David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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Desde su posición, al lado de Buchanan, vio el arma antes que los demás y advirtió que el cañón apuntaba a su amigo. En su mente escuchó la detonación que propulsaría la bala que mataría a Buchanan. Lo inexplicable fue la rapidez con la que actuó.

La bala alcanzó a Faith en el pecho; profirió un grito ahogado y se desplomó a los pies de Buchanan.

– ¡Faith! -gritó Lee. En vez de intentar reducir a Connie, se abalanzó sobre ella.

Reynolds apuntó a Connie con la pistola. Cuando él se dio vuelta para encañonarla, la imagen de la pitonisa se le apareció en la mente. Esa línea de la vida demasiado corta. AGENTE FEDERAL MADRE DE DOS HIJOS MUERTA. En su cabeza vio el titular con nitidez. Todo aquello resultaba casi paralizante. Casi. Reynolds y Connie se clavaron la mirada. Él alzó la pistola para apuntarle a la cabeza. Apretaría el gatillo, a Brooke no le cabía la menor duda. Tenía el valor suficiente, las agallas para matar. ¿Y ella? Tensó el dedo en el gatillo de su pistola mientras el mundo parecía ralentizarse al ritmo de un fondo submarino, donde la gravedad quedaba anulada o era muy superior. Su compañero. Un agente del FBI. Un traidor. Sus hijos. Su propia vida. Ahora o nunca. Reynolds apretó el gatillo una vez y luego otra. El retroceso era corto, su puntería perfecta. Cuando las balas penetraron en el cuerpo de Connie, se le estremeció todo el organismo mientras su mente quizá continuara enviando mensajes, no consciente todavía de que estaba muerto.

Reynolds tuvo la impresión de que Connie la miraba inquisitivamente mientras caía y la pistola se le escapaba de la mano. Esa imagen la perseguiría para siempre. Brooke Reynolds no respiró hasta que el agente Howard Constantinople quedó tendido en el suelo, inmóvil.

– ¡Faith! ¡Faith! -Lee le rasgó la camisa y dejó al descubierto la horrible herida sangrienta que tenía en el pecho-. ¡Oh, Dios mío, Faith! -Estaba inconsciente y apenas se percibía su respiración.

Buchanan la contemplaba horrorizado.

Reynolds se arrodilló junto a Lee.

– ¿Es muy grave?

Lee levantó los ojos, angustiado. Era incapaz de articular palabra.

Reynolds inspeccionó la herida.

– Grave -afirmó-. La bala está dentro. Se ha alojado justo al lado del corazón.

Lee observó a Faith. Empezaba a palidecer. Se notaba que la vida se le escapaba con cada breve inspiración.

– ¡Dios mío, no, por favor! -exclamó Lee.

– Tenemos que llevarla rápidamente a un hospital -dijo Reynolds. No tenía la menor idea de dónde estaba el más cercano ni mucho menos de dónde había uno que tuviera un buen quirófano, que era lo que Faith realmente necesitaba. Buscar por la zona en coche sería como firmar el certificado de defunción de Faith. Podía llamar a los paramédicos, pero a saber cuánto tiempo tardarían en llegar. El rugido del motor de la avioneta hizo que Reynolds mirara por la ventana. En pocos segundos se le ocurrió un plan. Se acercó corriendo a Connie y le arrebató la placa del FBI. Por un breve instante, se fijó en su antiguo compañero. No debía sentirse mal por lo que había hecho. Sin duda él estaba dispuesto a matarla. Así pues, ¿por qué la atormentaban los remordimientos? Connie estaba muerto. Faith Lockhart no. Por lo menos de momento. Reynolds regresó rápidamente junto a Faith.

– Lee, vamos a tomar el avión. ¡Date prisa!

El grupo corrió al exterior, con Reynolds en cabeza. Oyeron que los motores del bimotor aceleraban, preparándose para el despegue. Reynolds apreto el paso. Iba directa al seto hasta que Lee la llamó y le señaló el camino de acceso. Torció en esa dirección y llegó a la pista de aterrizaje al cabo de un minuto. Miró hacia el extremo opuesto. El avión estaba girando, preparado para rodar a toda velocidad por la pista y despegar; su única esperanza se esfumaría en cuestión de segundos. Recorrió el asfalto a toda velocidad, hacia el avión, al tiempo que blandía la pistola y la placa gritando «¡FBI!» a todo pulmón. El aeroplano se acercaba a Brooke a toda velocidad cuando Buchanan y Lee, que llevaban a Faith, irrumpieron en la pista.

