David Baldacci - A Cualquier Precio

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David Buchanan aplica sucias presiones para financiar causas honrosas. Robert Thornhill, un alto cargo de la CIA, descubre el juego y empieza a chantajearle, pues quiere devolver a la CIA el prestigio perdido. Faith Lockhart, una tercera persona implicada en este asunto, opina que se ha ido demasiado lejos y decide confesarlo todo al FBI. Su vida a partir de entonces tiene un precio

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Finalmente, Faith bajó el cristal.

– Abre la puerta -ordenó el hombre- y hazte a un lado.

– ¿Quién eres?

– Vámonos de aquí. No te conozco, pero no quiero estar aquí cuando llegue alguien más. Tal vez tenga mejor puntería.

Faith abrió la puerta y cambió de asiento. Lee enfundó la pistola, lanzó la mochila a la parte de atrás, entró, cerró la puerta y salió dando marcha atrás. En ese preciso instante, sonó el teléfono móvil del asiento delantero y tanto Lee como Faith se sobresaltaron. Lee detuvo el coche y los dos miraron al teléfono y luego el uno al otro.

– No es mío -dijo Lee.

– Ni mío -replicó Faith.

– ¿Quién era el hombre que ha muerto? -preguntó Lee cuando el teléfono dejó de sonar.

– No pienso decirte nada.

Llegaron a la carretera, Lee puso el coche en modo marcha y aceleró.

– Tal vez te arrepientas.

– No lo creo.

A Lee pareció confundirle el tono seguro y confiado de ella. Faith se abrochó el cinturón de seguridad mientras él tomaba una curva un tanto deprisa.

– Si antes has matado a ese hombre, luego me matarás diga lo que diga o aunque no te diga nada. Si me has contado la verdad y no le has disparado, entonces no creo que me mates aunque no te cuente nada -razonó Faith.

– Tu visión del bien y del mal es bastante ingenua. Hasta los tipos buenos matan de vez en cuando -aseveró Lee.

– Lo dices por experiencia propia? -preguntó Faith, arrimándose a la puerta.

Lee activó el cierre centralizado.

– No irás a saltar del coche en marcha, ¿verdad? Sólo quiero saber qué pasa, empezando por la identidad del tipo muerto.

Faith lo miró de hito en hito, con los nervios destrozados. Al cabo de un rato habló en un tono apenas perceptible.

– ¿Te importa si vamos a algún sitio, a cualquier sitio, donde pueda sentarme y pensar un poco? -Entrelazó los dedos y añadió con voz ronca-: Nunca había presenciado un asesinato. Casi nunca he estado… -Alzó la voz y comenzó a temblar-. Por favor, para. ¡Por el amor de Dios, para! Estoy a punto de vomitar.

Lee frenó en seco en el arcén y quitó los seguros de las puertas. Faith abrió la puerta, asomó la cabeza y vomitó.

Él tendió la mano, la posó en su hombro y apretó con fuerza hasta que Faith dejó de temblar.

– Te pondrás bien -dijo Lee en voz baja y firme. Se calló y esperó a que ella se sentara de nuevo para proseguir-. Lo primero que tenemos que hacer es deshacernos de este coche. El mío está al otro lado del bosque, a pocos minutos de aquí. Luego podremos ir a un lugar donde estarás segura. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -logró responder Faith.

7

Sólo veinte minutos después, un turismo se detuvo junto a la entrada de la casita y un hombre y una mujer salieron del mismo. El metal de sus armas reflejaba la luz de los faros del coche. La mujer se aproximó al cadáver, se arrodilló y observó el cuerpo. Si no hubiera tratado mucho a Ken Newman, tal vez no lo habría reconocido. No era la primera vez que veía a un hombre muerto y sin embargo sintió que algo le subía por el estómago hasta la garganta. Se incorporó rápidamente y desvió la vista. La pareja registró la casa a conciencia y acto seguido rastreó la zona que lindaba con el bosque antes de regresar al lugar donde yacía el cadáver.

El hombre, fornido y corpulento, observó el cuerpo de Ken Newman y soltó un juramento. Quienes conocían a Howard Constantinople lo llamaban «Connie». Había visto muchas cosas durante su larga carrera de agente del FBI. Sin embargo, lo que había ocurrido esa noche era algo nuevo incluso para él. Ken Newman era un buen amigo suyo; parecía que en cualquier momento rompería a llorar.

