David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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Reynolds observó las flores que Lee todavía sostenía con firmeza y sintió lástima por él. En aquellos momentos no era una agente del FBI sino un ser humano sentado junto a una persona con el corazón destrozado. Y lo que tenía que decirle sólo empeoraría la situación.

– Han puesto a Faith en el programa de protección de testigos. A Buchanan también.

– ¿Cómo? ¡Lo de Buchanan lo entiendo! ¡Pero Faith no es testigo de nada! -El alivio de Lee era tan intenso como la indignación que sentía. Aquello no era justo.

– Pero necesita protección. Si ciertas personas supieran que todavía sigue con vida… Bueno, ya sabes qué pasaría.

– ¿Cuándo se celebrará el maldito juicio?

– No habrá juicio.

Lee la miró con fijeza.

– No me digas que el muy hijo de puta de Thornhill consiguió una especie de trato. No me lo digas.

– Pues no.

– Entonces, ¿por qué no habrá juicio?

– Para que se celebre un juicio hace falta un acusado. -Reynolds tamborileó sobre el volante y luego se puso unas gafas de sol. Comenzó a toquetear los mandos de la calefacción.

– Estoy esperando -dijo Lee-. ¿0 es que acaso no tengo derecho a una explicación?

Reynolds suspiró y se irguió en el asiento.

– Thornhill está muerto. Lo encontraron en su coche en una carretera secundaria con un tiro en la cabeza. Suicidio. Lee se quedó helado y guardó silencio.

– La solución del cobarde -logró murmurar al cabo de un minuto.

– Creo que, de hecho, ha supuesto un alivio para todos. Sé que lo ha sido para los de la CIA. Decir que todo este asunto los ha convulsionado por completo es quedarse corto. Supongo que, por el bien del país, más vale ahorrarse un juicio largo y embarazoso.

– Bien, con la ropa sucia y todo -soltó Lee mordazmente-. ¡Hurra por el país! -Lee saludó con mofa una bandera que ondeaba frente a una oficina de correos junto a la que pasaron-. Si Thornhill está fuera de juego, ¿por qué tiene Faith que someterse al programa de protección de testigos?

– Ya conoces la respuesta. Al morir Thornhill, se llevó a la tumba la identidad de los demás implicados. Pero están ahí fuera, lo sabemos. ¿Recuerdas la grabación de vídeo que preparaste? Thornhill hablaba con alguien por teléfono, y ese alguien anda suelto por ahí. La CIA está llevando a cabo una investigación interna para descubrir la identidad de esas personas, pero no pienso esperar sentada. Y sabes que esas personas harán todo lo posible por atrapar a Faith y a Buchanan. Aunque sea por puro afán de venganza. -Reynolds le tocó el brazo-. A ti también, Lee.

Lee la miró de reojo y le leyó el pensamiento.

– No. Ni loco iría a protección de testigos. No sabría vivir con un nuevo nombre. Ya me ha costado bastante recordar el verdadero. Ya puestos, prefiero esperar a los compinches de Thornhill. Al menos me lo pasaré bien antes de morir.

– Lee, esto va en serio. Si no pasas a la clandestinidad, correrás un gran peligro. Y no podemos seguirte las veinticuatro horas del día.

– ¿No? ¿Ni siquiera después de todo lo que he hecho por el FBI? ¿Eso significa que tampoco me darán el anillo descodificador ni la camiseta gratis del FBI?

– ¿Por qué te haces el gracioso ahora?

– Puede que ya nada me importe una mierda, Brooke. Tú eres una mujer inteligente, ¿es que nunca se te había ocurrido pensarlo?

Ninguno de los dos abrió la boca durante varios kilómetros.

– Si dependiera de mí, te daría todo lo que quisieras, incluyendo una isla con criados, pero no es cosa mía -dijo Reynolds finalmente.

Lee se encogió de hombros.

– Correré el riesgo. Si quieren atraparme, que así sea. Se darán cuenta de que soy más duro de lo que creen.

– ¿Hay algo que pueda decirte para que cambies de idea? Lee levantó las flores.

– Podrías decirme dónde está Faith.

