David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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– ¿Qué ocurrió entonces?

– Obtuve las pruebas necesarias, pero mi socia, Faith Lockhart, que no estaba al tanto de lo que sucedía, comenzó a sospechar de mí. Supongo que pensó que yo estaba implicado en una trama. Naturalmente, no podía confiar en ella. Acudió al FBI con su versión de los hechos. Abrieron una investigación. El hombre de la CIA se enteró de lo ocurrido y tomó las medidas necesarias para acabar con la señora Lockhart. Gracias a Dios, logró escapar, pero un agente del FBI murió.

Todos los presentes comenzaron a murmurar.

Ward miró a Buchanan con expresión harto significativa.

– Está diciendo que un dirigente de la CIA fue responsable del asesinato de un agente del FBI?

Buchanan asintió.

– Si. Se han producido otras muertes, incluida -Buchanan bajó la vista por unos instantes y, temblando, añadió-: la de Faith Lockhart. Ése es el propósito de mi comparecencia. Acabar con los asesinatos.

– ¿Quién es ese hombre, señor Buchanan? -inquirió Ward con toda la indignación y curiosidad que supo aparentar. Buchanan se volvió y señaló a Robert Thornhill.

– El subdirector adjunto de operaciones, Robert Thornhill.

Thornhill estalló en cólera, blandiendo el puño con ira.

– Eso no es más que una maldita patraña -bramó-. Todo esto es un montaje, la abominación más disparatada que he escuchado en toda mi carrera. Me hacen venir aquí por medio de engaños y me someten a las acusaciones absurdas e insultantes de esta persona. Anoche estuvieron en mi casa, el tal Buchanan y este hombre. -Thornhill señaló a Lee-. Este hombre me apuntó con una pistola a la cabeza. Me amenazaron con esta misma historia demencial. Me aseguraron que tenían pruebas al respecto, pero cuando los puse en evidencia, se marcharon. Exijo que se los arreste de inmediato. Pienso presentar todos los cargos contra ellos. Y ahora, si me disculpan, tengo asuntos legales de los que ocuparme.

Thornhill intentó pasar por delante de Lee, pero el investigador privado se incorporó y le cerró el paso.

– A no ser que haga algo ahora mismo, señor presidente -le advirtió Thornhill a Ward-, me veré obligado a llamar a la policía por el teléfono móvil. Dudo mucho que le interese que todo esto salga en las noticias de la noche.

– Puedo demostrar todo lo que he dicho -aseveró Buchanan.

– ¿Cómo? -gritó Thornhill- ¿Con la estúpida cinta con la que me amenazó anoche? Si la tiene, enséñela. Aun así, contenga lo que contenga, es obvio que es falsa.

Buchanan abrió un maletín que descansaba sobre la mesa situada frente a él. En lugar de una cinta de audio, extrajo una de vídeo y se la entregó a uno de los ayudantes de Ward.

Todos los presentes observaban atentamente. Otro auxiliar empujó un televisor, con reproductor de vídeo incorporado, hasta una esquina de la sala para que todos vieran la pantalla. El ayudante tomó la cinta y la introdujo en el vídeo, apretó un botón del mando a distancia y se apartó.

En la pantalla se veía a Lee y a Buchanan saliendo del estudio de Thornhill. Luego Thornhill descolgaba el auricular, vacilaba, y, al cabo de unos instantes, extraía otro teléfono de uno de los cajones del escritorio. Habló ansiosamente. Toda la sala escuchó la conversación de la noche anterior. El plan de chantaje, el asesinato del agente del FBI, la orden de acabar con Buchanan y Lee Adams. La expresión triunfal que iluminó su rostro al colgar el teléfono contrastaba enormemente con la que tenía en esos momentos.

La pantalla se oscureció, pero Thornhill continuó mirándola, con la boca un tanto abierta y moviendo los labios, aunque sin llegar a articular palabra alguna. El maletín, repleto de documentos importantes, cayó al suelo, olvidado.

Ward golpeó el micrófono con la pluma, sin apartar los ojos de Thornhill. Si bien el semblante del senador traslucía cierta satisfacción, el horror se hallaba más patente aún; aquellas imágenes parecían haberle revuelto el estómago.

