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David Baldacci: A Cualquier Precio

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David Baldacci A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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Buchanan se acercó a él rápidamente.

– Lee, por favor, no lo hagas. No servirá de nada.

– Yo de usted haría caso a su amigo -manifestó Thornhill con la tranquilidad que le permitían las circunstancias. Le habían apuntado con una pistola en otra ocasión, cuando habían descubierto su tapadera en Estambul hacía muchos años. Había tenido la suerte de salir con vida. Se preguntaba si esa noche también le acompañaría la buena estrella.

– ¿Por qué tengo que hacer caso a nadie? -masculló Lee.

– Lee, por favor -insistió Buchanan.

Lee mantuvo el dedo en el gatillo por unos instantes con la mirada clavada en Thornhill. Al final, levantó lentamente el arma.

– Bueno, supongo que habremos de ir al FBI con lo que tenemos -declaró Lee.

– Sólo quiero que se vayan de mi casa.

– Y lo que yo quiero -intervino Buchanan- es tu garantía personal de que no morirá nadie más. Ya tienes lo que querías. No hace falta que hagas daño a más personas.

– Muy bien, muy bien, lo que usted diga. No mataré a nadie más -dijo Thornhill con sarcasmo-. Ahora tengan la amabilidad de marcharse de mi casa. No quiero asustar a mi esposa. No tiene la menor idea de que está casada con un asesino en serie.

– Esto no es ninguna broma -espetó Buchanan enfadado.

– No, la verdad es que no y espero que consigan la ayuda que a todas luces necesitan -declaró Thornhill-. Y, por favor, asegúrese de que su amigo armado no hace daño a nadie.

«Esto debería sonar muy bien en la cinta. Hasta me preocupo por los demás», pensó.

Buchanan recogió la cinta.

– ¿No deja aquí la prueba de mis crímenes? -preguntó Thornhill.

Buchanan se dio vuelta y lo miró con severidad.

– Teniendo en cuenta las circunstancias, no creo que sea necesario.

«Parece que quiere matarme -pensó Thornhill-. Bien, muy bien.»

Thornhill observó a los dos hombres mientras se alejaban por el camino de acceso hasta que desaparecieron en la calle oscura. Al cabo de un minuto oyó que un coche arrancaba. Se dirigió rápidamente al teléfono que había sobre la mesa pero se detuvo de golpe. ¿Estaría pinchado? ¿Acaso todo aquello era una farsa para hacerle cometer un error? Miró por la ventana. Sí, podían estar allí fuera en ese mismo instante. Pulsó un botón situado bajo la mesa. Todas las cortinas del estudio se corrieron y comenzó a sonar un ligero rumor junto a todas las ventanas. Abrió el cajón y extrajo el teléfono de seguridad. Estaba dotado de tantos dispositivos de seguridad y de codificación que ni si-quiera los listillos de la ANS podían intervenir una conversación mantenida a través del mismo. El teléfono, provisto de una tecnología similar a la de los aviones militares, emitía paja electrónica que frustraba cualquier intento de interceptar su señal. «Para que os enteréis, espías electrónicos, no sois más que unos aficionados», pensó.

– Buchanan y Lee Adams han estado en mi estudio -dijo por el teléfono-. ¡Si, en mi casa, maldita sea! Se acaban de marchar. Quiero a todos los hombres disponibles. Estamos a pocos minutos de Langley. Deberías ser capaz de encontrarlos. -Hizo una pausa para volver a encender la pipa-. Me han venido con no sé qué tontería sobre la cinta en la que yo reconocía que había ordenado matar al agente del FBI. Pero Buchanan estaba marcándose un farol. La cinta ya no existe. Supongo que llevaban micrófonos y me he hecho el tonto. Casi me cuesta la vida. Al idiota de Adams le ha faltado poco para volarme la tapa de los sesos. Buchanan ha dicho que Lockhart estaba muerta, lo cual es bueno para nosotros, si es verdad. Pero no sé si están colaborando con el FBI. De todos modos, sin la cinta no tienen pruebas de lo que hemos hecho. ¿Qué? No, Buchanan me ha suplicado que lo dejemos en paz. Que podíamos seguir con el plan de chantaje, pero que lo dejáramos vivir. De hecho, ha sido patético. Cuando los he visto entrar he pensado que venían a matarme. Ese Adams es peligroso. Y me han dicho que Constantinople mató a dos de nuestros hombres. Constantinople debe de estar muerto, así que necesitamos a otro espía en el FBI. De todos modos, encuéntralos, y esta vez no quiero errores. Son hombres muertos. Después de eso, habrá llegado el momento de poner el plan en práctica. Me muero de ganas de ver esos rostros lastimeros en el Capitolio cuando les informe de esto.

