Dan Simmons - Fases De Gravedad

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Su protagonista es Richard Baedecker, un antiguo astronauta del proyecto Apolo y uno de los hombre que caminaron por la Luna. Lo que se cuenta es su relación con sus antiguos compañeros de misión, uno convertido en evangelista y otro en senador, con su hijo, seguidor de un gurú hindú, y con la antigua novia de éste. Pero ante todo es la historia de un hombre que se busca a sí mismo después de su momento de gloria, el relato de su búsqueda de la trascendencia, de un sentido para el resto de la vida. No es una novela de acción, sino una historia de personajes y, como dice Spinrad, la resolución final no es física sino espiritual.
Hay mucho en esta novela (además de sobre vuelo y montañismo) sobre la vida entendida como una obra de arte, de intentar hacer que cada momento tenga sentido por sí mismo, de la búsqueda del ser propio. Hay una imagen recurrente: dos astronautas jugando al frisbee en la Luna. Y tenemos también a Richard, que se lanza, arriesgando la vida, en ala delta desde una montaña por el simple propósito de celebrar la naturaleza.
La novela es ciertamente mística, pero se trata de un misticismo real que jamás se manifiesta o se hace explícito en cosas tangibles. Permea la novela esa sensación de que el mundo es algo más de lo que vemos, esa incomodidad que sentimos al vivir día a día, que nos obliga a buscar nuevas metas en la vida. Hay cierta religiosidad en la actitud del personaje, una búsqueda de un lugar sagrado. Pero no es más que la reacción de una persona de mediana edad que se encuentra ejerciendo un trabajo que no le gusta, una simple manifestación psicológica. No se asuste el lector, no hay ningún elemento fantástico en la novela. Pero la mirada y la voz de Simmons sí que son fantásticas.
Dan Simmons es un escritor sorprendente, ya que en ningún momento renuncia a la tradición literaria de la lengua en la que escribe. Hay mucho en esta novela de lo mejor de la actual novelística americana. Un punto obvio de conexión es John Updike, pero donde Updike es irónico, Simmons es comprensivo: no aspira a juzgar a su personaje sino a entenderlo.

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– Ven -llamó Dave desde abajo-. Te enseñaré el pueblo antes de que oscurezca.

No llevaba mucho tiempo recorrer el pueblo, aun a pie. A treinta metros de la casa, el camino de tierra viraba al norte y se transformaba en calle Mayor por una manzana. La carretera del condado salía a la izquierda, cruzaba un puente bajo y continuaba entre trigales y campos de alfalfa hasta las montañas, tres kilómetros al oeste. El arroyo que Baedecker había visto desde el aire rodeaba la propiedad de Dave bordeando el derruido cobertizo que él llamaba garaje.

El silencio era tan profundo que los pasos de ambos en la grava de la calle Mayor sonaban como una intrusión. Algunas casas parecían habitadas, una vieja caravana permanecía aparcada detrás de un edificio tapiado, pero la mayoría de los edificios estaban arruinados por las malezas y la intemperie, las vigas expuestas a los elementos. Había tres tiendas cerradas en el oeste de la calle Mayor, dos con oxidadas lámparas sin bombilla en la puerta. Frente a una tienda abandonada, un surtidor ofrecía gasolina especial a treinta y un centavos el galón. En la ventana colgaba un letrero en diagonal, manchado de excrementos de moscas: «Coca CERRADO. La Pausa que Refresca».

– ¿Es oficialmente un pueblo fantasma? -preguntó Baedecker.

– Claro que sí -dijo Dave-. El censo oficial indica cuatrocientos ochenta y nueve fantasmas y dieciocho personas en el pico de la temporada estival.

– ¿Y qué hace la gente que se queda aquí todo el año?

Dave se encogió de hombros.

– Hay un par de granjeros y rancheros retirados. A Solly, el de la caravana, le tocó la lotería de Washington hace unos años y se instaló aquí con sus dos millones.

– Bromeas -dijo Baedecker.

– Nunca bromeo -dijo Dave-. Vamos, quiero presentarte a alguien.

Caminaron una calle y media al este hasta el extremo del pueblo y doblaron hacia la escuela de ladrillos. Era un imponente edificio de dos pisos, y el enorme campanario recubierto de vidrio le daba cierta majestuosidad. Baedecker advirtió que se había puesto mucho esfuerzo en la rehabilitación del edificio. Un cuidado jardín formaba parte de lo que había sido el patio, y hacía algunos años habían limpiado los ladrillos con arena. La puerta estaba bellamente tallada, y colgaban cortinas blancas de las altas ventanas.

Baedecker resollaba cuando llegaron a la puerta.

– Tienes que correr más, Dick -bromeó Dave. Golpeó una aldaba de bronce. Baedecker se sobresaltó cuando llegó una voz por un tubo metálico.

– Es Dave Muldorff, señora Callahan -gritó Dave por el tubo-. He traído a un amigo.

Baedecker reconoció la anticuada bocina como parte de un viejo sistema de comunicación por tubos que sólo había visto en películas y una vez al visitar el hogar de Mark Twain en Hartford.