La mujer estaba a su lado. Medía un metro ochenta y cinco, tanto como Connie. Tenía el cabello castaño cortado por encima de las orejas y el rostro alargado y estrecho. Sus rasgos destilaban inteligencia. Llevaba un elegante traje de pantalón y chaqueta. Debido a los años y el estrés del trabajo, pequeñas arrugas le surcaban la comisura de la boca y los ojos, oscuros y tristes. Echó un vistazo alrededor con la soltura de quien está acostumbrado no sólo a observar sino también a efectuar deducciones precisas a partir de lo que ve. Su semblante traslucía una furia interna incontenible.

A sus treinta y tres años, las atractivas facciones de Brooke Reynolds, así como su cuerpo alto y esbelto, la convertían, siempre que lo quisiera, en objeto de admiración para los hombres. Sin embargo, puesto que estaba sumida en el proceso de un amargo divorcio que había afectado mucho a sus dos hijos, Reynolds se preguntaba si desearía de nuevo la compañía de un hombre.

Su padre, fanático del béisbol, la había bautizado, desoyendo las objeciones de su madre, con el nombre de Brooklyn Dodgers Reynolds. Su padre nunca volvió a ser el mismo después de que su amado equipo se marchara a California. Desde el principio, su madre había insistido en que le pusieran Brooke a la niña.

– Dios mío -dijo finalmente Reynolds sin apartar la mirada del cadáver.

Connie se volvió hacia ella.

– ¿Y ahora qué hacemos?

Reynolds se sacudió la desesperación que se había apoderado de ella. Debían actuar con rapidez pero de forma metódica.

– Tenemos un crimen entre manos, Connie. No nos quedan muchas alternativas.

– ¿Las autoridades locales?

– Se trata de una AAF -repusó Reynolds, refiriéndose a una agresión a un agente federal-, por lo que el FBI se hará cargo. -Era incapaz de quitar ojo al cadáver-. Aun así, tendremos que colaborar con la policía del condado y la estatal. Tengo contactos, así que estoy bastante segura de que podremos controlar el flujo de información.

– Como se trata de una AAF, la Unidad de Crímenes Violentos del FBI también intervendrá. Eso rompe nuestra Muralla China.

Connie sabía que su colega se refería a la prohibición de pasar información confidencial de un departamento a otro.

Reynolds respiró a fondo para contener las lágrimas que comenzaban a humedecerle los ojos.

– Haremos lo que podamos. Primero tenemos que acordonar la escena del crimen, aunque no creo que haya muchos problemas por aquí. Llamaré a Paul Fisher, de la oficina central, y lo pondré al corriente de todo. -Reynolds ascendió mentalmente por la cadena de mando de la Oficina de Campo en Washington del FBI, o OCW. Habría que notificar al ASAC, al AEC y al SEF; el SEF, o subdirector en funciones, era el máximo responsable de la OCW, y era casi tan importante como el director del FBI. Reynolds pensó que dentro de poco habría siglas suficientes como para hundir un acorazado.

– Me juego lo que quieras a que el director también vendrá -añadió Connie.

A Reynolds comenzaron a arderle las paredes del estómago. La muerte de un agente era un golpe muy duro. La pérdida de un agente bajo su vigilancia era una pesadilla de la que jamás despertaría.

Un hora después, los cuerpos policiales habían acudido a la escena del crimen y, por suerte, sin los medios de comunicación. El médico forense estatal confirmó lo que ya sabían quienes habían visto la terrible herida: a saber, que el agente especial Kenneth Newman había fallecido a consecuencia de una herida de bala, que había entrado por la parte superior de la nuca y había salido por la cara. Mientras la policía local hacía guardia, los agentes de la UCV, o Unidad de Crímenes Violentos, acumulaban pruebas metódicamente.

Reynolds, Connie y sus superiores se reunieron junto al coche. Fred Massey era el SEF, el agente de mayor rango presente en la escena del crimen. Era un hombre de baja estatura y sin sentido del humor que agitaba sin cesar la cabeza. Llevaba desabotonado el cuello de la camisa blanca y la calva le resplandecía bajo la luz de la luna.

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