– Bien, es un sitio apacible, pero esperamos que le agrade -dijo la señora Callahan.
– Ya me gusta -contestó Baedecker-. También me gusta mucho esta casa. Ha hecho usted maravillas.
– Vaya, señor Baedecker, gracias -dijo la señora Callahan, y Baedecker le vio la sonrisa en la luz penumbrosa-. Mi difunto esposo y yo realizamos casi todo el trabajo cuando vinimos aquí a finales de los años 50. Hacía treinta años que la escuela estaba abandonada y se encontraba en pésimas condiciones. El techo se había desmoronado por partes, en casi todas las habitaciones del segundo piso había nidos de palomas…, cielos, pésimas condiciones. David, en esa mesa hay una jarra de limonada. ¿Por qué no sirves un poco? Gracias, querido.
Baedecker bebió limonada de una copa de cristal mientras fuera anochecía del todo. En el pueblo se veían las luces de unas casas y dos faroles de la calle, uno a poca distancia de la casa de Dave, pero las ramas tapaban el brillo y no enturbiaban la belleza del cielo mientras despuntaban más estrellas.
– Allá asoma Marte -dijo Dave.
– No, querido, ésa es Betelgeuse -dijo la señora Callahan-. Verás, está frente a Rigel y encima del Cinturón de Orion.
– ¿Le interesa la astronomía? -preguntó Baedecker, sonriendo ante el embarazo de Dave. Baedecker había tenido que instruir a su compañero durante los ejercicios de navegación celestial en los meses anteriores a la misión.
– Mi difunto esposo era astrónomo -dijo la anciana-. Nos conocimos cuando era profesor en la Universidad de DePauw de Greencastle, Indiana. Yo enseñaba historia. ¿Alguna vez estuvo en DePauw, señor Baedecker?
– No, señora Callahan.
– Bonito lugar. Académicamente secundario, y sepultado en el séptimo círculo de la desolación en los maizales de Indiana, pero con un bonito campus. ¿Más limonada, señor Baedecker?
– No, gracias.
– Mi difunto esposo era fanático de los Chicago Cubs -explicaba la señora Callahan-. Viajábamos a Chicago en el ferrocarril Monon cada agosto, para ver los partidos en el estadio Wrigley. Esas eran nuestras vacaciones. Recuerdo que en 1945 les fue muy bien. Mi difunto esposo hizo planes para alojarnos en el hotel Blackstone una semana más. Viajar para ver a los Cubs fue lo único que echó de menos cuando se jubiló y nos mudamos aquí en el otoño de 1959.
– ¿Por qué Lonerock? -preguntó Baedecker-. ¿Tenían ustedes familiares en Oregon?
– De ninguna manera. Ninguno de nosotros había visitado el oeste. No, mi difunto esposo calculó por los mapas que éste era el mejor sitio para las líneas magnéticas de fuerza, así que cargamos nuestro DeSoto y vinimos.
– ¿Líneas magnéticas de fuerza?
– ¿Le interesa observar el cielo, señor Baedecker? -preguntó la señora Callahan.
Antes que Baedecker pudiera responder, Dave intervino:
– Richard caminó conmigo por la Luna hace dieciséis años.
– Oh, David, no empieces de nuevo con eso -dijo la señora Callahan, dándole una palmada juguetona en la muñeca.
Dave se volvió hacia Baedecker.
– La señora Callahan no cree que los norteamericanos pisaran la Luna.
– ¿De veras? -preguntó Baedecker-. Creí que todos aceptaban eso.
– Vamos, no empiece usted también a tomarme el pelo -dijo la anciana, con aire divertido-. Dave ya es bastante malvado.
– Salió en televisión -dijo Baedecker, y en seguida comprendió que era un argumento pobre.
– Sí -afirmó la señora Callahan-, y también el discurso de Checkers de Nixon. ¿Cree usted todo lo que ve y oye, señor Baedecker? No he vuelto a tener un televisor desde que falló nuestro aparato. Ocurrió un domingo. Teníamos un Sylvania Halolite. El halo continuó funcionando cuando la pantalla se volvió negra. En realidad, era bastante sedante.
– Los alunizajes se publicaron en todos los periódicos -dijo Baedecker-. ¿Recuerda el verano de 1969? ¿Neil Armstrong? «¿Un paso pequeño para un hombre, un brinco gigantesco para la humanidad?»
