– ¿Se lo puedes explicar a Miranda?
– Lo he intentado -dijo Quinn. Daba la impresión de estar a la defensiva.
– Sí, recuerdo que lo intentaste entonces, cuando todo estaba en carne viva y era un asunto muy emocional. Y ahora, ¿qué?
– Nada ha cambiado, Liv. He intentado hablar con ella dos veces, pero me rehúye. No quiere escucharme.
– Oblígala a escucharte.
– Maldita sea, lo he intentado.
– Inténtalo de nuevo.
A pesar de que Nick había trazado una meticulosa cuadrícula en su mapa, casi se pasó del desvío que llevaba a la cabaña del juez Parker.
Las ramas colgantes de unos árboles gruesos rozaron el techo de su todoterreno cuando subió por la empinada cuesta. Las luces de sus faros iluminaban justo el trozo de delante, pero el estrecho camino de grava estaba flanqueado por gruesos arbustos y enredaderas que rascaban ambos lados del coche al pasar.
Una hora antes, Nick había estado sentado a la mesa de su cocina comiendo un plato de comida preparada mientras revisaba los mapas y los documentos de propiedad que había copiado del Registro. Tenía que situar los lindes de esa cabaña en concreto en el mapa. De pronto lo vio claro. Aquella propiedad estaba situada en el centro de un círculo de unos veinticinco kilómetros y destacaba como si fuera el blanco central. La cabaña era la única construcción accesible a pie a partir de las escenas de todos los crímenes que habían descubierto. Si bien parte del terreno era peligroso y se podía tardar horas, un excursionista con experiencia podía conseguirlo.
Por su forma física, el Carnicero podía permitírselo.
Nick pisaba terreno peligroso. La cabaña era propiedad del juez Richard Parker.
Aunque su intuición fuera acertada y la cabaña fuera un punto de descanso para el Carnicero, eso no significaba que el Juez Parker estuviera enterado. Aquel hombre era dueño de una propiedad de cuatro mil hectáreas. Era imposible mantener una vigilancia que abarcara toda esa extensión.
Nick no se podía permitir que uno de los hombres más poderosos de Montana se volviera contra él o contra la Oficina del Sheriff. Era preferible investigar la cabaña en secreto, y luego informar en caso de que descubriera algo.
Tampoco pensaba encontrarse con nadie. Sólo quería confirmar que existía y echar una mirada. Si encontraba pruebas de que había intrusos o de que hubiera sido habitada recientemente, traería a un equipo de investigadores y hablaría con Parker.
El juez no declaraba la propiedad como fuente de ingresos, pero eso no significaba gran cosa. Podía alquilarla a amigos los fines de semana, o quizá la usara él. La había heredado de su padre, según los registros patrimoniales. Aquella cabaña en concreto estaba situada en el culo del mundo, como muchas casas de vacaciones en el sudoeste de Montana.
Si Nick no se hubiera pasado cinco horas en el Registro de la Propiedad examinando todas las propiedades registradas en un radio de quince kilómetros del lugar donde había aparecido cada víctima conocida, nunca se habría fijado en esa cabaña.
Llamó a Quinn cuando se acercaba al desvío de la Hostería Gallarín para saber si quería acompañarlo. Pero contestó el buzón de voz y Nick no dejó mensaje. Ir hasta Big Sky era un capricho, porque era probable que su corazonada no llevara a ninguna parte. Después de pasar los últimos días zarandeado por la prensa, prefería que su hipótesis fuera un secreto hasta tener alguna prueba.
Al final, descartó las dudas y continuó subiendo los tres kilómetros sinuosos que quedaban por el camino estrecho y lleno de arbustos.
Tras un giro brusco, desembocó directamente en el garaje de la cabaña, y aunque Nick esperaba encontrarla de un momento a otro, lo cogió por sorpresa. Frenó de golpe y apagó las luces al mismo tiempo.
