Allison Brennan - La Caza

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Sólo hay una cosa que Miranda no puede perdonarse a sí misma: haber sobrevivido. Doce años atrás, consiguió escapar de las manos del asesino conocido como El carnicero, pero al hacerlo tuvo que dejar atrás a otras víctimas como ella, atrapadas, torturadas y asesinadas por un sádico que siempre ha ido un paso por delante de la policía. Ahora, vuelve a actuar. Miranda ya no es la presa, sino el cazador: sabe que atraparlo es la única manera de volver a encontrar la paz. Pero para ello tendrá que reencontrarse con Quinn, el hombre que la ayudó a superar el miedo y, también, el que la traicionó cuando más lo necesitaba. Ahora los dos se enfrentan a la más perversa mente criminal… pero también a unos sentimientos que han intentado enterrar durante años.

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Miranda miró a Quinn de reojo. ¿Quería que investigara aquello? No esperaba que la incluyera en sus planes, a la luz de lo ocurrido en el pasado. Saber que él confiaba en ella para encontrar respuestas, aunque fuera sólo un pequeño aspecto de la investigación, significaba mucho.

– Gracias -dijo.

– ¿Por qué?

– Por confiar en mí.

– Sólo te pido que tengas cuidado -dijo él, finalmente.

La Puta iba a despellejarlo vivo.

Pero ¿qué se suponía que tenía que hacer él? Ese jodido poli había venido a meter las narices. ¿Qué habría pasado si hubiera decidido saltarse todas las normas sobre inspecciones y búsquedas, si hubiera entrado en la cabaña?

Él no podía decirle nada a La Puta a propósito de eso. Ella no sabía todo lo que él guardaba. No lo habría entendido. Él necesitaba una conexión con las mujeres que había cuidado. Manoseaba sus fotos y lo recordaba todo a propósito de ellas. La suavidad de su pelo. La belleza de los cuellos. Y sus pechos… sobre todo amaba sus pechos. Bellos, redondos, llenos.

No, ella no lo entendería.

Pero ahora tenía que deshacerse del jodido vehículo del poli. Quizá lanzarlo por la orilla del camino. O abandonarlo donde lo encontraran fácilmente. ¿Era preferible esconderlo o dejar que lo descubrieran?

No lo sabía. Por eso la había llamado.

Ella subió por el estrecho camino a más velocidad de lo que debía, y casi acabó empotrada en la parte de atrás de la camioneta del sheriff. Bajó del coche a toda prisa, con su rubia cabellera rebotando sobre los hombros.

– ¡Maldito imbécil!

– Estaba husmeando por aquí.

– Tenemos que irnos. -Ella subió la escalera a grandes zancadas y se detuvo en la puerta-. ¿Dónde está? ¿Qué has hecho con el cuerpo? ¿Lo has enterrado?

– Está con la chica.

Ella parpadeó y lo miró con ojos desmesuradamente abiertos.

– ¿Por qué habrías de arrastrar el cuerpo a kilómetros de aquí? ¿Por qué no lo has enterrado aquí?

– Creo que no está muerto.

– ¿Y eso, por qué coño?

Él se encogió de hombros. No estaba en sus planes matarlo. Sólo lo había dejado fuera de combate. Había sangrado un poco, pero no creía haberlo matado. De hecho, tirado ahí en el balcón, no le urgía demasiado matarlo. ¿Qué gracia tenía matar a alguien que no sabía lo que le esperaba?

En fin. Él no tenía pensado dejar que el sheriff se largara. A la larga, moriría de hambre.

– Eres un imbécil. ¡Un gilipollas de mierda! Ahora tenemos que irnos, abandonar Montana. Me has arruinado la vida. ¡Maldito, maldito seas!

La Puta se paseaba a grandes zancadas, mesándose el pelo. El se encogió, apoyado en la pared exterior de la casa. No había manera de saber qué era capaz de hacer en ese estado de ánimo.

La Puta siguió farfullando y lanzando imprecaciones durante diez minutos antes de dirigirse a él con el índice en alto.

– Haz el equipaje. Nos vamos. Vamos a dejar a la chica, y a Nick Thomas. Estarán muertos antes de que los encuentren. Tengo algo de dinero guardado. Conseguiremos nuevas identidades, quizá en California. Sí, California estaría bien. Los Ángeles es una ciudad grande, y nos quitaremos de en medio.

– No.

Ella dejó de pasearse de arriba abajo y se lo quedó mirando.

– ¿Qué?

– No pienso irme. Theron y Aglaia han puesto huevos. No me puedo ir hasta que los polluelos rompan el cascarón.