Finalmente, el piloto reparó en la mujer armada que se aproximaba al avión. Desaceleró y el ruido de los motores disminuyó.

Reynolds se aproximó al aparato, mostró la placa y el piloto abrió la ventanilla.

– FBI -dijo Reynolds con voz ronca-. Tengo a una mujer herida de gravedad. Necesito su avión. Llévenos inmediatamente al hospital más cercano.

Él echó un vistazo a la placa y a la pistola y asintió anonadado.

– De acuerdo.

Subieron todos a la avioneta y Lee abrazó a Faith contra su pecho. El piloto hizo girar la nave de nuevo, regresó al final de la pista e inició el despegue una vez más. Un minuto después el bimotor se elevaba en el aire para surcar el cielo ya iluminado.

53

El piloto llamó por radio para que tuvieran preparada una ambulancia equipada con un sistema de respiración artificial en la pista de aterrizaje de Manteo que, por fortuna, se encontraba a pocos minutos de distancia en avión. Reynolds y Lee utilizaron algunas vendas del botiquín de primeros auxilios del aeroplano para intentar cortar la hemorragia. Además, Lee había administrado oxígeno a Faith de la pequeña bombona que había a bordo, pero ninguno de sus esfuerzos parecían surtir efecto. Ella todavía no había recobrado el conocimiento y apenas le encontraban el pulso. Se le habían empezado a enfriar las extremidades, aunque Lee la abrazaba, en un intento por transmitirle algo de calor con su cuerpo, como si eso pudiera mejorar su estado.

Lee se trasladó con Faith en la ambulancia al Beach Medical Center, un hospital que contaba con sala de urgencias y centro de traumatología. A Reynolds y Buchanan los llevaron allí en coche. Camino del hospital, Reynolds llamó a Fred Massey a Washington. Le contó lo suficiente para que éste corriese a tomar un avión del FBI. Reynolds le insistió en que sólo viniera él, sin nadie más. Massey había aceptado esta condición sin rechistar. Quizá había sido el tono de su voz o, sencillamente, el asombroso contenido de las pocas palabras que Reynolds había pronunciado.

Trasladaron en el acto a Faith a la sala de urgencias, donde los médicos se ocuparon de ella durante casi dos horas intentando mantener sus constantes vitales, regularle el ritmo cardíaco y detener la hemorragia interna. La perspectiva no era demasiado halagüeña. En una ocasión incluso tuvieron que recurrir al desfibrilador.

A través de las puertas, Lee observaba petrificado a Faith sacudirse bajo el impacto de la corriente eléctrica que le aplicaban con los electrodos. Sólo fue capaz de moverse cuando vio que en el monitor aparecía la característica serie de picos y valles en vez de una línea recta.

Apenas dos horas después tuvieron que abrirle el pecho, separarle las costillas y practicarle un masaje cardíaco para que el corazón siguiera latiéndole. Cada hora parecía enfrentarse a una nueva crisis destinada a segar el débil hilo que la mantenía unida a la vida.

Lee recorría la sala de un extremo a otro con las manos en los bolsillos, cabizbajo, sin hablar con nadie. Había rezado todas las oraciones que recordaba. Incluso había inventado algunas nuevas. No podía hacer nada por ella y eso era lo que no soportaba. ¿Cómo había permitido que ocurriera algo así? ¿Cómo era posible que Constantinople, ese viejo y gordo hijo de puta, hubiera disparado? Y encima mientras él estaba a su lado. Y Faith, ¿por qué se había puesto en medio? ¿Por qué? Era Buchanan quien debía yacer en esa camilla rodeado de médicos que intentaran desesperadamente devolverle la vida a su cuerpo destrozado.

Lee se reclinó en la pared y se deslizó hasta el suelo, al tiempo que se cubría el rostro con las manos y su cuerpo robusto se estremecía.

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