Apagó el motor y bajó de la camioneta. Al sentir el aire frío se abrigó cerrándose el anorak. Desde que el sol se había puesto, la temperatura rondaba los diez grados. La previsión del tiempo calculaba unas mínimas de cinco. Se encogió de frío pensando en Ashley van Auden.
En la época en que era pareja con Miranda, Nick se dio cuenta de que a ella le pasaba algo con el calor. Se daba unas duchas con agua que habrían escaldado a cualquiera. Se abrigaba cuando hacía buen tiempo. Siempre llevaba mantas y café caliente en el coche. Durante mucho tiempo, Nick lo había visto como costumbres muy especiales. Nunca lo relacionó con la agresión del Carnicero hasta una noche, poco antes de que se separaran.
Oye, Randy, vamos a dar un paseo por el lago Meyer.
Era verano y los termómetros todavía rondaban los veintisiete grados, a pesar de que se acercaba la hora de ponerse el sol. Prometía ser una noche deliciosa.
– No tengo ganas.
Nick frunció el ceño. Estaba acostumbrado a los cambios de humor de Miranda, pero ella solía ser muy espontánea. Le fascinaba esquiar, bajar los rápidos en balsa; era la única mujer que conocía que sentía pasión por la vida al aire libre. Era una de las razones por las que se había enamorado de ella.
El lago Meyer era uno de esos lugares donde iban las parejas a bañarse desnudas.
Mierda, había metido la pata.
– Lo siento, debería haber pensado…
Ella lo interrumpió.
– No me importa que me vean, Nick.
– No se me ocurrió pensar -dijo él, frunciendo el ceño.
– Esta noche hará unos quince grados. Él no le entendió.
– Te prometo que volveremos a casa antes de que haga tanto frío. Ella lo miró, desilusionada.
– No pienso ir a nadar a ningún lugar de noche.
Acabaron quedándose en casa de Nick mirando una película. Nick creía que Miranda no quería que la vieran desnuda, con el cuerpo lleno de cicatrices, y se sintió mal por haberlo sugerido.
Ahora lo sabía. No era el hecho de estar desnuda, sino de estar desnuda en el agua fría.
Nick se dio cuenta de que había echado mano de la pistola de diez milímetros que llevaba. Casi volvió a enfundarla.
Pero, no. Decidió permanecer alerta.
No había luces encendidas en la cabaña. Parecía desierta. Nick se relajó.
La rodeó. Era una estructura clásica en A, con una sala o salas grandes en la primera planta, apoyada sobre pilares. Y una especie de ático en la parte superior.
Subió las enclenques escaleras que llevaban al balcón que la rodeaba. Era evidente que no había nadie. Estaba oscuro. No había vehículos. Vacía. Aún así, Nick estaba tenso, con todos los sentidos alerta.
Miró por la ventana, y la media luna le permitió ver unas cuantas sombras. Algunos muebles, un sofá, una silla, una mesa. Nada de equipaje. Nada de comida en la mesa. Ninguna pistola, ni cuchillo ni mujer atada al suelo.
Sí, había sido una pérdida de tiempo venir.
Enfundó la pistola, echó una mirada por el balcón. Había dos sillas tumbonas apoyadas contra la pared de la casa. Cruzó al otro lado del balcón y miró hacia el lago, a unos cien metros, cuya superficie quieta reflejaba la luna.
¿Qué voy a hacer ahora?
Nadie sabía que había ido hasta allí. Volver a casa, dormir unas cuantas horas, contarle a Quinn que había revisado los registros de propiedad con una corazonada que no dio resultado. Olvidarse de todo eso y concentrarse en la lista de cincuenta y pico hombres de la universidad.
Era lo que tendría que haber hecho ese día en lugar de andarse con corazonadas.
Al girarse se apoyó en la barandilla y vio un par de botas junto a la puerta.
Qué raro.
Fue a desenfundar su pistola.
Antes de que pudiera sacarla, cayó, víctima de un golpe que le hizo perder el conocimiento.
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