– Sí, sí -rió la anciana-. Dígame, señor Baedecker, ¿cree usted que alguien diría algo así espontáneamente? ¿O en semejante ocasión? Claro que no. Suena como lo que es, un melodrama mal escrito.
Baedecker iba a hablar, miró a Dave y cerró la boca.
– David, ¿cómo está mi querida Diane? -preguntó la señora Callarían.
– Bien -dijo Dave-. Estaba con ella cuando le hicieron la ecografía.
– ¿También amniocentesis? -preguntó la anciana.
– No, sólo ecografía.
– Habéis sido prudentes -dijo la señora Callahan-. Diane es joven. No hay razones para correr ese uno por ciento de riesgo de aborto si el procedimiento no es necesario. ¿Cuál es la fecha prevista?
– El médico dice que el siete de enero. Diane piensa que será más tarde. Yo voto por un poco antes.
– Primer hijo, es más probable que nazca más tarde -dijo la señora Callahan.
Baedecker se aclaró la garganta.
– ¿Qué decía usted de las líneas magnéticas de fuerza?
La señora Callahan palmeó a la perra y se levantó para caminar despacio hasta la mesa. Miró el cielo y luego los mapas, movió la cabeza con satisfacción y regresó a su asiento.
– Sí, líneas electromagnéticas, en realidad. Nunca lo he comprendido, pero cuando mi difunto esposo estableció el primer contacto, lo anoté todo. Puede usted mirarlo un día si lo desea. De cualquier modo, mi difunto esposo confirmó que eran correctas y que éste sería el mejor lugar de Estados Unidos, mejor dicho de América del Norte, así que nos mudamos. Mi difunto esposo falleció en 1964, pero como ellos no me hablan directamente a mí tal como lo hacían con él, tengo que confiar en sus primeros cálculos. ¿No le parece apropiado?
– Supongo que sí -dijo Baedecker.
– Mi difunto esposo tenía razón acerca del lugar -continuó la mujer-, pero nunca estuvo seguro sobre el momento. Ellos se negaban a fijar una fecha. Los he visto volar cientos de veces, pero aún no han descendido. Bien, será mejor que me apresure. Para mí pasan los años, y a veces apenas puedo arrastrar estos viejos huesos por la escalera. Esta noche no será buena para observar porque pronto despuntará la luna llena y… ¡oh, cielos, miren!
Baedecker siguió la sombría línea del brazo hasta un punto cercano al cénit, donde un satélite o un avión que volaba a gran altura fulguró unos segundos yendo de oeste a este. Los tres lo observaron hasta que desapareció contra el fondo de estrellas, y luego guardaron silencio en la acogedora oscuridad.
– ¿Alguien quiere más limonada? -preguntó al fin Dave.
Cuando la madre de Baedecker murió de apoplejía en el otoño de 1956, su padre se mudó de la casa de Chicago a la «cabaña» de Arkansas. Los padres de Baedecker habían ganado el terreno en un concurso del Herald Tribune y habían trabajado en esa casa durante cinco años, a veces durante el verano, otras veces en Navidad. El padre de Baedecker se había retirado del Cuerpo de Marines en 1952, el mismo año en que su hijo empezó a pilotar Sabres F-86 en Corea, y desde entonces había tenido un empleo como vendedor en la tienda deportiva Wilson. Planeaban retirarse a Arkansas en junio de 1957. Sin embargo, el padre de Baedecker se mudó solo en noviembre de 1956.
Baedecker tenía vividos recuerdos de dos viajes a ese lugar: el primero en octubre de 1957, dos meses antes de que su padre muriera de cáncer de pulmón, y el segundo, con Scott, durante el caluroso verano de 1974, el verano del Watergate.
Scott tenía diez años, pero ya había iniciado esa etapa de crecimiento que no terminaría hasta superar el metro ochenta y ser cinco centímetros más alto que el padre. Ese año Scott se había dejado crecer el pelo rojo hasta los hombros. A Baedecker no le agradaba -ese chico flaco le parecía afeminado- y le disgustaba aún más el tic nervioso de su hijo, que constantemente se apartaba el pelo de la cara, pero no le daba tanta importancia como para transformarlo en tema de discusión.
Читать дальше