– ¿Ahora qué? -preguntó Baedecker.
Dave accionó el magnetófono y lo miró. Los extremos de las gafas tubulares emitían un fulgor rojo.
– Coge tus calcetines -dijo jovialmente.
La primera pulsación de música inundó los auriculares de Baedecker al tiempo que Dave inclinaba el Huey en una zambullida. Baedecker se deslizó hacia adelante hasta que el arnés del hombro y el cinturón lo retuvieron. La zambullida daba la misma sensación que había disfrutado en su infancia en el Riverview Park de Chicago, cuando la montaña rusa terminaba su ascenso chirriante para bajar a toda velocidad, sólo que esta montaña rusa tenía mil quinientos metros por debajo y no había rieles por los que girar para alejarla de la destrucción, sólo colinas bañadas por la luna, manchadas aquí y allá por retazos de vegetación oscura, bosque, río y roca.
Baedecker apartaba las manos de las palancas y los pies de los pedales, con lo cual la zambullida parecía mucho más descontrolada. Las colinas subieron de golpe, y la velocidad de descenso no disminuyó hasta que el Huey estuvo a altitud cero, luego por debajo de cero, dejando atrás cerros, laderas, claro de luna, oscuridad. De pronto aparecieron en un valle, un desfiladero; la palanca osciló entre las piernas de Baedecker y luego se centró. Por ambos lados se deslizaban árboles oscuros a diez metros, las copas a mayor altura que el Huey, que luego se lanzó a 125 nudos, cinco metros por encima de un arroyo en cuyas ondas se reflejaba el claro de luna. Viraron bruscamente en una curva, siguieron en línea recta, se ladearon de tal modo que las paletas del rotor arrojaron al aire una iridiscente estela de espuma.
La música se fundía con ese paisaje calidoscópico. Era una música electrónica, sobrenatural, impulsada por un ritmo sólido y persistente que parecía nacer a borbotones de la pulsación de los rotores y la turbina. La música tenía otros sonidos, ecos láser, el susurro de un viento electrónico, el oleaje lamiendo una playa pedregosa, pero todo estaba orquestado según el exigente embate del ritmo central.
Baedecker se reclinó cuando el Huey se ladeó con brusquedad a la derecha, casi tocando el río con los rotores, siguiendo una ancha curva del desfiladero. Sabía que a esta altura, en caso de que el motor fallara, no había espacio ni lugar para una autorrotación. Peor aún, si una cuerda, cable de alta tensión, puente o tubería cruzaba el desfiladero, no habría tiempo para eludirlo. Pero Baedecker miró a Dave, sentado cómodamente ante los controles, moviendo juguetonamente la palanca, la atención concentrada en lo que tenía delante, y supo que no habría cuerdas, cables, puentes ni tubos, que Dave había recorrido cada palmo de ese desfiladero de día y de noche. Baedecker se relajó, escuchó el ritmo de la música, disfrutó del viaje.
Y recordó otro viaje.
Bajaban con los pies por delante y las caras hacia el semi-disco de la Tierra, los motores del módulo lunar escupiendo una llamarada de frenado de 400 kilómetros de largo. Estaban de pie en los abultados trajes de presión, sin cascos ni guantes, retenidos por correas y hebillas mientras el extraño aparato pateaba, temblaba y les sacudía los pies como la cubierta de una chalupa en un mar encrespado. Dave estaba a la izquierda, la mano derecha sobre la palanca de control automático, la mano izquierda sobre el regulador, mientras Baedecker observaba los seiscientos medidores y pantallas, hablaba con controladores que estaban 300.000 kilómetros más allá de un vacío lleno de estática, y trataba de prever cada capricho y alarma del sobrecargado ordenador. Cobraron una posición vertical a dos mil quinientos metros sobre los cerros lunares, descendiendo en una trayectoria tan cierta e inevitable como una flecha en caída, y de pronto, a pesar de las exigencias del momento, él y Dave apartaron los ojos de los instrumentos para mirar por cinco eternos segundos, a través de las ventanas triangulares, los picos rutilantes, los negros desfiladeros y las colinas de las montañas de la Luna, iluminadas por la Tierra. «Bien, amigo -susurró entonces Dave, mientras los picos se abalanzaban como dientes y las colinas rodaban como escarchadas olas de roca-, no me vendría mal una mano.»
