la cabaña, comiendo las hamburguesas que habían asado, mientras escuchaban las últimas y débiles expresiones de autocompasión y desafío del presidente saliente. Nixon terminó con la frase: «Haber cumplido esta función es haber sentido un parentesco personal con cada norteamericano. Al abandonarla, lo hago con esta plegaria: que la gracia de Dios sea con todos vosotros en los días venideros.»

– Termina con eso, cerdo embustero -comentó Scott-. No te echaremos de menos.

– ¡Scott! -ladró Baedecker-. Hasta mañana al mediodía ese hombre es el presidente de Estados Unidos. No te permitiré que hables de ese modo.

El chico abrió la boca para responder, pero la orden de Baedecker trasuntaba dos décadas de autoridad inculcada por el Cuerpo de Marines , y Scott sólo pudo arrojar el plato y echar a correr, con la cara encendida. Baedecker se quedó a solas en el crepúsculo de Arkansas, mirando cómo la camisa blanca del hijo se perdía colina abajo. Sabía que la hostilidad de Scott se ahondaría en esos días que les quedaban. También sabía que el exabrupto de Scott, aunque expresado de otra manera, manifestaba adecuadamente los sentimientos del propio Baedecker sobre la partida de Nixon. Baedecker miró la cabaña y recordó la primera vez que la había visto, la primera vez que estuvo en Arkansas. Había conducido su nuevo Thunderbird desde Yuma, Arizona, evocando Nueva Inglaterra mientras atravesaba pueblos pequeños con nombres como Choctaw, Leslie, Yellville y Salesville, y casi esperando ver el mar en vez del vasto lago donde sus padres habían ganado esa propiedad.

El aspecto de su padre lo había conmovido: aunque tenía sesenta y cuatro años, el padre de Baedecker siempre había aparentado diez años menos. Todavía conservaba el pelo renegrido, pero un vello gris le aclaraba la barba crecida, y tenía el cuello fofo y rugoso desde que Baedecker lo había visto en Illinois, ocho meses antes. Baedecker comprendió que en veinticuatro años jamás había visto a su padre sin afeitar.

Baedecker llegó la noche del 5 de octubre de 1957, un día después del lanzamiento del Sputnik . Su padre bajó al muelle a pescar y «a buscar el satélite», aunque Baedecker le había asegurado que era demasiado pequeño para verse sin telescopio. Hacía una noche fresca y sin luna, y el bosque de la otra margen del lago era una línea negra contra el campo estelar. Baedecker observó el fulgor del cigarrillo de su padre y escuchó el crujido del carrete y la caña. A veces un pez brincaba en la oscuridad.

– Quién sabe si esa cosa no lleva bombas atómicas -dijo de pronto su padre.

– Bombas diminutas -dijo Baedecker-. El satélite tiene el tamaño de una pelota.

– Pero si pueden enviar algo de ese tamaño allá arriba, pueden enviar uno más grande con bombas a bordo, ¿verdad? -dijo su padre, y Baedecker pensó que esa voz profunda revelaba resentimiento.

– Es verdad, pero si pudieran poner tanto peso en órbita, no necesitarían cargar bombas a bordo. Pueden usar los cohetes como misiles balísticos.

Su padre no respondió y Baedecker lamentó no haber cerrado el pico. Al fin su padre tosió y habló de nuevo, recogiendo la caña y arrojándola otra vez.

– Leí en el Tribune sobre ese nuevo avión-cohete que están planeando, el X-15. Se supone que sube al espacio, rodea la tierra y aterriza como un avión común. ¿Lo pilotarás cuando esté listo?

– Ojalá pudiera -dijo Baedecker-. Lamentablemente hay varios candidatos delante de mí, con nombres como Joe Walker e Ivan Kincheloe. Además, lo llevan todo desde Edwards. Yo paso casi todo el tiempo en Yuma o Pax River. Esperaba estar en primera fila a estas alturas, pero aún no he terminado la universidad.

Baedecker notó que el resplandor del cigarrillo subía y bajaba.

– A estas alturas tu madre y yo esperábamos estar listos para nuestro primer invierno aquí. A veces no importa lo que esperes o planees. Simplemente no importa.

Baedecker acarició la tersa madera del muelle.

– El error consiste en esperar los frutos como si fueran una recompensa -dijo el padre; la nota de resentimiento había desaparecido reemplazada por algo infinitamente más triste-. Trabajas y esperas y trabajas un poco más, diciéndote que pronto vendrán los buenos tiempos, y luego todo se despedaza y sólo esperas la muerte.

Un viento frío acarició el lago y Baedecker tiritó.

– Allá está -dijo su padre.

Baedecker miró hacia arriba, siguiendo el dedo de su padre. En medio de las lagunas oscuras que había entre los fríos astros, incomprensiblemente brillante, anaranjado como la punta del cigarro del padre, moviéndose de oeste a este a demasiada altura y demasiada velocidad para ser un avión, se desplazaba el Sputnik , demasiado pequeño para ser visto.

Después de regresar de la casa de la señora Callahan, Dave preparó salsa de chile y cenaron sentados en la larga cocina, escuchando Bach en un magnetófono portátil. Kink Weltner pasó a visitarlos y bebió una cerveza mientras comían. Dave y Kink hablaron de fútbol mientras Baedecker callaba, pues el fútbol era uno de los pocos deportes que lo aburría. Cuando salieron para despedir a Kink, despuntaba la luna llena, delineando promontorios rocosos y pinos en la línea de riscos del este.

– Quiero enseñarte algo -dijo Dave.

En una pequeña habitación del fondo del primer piso había pilas de libros, un tosco escritorio compuesto por una puerta apoyada sobre caballetes, una máquina de escribir y varios cientos de hojas manuscritas apiladas bajo un pisapapeles que había sido un interruptor de un transbordador especial Gemini.

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