– ¿Piensas arriesgarlo todo por unos jodidos pájaros de mierda?

Él se puso tenso.

– No son unos pájaros de mierda.

Son pájaros. ¿No me dijiste en una ocasión que están por todas partes, que hasta construyen sus nidos en los tejados de los edificios en Los Ángeles? Si quieres ver a esos malditos bichos, ya puedes ir pensando en mirarlos desde la calle en lugar de andar perdiendo el tiempo en medio de la porquería en el culo del mundo. ¡Maldita sea, esto va en serio! ¡Has secuestrado al sheriff! No podemos quedarnos aquí. Tenemos que irnos. Y tú vendrás conmigo.

Lo irritaba el desprecio que La Puta demostraba por Theron y Aglaia. Entretanto, ella pensaba en lo que le diría a su marido, o en cómo comprarían nuevos carnés de conducir, y cuándo se largarían.

Él no se largaría.

Ella mentía, igual que todas las demás. Ella siempre le decía que se sentía orgullosa de su trabajo, que admiraba su paciencia y su esmerado cuidado de los halcones. Pero ahora los llamaba pájaros de mierda. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo era posible que pensara eso de un animal tan elegante y veloz, tan libre y hermoso como Theron?

Sintió que se iba acumulando aquella rabia tan familiar, pero esta vez era diferente. La furia crecía por momentos, se hacía más real. Sus propias necesidades ya no eran esenciales. La rabia no paraba de aumentar, hasta que lo superó.

Si él no volvía donde Theron, ¿quién se ocuparía de él? ¿Algún funcionario del Estado que identificaba a los pájaros por su frecuencia de radio? Nunca. Theron tenía una personalidad única. Él jamás permitiría que lo convirtieran en un simple número, uno de tantos, es decir, en nada. Ahora que al halcón peregrino ya no se le consideraba un ave en peligro de extinción, a nadie le importaba tanto como a él.

Si él se marchaba, ¿qué les pasaría? ¿Quién los vigilaría? ¿Quién los seguiría o protegería?

No, él no pensaba irse. Y ella no podía obligarlo.

Además, todavía no había acabado con la rubia que tenía oculta. No podía marcharse antes de terminar con ella.

¡Flas!

Se llevó una mano a la mejilla, mientras el calor del golpe le iba bajando de la cabeza al resto del cuerpo. Se la quedó mirando. Casi había olvidado que ella estaba frente a él, hablándole.

– ¡No has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho! ¡Joder, no eres más que un pobre imbécil! Ve a buscar tus cosas. ¡Ahora!

– No.

Parecía tranquilo. En realidad, se sentía libre. Y le gustaba ese sabor de su desafío.

– ¿Qué? -Ella parecía conmocionada. Bien.

– No me voy. Todavía no -dijo, y dio un paso hacia ella. Él era quince centímetros más alto que La Puta, pero nunca se había sentido tan grande como en ese momento. Se irguió cuan alto era y la miró desde su altura.

Ella empezó por desviar la mirada. Luego dio un paso atrás. ¿Era miedo lo que se le pintaba en la cara? Sí, lo era. El conocía bien esa mirada, pero nunca pensó que llegaría el día en que la viera en ella.

Durante años, ella lo había mimado e ignorado. Lo había amado y odiado, lo había protegido y también herido.

Ahora ya no tenía ningún poder sobre él. Los años no habían pasado en vano.

Ella miró a derecha e izquierda, pero sonrió. Una sonrisa nerviosa.

Lo había entendido.

– Cariño -dijo, con esa voz melosa suya-. Sé razonable.

– No pienso irme hasta que los polluelos rompan el cascarón.

– Pero…

Él lanzó un manotazo y le dio en toda la cara. Ella trastabilló y se fue hacia atrás.

Él no sabía quién estaba más sorprendido, si él o ella. Jamás le había levantado la mano. Jamás lo había pensado seriamente.

Pero ella nunca había atacado a sus pájaros antes.

Él se creció ante el alcance del miedo de ella. La suerte se había girado y ahora el poder estaba en sus manos.

– Tú puedes hacer lo que te dé la maldita gana -avisó -. Yo no pienso irme.

Capítulo 23

Nick recordaba su primera borrachera. No se trataba de una simple intoxicación. No, se trataba de una borrachera en toda regla, con el cerebro embotado, con náuseas que le hicieron vomitarlo todo, arrastrándose por el suelo.

Ahora cambiaría con gusto el dolor de cabeza por una resaca de tres días.

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