David Baldacci - A Cualquier Precio
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Lee alumbró el espacio que lo rodeaba y se quedó petrificado. En una de las paredes había una puerta; debía de ser la de un armario. Nada en ella llamaba la atención excepto un cerrojo de seguridad. Lee se aproximó, lo observó con detenimiento y reparó en el montoncito de serrín que había justo debajo. Lee dedujo que lo había dejado allí la persona que instaló el mecanismo y taladró la puerta de madera. Cerrojos de seguridad en la zona exterior de la casa. Sistema de seguridad. Un pestillo colocado recientemente en la puerta de un armario situado en el interior de una casa de alquiler que estaba en el culo del mundo. ¿Por qué se habían tomado tantas molestias? ¿Qué ocultaban allí?
«Mierda, masculló de nuevo Lee. Le habría gustado salir de allí, pero no podía apartar los ojos del cerrojo. Si Lee Adams tenía un defecto, aunque resultaría injusto calificarlo de defecto teniendo en cuenta su profesión, era su curiosidad. Los secretos lo atormentaban. Las personas que intentaban ocultarle cosas lo sacaban de quicio. Lee, que respondía al prototipo de hombre convencido de que las grandes fuerzas adineradas asolaban la Tierra y sumían en la confusión a personas normales y corrientes como él, creía ciegamente en el principio de la revelación y claridad absolutas. Fiel a su convicción, Lee sostuvo la linterna entre el costado y el brazo, enfundó la pistola y sacó el equipo para forzar puertas. Con gran destreza acopló una ganzúa al dispositivo. Respiró a fondo, introdujo la ganzúa en la cerradura y puso en marcha la máquina.
Cuando el cerrojo se descorrió, Lee realizó otra profunda inspiración, sacó la pistola y apuntó a la puerta mientras hacia girar el pomo. Dudaba que alguien se hubiera escondido en el armario y estuviera a punto de abalanzarse sobre él, pero lo cierto es que había visto cosas más raras en su vida. No era del todo imposible que alguien se ocultase tras la puerta.
Cuando Lee vio lo que había en el armario, en parte deseó que el problema fuese tan sencillo como que le hubiesen tendido una emboscada. Soltó varios insultos en voz baja, enfundó la pistola y salió corriendo.
El parpadeo de las luces rojas del equipo electrónico resplandecía en la oscuridad a través de la puerta abierta del armario.
Lee se dirigió a toda prisa hacia la otra habitación de la parte delantera de la casa y alumbró las paredes trazando líneas regulares y ascendentes. Entonces la vio: había una cámara en la pared, junto a la moldura. Debía de tener un objetivo diminuto, diseñado para la vigilancia encubierta. Resultaba invisible en aquella penumbra, pero la luz de la linterna se reflejaba en ella. Lee desplazó el haz y enfocó un total de cuatro cámaras.
«Mierda», pensó. El sonido que había oído antes. Seguramente habría tropezado con algún dispositivo que había accionado las cámaras. Regresó corriendo al armario del salón e iluminó con la linterna el aparato de vídeo.
¡«Expulsar»! ¿Dónde diablos estaba el botón de «expulsar»? Lo encontró, lo pulsó pero no ocurrió nada. Lo apretó una y otra vez. Pulsó los otros. Nada. Entonces se percató de que había otro sensor de infrarrojos en la parte delantera del vídeo y entonces comprendió por qué no funcionaban los botones: el vídeo se controlaba mediante un mando a distancia especial. Se le heló la sangre al imaginar todas las posibilidades que se derivaban de ello. Le pasó por la cabeza disparar contra el video para que escupiera la cinta. Sin embargo, no sería de extrañar que el maldito aparato estuviese blindado, en cuyo caso la bala rebotaría y lo alcanzaría a él. ¿Y si estaba conectado a un satélite en tiempo real y la cinta solo era una copia de seguridad? ¿Había una cámara en la habitación? Tal vez lo observaran en ese preciso instante. Por un momento, pensó en hacerles un corte de mangas.
Se disponía a salir disparado de nuevo cuando, de repente, se le ocurrió una idea. Rebuscó a tientas en la mochila y se dio cuenta de que sus dedos no se movían con la destreza habitual. Rodeó con las manos la pequeña caja. La sacó rápidamente, forcejeó durante unos segundos con la tapa para abrirla y extrajo un imán pequeño pero potente.