– Supongo que, dado que ha admitido que estos hombres estuvieron anoche en su casa, ahora no alegará que esta prueba es falsa -dijo Ward.

Danny Buchanan permanecía sentado, con la cabeza agachada. Su cara destilaba una mezcla de alivio y tristeza así como un gran cansancio. Saltaba a la vista que él también había tenido bastante.

Lee miró a Thornhill de hito en hito. La otra tarea que había realizado la noche anterior en casa del hombre de la CIA había sido relativamente sencilla. Se había valido de la tecnología PLC, la misma que Thornhill había empleado para colocar micrófonos ocultos en la casa de Ken Newman. Se trataba de un sistema inalámbrico con un micrófono de 2,4 gigahercios, cámara oculta y antena instalados en un dispositivo que se asemejaba al detector de humo del estudio de Thornhill y que de hecho funcionaba como tal además de constituir un equipo de vigilancia. Se alimentaba de la corriente eléctrica de la casa y ofrecía una inmejorable calidad de vídeo y audio. Thornhill había evitado las conversaciones comprometedoras fuera de su casa, pero nunca se le había ocurrido que hubieran colocado una especie de caballo de Tróya en el interior de su residencia.

– Estoy dispuesto a declarar en el juicio -dijo Danny Buchanan. Se puso en pie, se volvió y se dirigió hacia el pasillo.

Lee posó una mano sobre el hombro de Thornhill.

– Perdón -dijo cortésmente. Thornhill sujetó con fuerza el brazo de Lee.

– ¿Cómo lo hiciste? -preguntó Thornhill.

Lee se soltó lentamente y fue al encuentro de Buchanan. Los dos hombres abandonaron la sala con toda tranquilidad.

57

Un mes después de que Buchanan prestara declaración ante la comisión de Ward, Robert Thornhill descendió por los escalones del juzgado federal de Washington, dejando atrás a sus abogados. Lo aguardaba un coche; entró. Tras haber pasado cuatro semanas entre rejas, se le había concedido la libertad bajo fianza. Tenía que volver al trabajo. Había llegado la hora de la venganza.

– ¿Han contactado con todos? -preguntó Thornhill al conductor.

El hombre asintió.

– Ya están allí. Esperándole.

– ¿Y Buchanan y Adams?

– Buchanan está en el programa de protección de testigos, pero tenemos varias pistas. Adams está al descubierto; se le puede eliminar en cualquier momento.

– ¿Lockhart?

– Muerta.

– ¿Seguro?

– No hemos llegado a desenterrar el cuerpo, pero todo apunta a que murió en el hospital de Carolina del Norte. Thornhill se recostó en el asiento, suspirando.

– Mejor para ella.

El coche entró en un aparcamiento y Thornhill se apeó del vehículo. Acto seguido, entró en una furgoneta que lo esperaba; se alejó del aparcamiento y tomó la dirección contraria. Thornhill quería asegurarse de que no lo siguiera nadie del FBI.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos, llegó al pequeño y abandonado centro comercial. Entró en el ascensor y descendió a varias decenas de metros bajo tierra. Cuanto más bajaba, mejor se sentía. La idea le divertía.

Las puertas se abrieron y salió del ascensor hecho una furia. Todos sus colegas se encontraban allí. Su silla, a la cabecera de la mesa, permanecía vacía. Su leal camarada, Phil Winslow, estaba sentado a su derecha. Thornhill esbozó una sonrisa. De vuelta al trabajo, preparado para todo.

Tomó asiento y miró en torno a sí.

– Enhorabuena por la libertad bajo fianza, Bob -dijo Winslow.

– Cuatro semanas tarde -repuso Thornhill amargamente-. Creo que la Agencia necesita renovar a sus asesores legales.

– Bueno, esa grabación de vídeo era muy perjudicial -dijo Aaron Royce, el joven que se había enfrentado a Thornhill en la reunión anterior-. Lo cierto es que me sorprende que te hayan dejado salir. Y, sinceramente, me asombra que la Agencia estimara conveniente facilitarte un abogado.

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