Thornhill colgó y se sentó a la mesa. El hecho de que hubieran ido a su casa tenía gracia. Era un acto de desesperación por parte de hombres desesperados. ¿Creían en realidad que podían engañar a un hombre como él? Resultaba casi un insulto. Pero al final había ganado. La realidad era que al día siguiente o poco después ellos estarían muertos y él no.

Se levantó de detrás del escritorio. Había sido valiente, había conservado la calma bajo la presión. «La supervivencia siempre resulta embriagadora», se dijo Thornhill al apagar la luz.

56

Aquella mañana, como de costumbre, en el edificio Dirksen de oficinas del Senado reinaba una gran animación. Robert Thornhill caminaba con paso decidido por el largo pasillo, balanceando el maletín a su mismo ritmo. La noche anterior había sido de lo más importante, podría decirse que incluso todo un éxito en varios sentidos. El único inconveniente era que todavía no habían logrado encontrar a Buchanan y a Adams.

El resto de la noche había sido una auténtica delicia. A la señora Thornhill le había impresionado su inusitado celo animal. Su mujer se había levantado temprano para prepararle el desayuno, vestida con un conjunto ceñido de color negro. Hacía años que no le preparaba el desayuno o se ponía ropa ajustada.

La sala de sesiones se encontraba al final del pasillo. El pequeño feudo de Rusty Ward, pensó Thornhill con sorna. Gobernaba con un puño sureño, es decir, con guantes de terciopelo pero con nudillos de granito. Ward te adormecía con su acento ridículamente almibarado y, cuando menos lo esperabas, se abalanzaba sobre ti y te hacía trizas. Su intensa mirada y sus más que calculadas palabras ablandaban al enemigo confiado en su incómoda silla eléctrica gubernamental.

Todo cuanto tenía que ver con Rusty Ward hería la sensibilidad a la vieja usanza de Thornhill. Sin embargo, esa mañana estaba preparado. Le hablaría de los escuadrones de la muerte y de informes varios hasta el día del juicio final, por emplear una de las expresiones preferidas de Ward; de ese modo, el senador no obtendría información alguna.

Antes de entrar en la sala de reuniones, Thornhill respiró profundamente y con energía. Imaginó el escenario que estaba a punto de presenciar: Ward y compañía tras su pequeño estrado; el presidente estaría tirándose de los tirantes, mirando en torno a sí mientras hojeaba los documentos de la sesión para no perderse ni un solo detalle de los confines de su patético reino. Cuando Thornhill entrara, Ward lo observaría, sonreiría, asentiría y lo saludaría de forma casi inocente con la intención de que Thornhill bajara la guardia, como si eso fuera posible. «Pero supongo que tiene que cumplir con las formalidades -pensó-. ¡Enseñarle trucos nuevos a un perro viejo!» Ésa era otra de las estúpidas expresiones de Ward. ¡Qué original!

Thornhill abrió la puerta y recorrió con paso seguro el pasillo de la sala de sesiones. A medio camino, se percató de que la sala estaba mucho más concurrida de lo normal. No cabía un alma. Echó una ojeada alrededor y vio rostros que no conocía. Al aproximarse al estrado, se le heló la sangre: ya había varias personas sentadas, de espaldas a él.

Alzó los ojos hacia la comisión. Ward le devolvió la mirada. No sonrió ni le dedicó uno de sus estúpidos saludos.

– Señor Thornhill, le ruego que tome asiento en la primera fila. Una persona prestará declaración antes que usted. Thornhill parecía aturdido.

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