La música cesó, el Huey emergió del desfiladero y cruzaron un ancho río que debía de ser el Columbia. El viento azotaba el helicóptero y Dave maniobraba con los pedales, compensando con facilidad. Treparon a treinta metros cuando una presa centelleó abajo. Baedecker miró a través de la burbuja transparente y vio una hilera de luces, el claro de luna sobre los picos nevados. Treparon a ciento cincuenta metros y viraron a la derecha sin dejar de ascender. Baedecker vio el paso de la costa norte, atisbo un abrupto peñasco a la izquierda. Treparon de nuevo, giraron sobre el eje del Huey, revolotearon.
Revoloteaban. No se oía nada. El viento empujó una vez la nave detenida y luego se aplacó. Dave señaló, y Baedecker corrió la ventanilla y se asomó para ver mejor.
Treinta metros más abajo, la única estructura en una colina alta por encima del espumoso Columbia, el círculo pétreo de Stonehenge se erguía lechoso y sombrío a la luz de la luna llena.
– Bien, amigo, no me vendría mal una mano -dijo Dave.
El polvo se arremolinó cuando descendieron a diez metros. La luz de aterrizaje se extendió y parpadeó, alumbrando el interior de una nube turbulenta. Baedecker vio un aparcamiento de grava en una superficie despareja, luego el polvo los rodeó de nuevo y los guijarros repiquetearon como granizo contra el vientre del helicóptero.
– Háblame -dijo Dave con calma.
– Ocho metros y avanzando -dijo Baedecker-. Cinco metros. Todo bien. Tres metros. Aguarda, retrocede, allá hay una roca. Correcto. De acuerdo. Abajo. Dos metros. Vas bien. Medio metro. Bien. Diez pulgadas. Contacto.
El Huey se arrellanó plantándose sobre los patines. El polvo los rodeó y se disipó en una fuerte brisa. Dave apagó el motor, el fulgor rojo se esfumó, y Baedecker comprendió que estaban nuevamente en el reino de la gravedad. Se quitó el casco, se soltó las correas y abrió la portezuela. Baedecker saltó del patín y caminó hacia el frente del helicóptero. Allí estaba Dave, el pelo oscuro empapado de sudor, los ojos brillantes. El viento arreciaba, agitando el pelo de Baedecker y enfriándole el cuerpo. Ambos caminaron hacia el círculo de piedras.
– ¿Quién ha construido esto? -preguntó Baedecker al cabo de varios minutos de silencio. La luna llena colgaba sobre el arco más alto. Las sombras caían sobre la enorme piedra que ocupaba el centro del círculo. Esto era Stonehenge tal como debía de haber sido cuando los druidas terminaron su labor, antes de que el tiempo y los turistas estropearan las columnas y las piedras.
– Un tío llamado Sam Hill -dijo Dave-. Era un constructor de caminos. Vino aquí a principios de siglo para fundar un pueblo y unos viñedos. Una suerte de colonia utópica. Tenía la teoría de que este tramo de la garganta del Columbia era ideal para las viñas: lluvia del oeste, sol de las laderas del este. Armonía perfecta.
– ¿Tenía razón?
– No. Se equivocó por treinta kilómetros. El pueblo está en ruinas pasada aquella colina. Sam está sepultado allá. -Señaló un camino estrecho que bajaba por una ladera empinada.
– ¿Por qué Stonehenge? -preguntó Baedecker.
Dave se encogió de hombros.
– Todos queremos dejar monumentos. Sam pidió éste prestado. Estuvo en Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial, cuando los expertos pensaban que Stonehenge había sido un altar de sacrificios. Sam lo transformó en una especie de monumento antibélico.
Baedecker se acercó y vio nombres tallados en las piedras. Lo que al principio parecía roca era cemento.
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