Se oyó una respuesta ahogada que Baedecker tradujo como «Adelante» y un zumbido cuando se abrió la puerta. Baedecker recordó la entrada del edificio de apartamentos de la calle Kildare de Chicago, donde vivía antes de la guerra. Al entrar, casi esperaba oler esa mezcla de alfombra musgosa, madera barnizada y col hervida que durante su infancia había representado la vuelta al hogar. Pero el interior de la escuela olía a cera para muebles y a la brisa nocturna que entraba por las ventanas abiertas.

Baedecker se quedó fascinado al ver las habitaciones mientras subían los dos tramos de escaleras. Habían transformado una gran aula del primer piso en una amplia sala de estar. Todavía quedaba parte de la larga pizarra, pero estaba tapada por estantes que contenían cientos de volúmenes. Valiosos muebles antiguos se repartían sobre un suelo de madera pulido, y una pequeña zona limitada por una alfombra persa, un sofá y mullidos sillones.

En el segundo piso, a la altura de un tercer piso normal, detrás de puertas correderas, había un estudio lleno de libros y un dormitorio donde se erguía una cama individual con dosel en medio de doscientos metros cuadrados de madera bruñida. Dos gatos se internaron deprisa en las sombras al oír pisadas. Baedecker siguió a Dave por una escalera de caracol de hierro forjado que obviamente se había añadido cuando el edificio dejó de funcionar como escuela. Atravesaron un escotillón abierto en el cielo raso y de pronto la luz los inundó de nuevo, mientras subían a lo que podría haber sido la cabina del piloto de uno de esos altos vapores de ruedas.

Baedecker quedó tan sorprendido que durante varios segundos no atinó a fijar la vista en la mujer mayor que le sonreía desde una silla de mimbre. Miró en torno sin molestarse en ocultar su expresión de deleite.

El campanario de la vieja escuela era ahora una cúpula de vidrio de cinco metros por cinco, e incluso en el techo había claraboyas. Por la calidad de la luz, Baedecker comprendió que el vidrio era polarizado. Ahora realzaba los ricos matices del cielo y el follaje, pero durante el día debía de ser opaco por fuera, mientras que los colores resultarían más claros y contrastados para quien los observara desde dentro. Afuera, al este y al oeste, a lo largo del remate de dos gabletes que salían del campanario, se veía un estrecho pasaje cercado por una intrincada baranda de hierro forjado. Dentro había muebles de mimbre, un juego de té y mapas estelares sobre una mesa, y un antiguo telescopio de bronce en un alto trípode.

Pero lo que más sorprendió a Baedecker fue el paisaje. Desde esa altura de diez metros por encima del pueblo, podía ver los tejados, las copas de los árboles, las paredes del desfiladero, las colinas y los altos riscos donde losas de antiguo sedimento atravesaban el suelo como espinas perforando una tela gastada. El cielo polarizado era tan oscuro que Baedecker recordó uno de esos raros vuelos por encima de los 20.000 metros, donde las estrellas se vuelven visibles durante el día y la curva azul cobalto de los cielos se funde con el negro. Baedecker comprendió que ahora se veían las estrellas, que despuntaban en pares y pequeños cúmulos, como gente que llega temprano al cine para escoger las mejores butacas.

Una brisa atravesaba las mallas de alambre de la parte inferior de la pared de vidrio, el viento agitaba las páginas de un libro apoyado en el brazo de un sillón. Baedecker se volvió hacia la sonriente mujer.

– Señora Callahan -dijo Dave-, éste es Richard Baedecker. Richard, la señora Elizabeth Sterling Callahan.

– Tanto gusto, señor Baedecker -dijo la mujer, extendiendo la mano con la palma hacia abajo.

Baedecker cogió la mano y miró atentamente a la mujer. Al principio le había atribuido unos sesenta años, pero ahora comprendió que no tenía menos de setenta. Pero a pesar del peso de los años, Elizabeth Sterling Callahan conservaba una belleza demasiado arraigada para que el tiempo lograra exterminarla. El pelo blanco y corto formaba ondas eléctricas alrededor de ese rostro de facciones enérgicas. Los pómulos presionaban con fuerza una tez que el sol y la edad habían cubierto de pecas, pero los ojillos castaños eran vivaces e inteligentes, y la sonrisa aún mantenía el poder de cautivar.

– Encantado de conocerla, señora Callahan -dijo Baedecker.

– Cualquier amigo de David es amigo mío -respondió ella, y Baedecker sonrió al oír esa voz susurrante y cálida-. Siéntese, por favor. Sable, saluda a nuestros amigos.

Baedecker se percató de que una labrador negra estaba acurrucada en las sombras detrás de la mujer. La perra alzó la cabeza ávidamente cuando Dave se agachó para acariciarla.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Dave, palmeando el costado de la perra.

– Paciencia, paciencia -rió la señora Callahan-. Las cosas buenas llevan tiempo. -Miró a Baedecker-. ¿Es ésta su primera visita a nuestra localidad, señor Baedecker?

– Sí, señora -dijo Baedecker, sintiéndose como un niño en presencia de ella. No le disgustaba esa sensación.

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