– No puedo. Sabes que no puedo.

– Oh, vamos, claro que puedes. Sólo tienes que decirlo.

– Lee, por favor…

Lee descargó su enorme puño contra el salpicadero, que se cuarteó.

– Maldita sea, Brooke, no lo entiendes. Tengo que ver a Faith. ¡Tengo que verla!

– Te equivocas, Lee, lo entiendo perfectamente. Y por eso me cuesta tanto. Pero si te lo digo y vas a verla, la pondrás en peligro. Y a ti también. Ya lo sabes. Eso infringe todas las reglas, y no pienso hacerlo. Lo siento. Ni te imaginas cuánto me afecta toda esta situación.

Lee apoyó la cabeza en el asiento y los dos permanecieron en silencio varios minutos mientras Reynolds conducía sin rumbo fijo.

– ¿Cómo está? -preguntó Lee al fin en voz baja.

– No quiero mentirte. La bala le hizo mucho daño. Se está recuperando, pero muy despacio. Se ha debatido entre la vida y la muerte en un par de ocasiones.

Lee se cubrió el rostro con la mano y sacudió lentamente la cabeza.

– Si te sirve de consuelo, esta situación le ha disgustado tanto como a ti -aseguró Reynolds.

– ¡Vaya! -dijo Lee-, eso lo arregla todo. Soy el jodido rey del mundo.

– No era eso lo que quería decir.

– No me dejarás verla, ¿verdad?

– No, no puedo.

– Entonces déjame en la esquina.

– Pero si tu coche está en el hospital…

Lee abrió la puerta antes de que Reynolds detuviera el coche.

– Iré caminando.

– Está a kilómetros de aquí -insistió Reynolds con voz forzada-. Y hace un frío glacial. Lee, deja que te lleve. Vamos a tomarnos una taza de café; hablemos un poco más.

– Necesito aire fresco. Además, ¿qué queda por hablar? Estoy harto de hablar. Puede que jamás vuelva a hablar.

– Salió del coche y se inclinó hacia el interior-. Ahora que lo pienso, puedes hacer algo por mí.

– Lo que sea.

Lee le dio las flores.

– ¿Podrías hacérselas llegar a Faith? Te lo agradecería. -Lee cerró la puerta y echó a andar.

Reynolds sujetó las flores y observó a Lee mientras se alejaba andando con dificultad, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Notó que el hombre tiritaba de frío. Entonces la agente se recostó en el asiento y las lágrimas se deslizaron por su rostro.

59

Nueve meses después Lee vigilaba la casa unifamiliar que servía de escondrijo a un hombre que pronto se vería implicado en un enconado divorcio con su esposa, a quien había engañado en varias ocasiones. La cónyuge, suspicaz en extremo, había contratado a Lee para que reuniese pruebas de las aventuras de su maridito, y el detective, que había visto un desfile de hermosas jóvenes entrar y salir de la casa, no había tardado mucho en encontrar ejemplos más que suficientes. La esposa quería sacar una buena tajada del divorcio, pues el tipo tenía unos quinientos millones de pavos en opciones sobre acciones de algún negocio de Internet de alta tecnología que había cofundado. Y a Lee le complacía inmensamente ayudarla. El esposo adúltero le recordaba a Eddie Stipowicz, el multimillonario que estaba con su ex. Reunir pruebas contra este tipo era como lanzar piedras contra la cabeza de Eddie.

Lee extrajo la cámara y sacó varias fotografías de una rubia alta con minifalda que se dirigía con toda tranquilidad a la casa unifamiliar. La fotografía del hombre, con el pecho descubierto y esperando en la puerta con una lata de cerveza en la mano y una sonrisa lasciva y bobalicona en su rostro rechoncho, sería la prueba número uno que emplearían los abogados de su esposa. Las leyes de divorcio para las separaciones amistosas habían reducido los casos en los que los investigadores privados tenían que sacar a relucir los trapos sucios, pero cuando llegaba el momento de repartir el botín del matrimonio, las infidelidades todavía tenían peso. A nadie le gustaba pasar por una situación así. Sobre todo cuando había niños de por medio, como era el caso.

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