Los imanes gozaban de gran popularidad entre los ladrones porque eran idóneos para localizar v descorrer los pasadores de las ventanas una vez cortado el cristal. De lo contrario, ni el más experto de los ladrones sería capaz de quitar los pasadores. Ahora el imán desempeñaría el papel contrario: no le ayudaría a entrar en la casa sino a salir de la misma sin dejar indicios, o al menos eso esperaba.
Sujetó el imán y lo deslizó por delante y por encima del video. Lo hizo una y otra vez mientras transcurría el minuto que se había concedido antes de huir. Rezó para que el campo magnético borrara las imágenes de la cinta. Sus imágenes.
Guardo el imán en la mochila, se volvió y voló hacia la puerta. En cualquier momento podía llegar alguien. De repente, Lee se detuvo.
¿ No sería más prudente regresar al armario, arrancar el vídeo v llevárselo? Oyo un ruido y, de inmediato dejó de pensar en el vídeo.
Un coche se aproximaba a la casa.
«¡Hijo de puta!», exclamo Lee entre dientes.
¿Se trataba de Lockhart y su acompañante? Siempre habían ido a la casa un día sí y otro no. Al parecer, habían cambiado de costumbre. Lee regresó como una exhalación al pasillo, abrió de golpe la puerta trasera, salió y salvó las escaleras de un salto. Cayó pesadamente sobre el césped húmedo, le resbalaron los pies y dio con su cuerpo en el suelo. El impacto le cortó la respiración y sintió un dolor intenso en el codo. No obstante, el miedo es el mejor de los analgésicos. Bastaron unos segundos para que se incorporara y arrancara a correr hacia el bosque.
Cuando Lee estaba a medio camino, el coche enfiló el camino de acceso; la luz de los faros osciló ligeramente cuando el coche pasó de la carretera al terreno más irregular que conducía a la casa. Lee dio varias zancadas más y se apresuro a ocultarse entre los árboles.
El punto rojo había permanecido por unos instantes en el pecho de Lee. Serov lo habría matado sin problemas, pero eso habría alertado a los ocupantes del coche. El ex agente del KGB encañonó con el rifle la puerta del conductor. Confiaba en que el hombre que acababa de esconderse en el bosque no fuera tan estúpido como para intentar hacer algo. Hasta el momento había tenido mucha suerte; se había salvado no una vez, sino dos. Más valía que no tentara a la suerte. Sería de muy mal gusto, pensó Serov mientras volvía a apuntar con el láser.
Lee debió seguir corriendo, pero se detuvo, jadeando, y regresó con sigilo al límite del bosque. Su característica más marcada, tal vez en exceso, había sido siempre la curiosidad. Además, era probable que las personas que se ocupaban del equipo de vigilancia electrónico ya lo hubieran identificado. Qué demonios, con seguridad ya sabrían a qué dentista iba y que prefería la Coca-Cola a la Pepsi, así que la situación no empeoraría mucho aunque se quedara para ver qué sucedía. Si los ocupantes del coche se encaminasen hacia el bosque, emularía al mejor corredor de maratón olímpico, y, aun descalzo, los desafiaría a que lo atraparan.
Se agachó y sacó un monóculo de visión nocturna. Se basaba en una tecnología de infrarrojos de mira amplia, que suponía una enorme mejora respecto al intensificador de luz ambiental que Lee había utilizado en el pasado. Los infrarrojos de mira amplia detectaban el calor. No requería luz y, a diferencia del intensificador, distinguía las imágenes oscuras de los fondos negros y traducía el calor en nítidas imágenes de vídeo.
Lee enfocó la imagen; su campo de visión se había visto reducido a una pantalla verde con imágenes rojas. Veía el coche tan de cerca que tenía la sensación de que si alargaba la mano lo tocaría. La zona del motor era la que más brillaba ya que todavía estaba muy caliente. Un hombre salió del lado del conductor. Lee no lo reconoció, pero tensó las facciones al ver a Faith Lockhart apearse del coche. En aquel momento, el hombre y Faith estaban el uno junto al otro. El hombre vaciló, como si hubiera olvidado algo.
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