Quince minutos más tarde se detuvo frente a una casa de estilo Victoriano en una calle tranquila del centro de Bozeman. Su todoterreno no estaba en la entrada.
Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. La casa se veía vacía.
Bajó del jeep y se acercó cautelosamente. No sabía por qué sentía tanta aprehensión. Al fin y al cabo, era media mañana en pleno centro de Bozeman. Calle abajo, un anciano regaba el césped. En la esquina, oyó a un grupo de chavales jugando a pilla-pilla; sus chillidos y risas llenaban el aire.
Pero Miranda había advertido la preocupación en la voz de Quinn. Nick no se había presentado en el despacho por la mañana.
Subió por las anchas escaleras que conducían a la puerta principal y se detuvo en el porche. Se quedó mirando el banco donde ella y Nick solían sentarse a conversar durante esos años de amistad. Le recordó lo que había perdido después de la separación. Antes de que fueran pareja, Miranda nunca se lo pensaba dos veces y paraba en su casa a comer una pizza y a tomar una cerveza, o simplemente para charlar un rato. Pero cuando dejaron de verse como pareja, nunca volvió a sentirse cómoda con la idea de visitarlo.
Siempre había pensado en Nick como su mejor amigo. Sin embargo, durante el último año su relación era sobre todo de trabajo. La entristecía pensar en eso.
Tocó el timbre y después llamó a la puerta.
– ¡Nick! Soy Miranda. Silencio.
Volvió a llamar y miró por la estrecha ventana junto a la puerta. No observó movimiento.
Bajó del porche y siguió por el lado del garaje hasta la parte de atrás. Todo parecía estar en su lugar. Ni ventanas rotas ni puertas abiertas.
Dio una vuelta alrededor de la casa y no observó nada raro. Nick guardaba una llave en el cobertizo de la parte de atrás de la casa. Miranda la encontró y abrió la puerta trasera. El interior estaba demasiado frío, como si la noche anterior la calefacción no hubiera estado encendida.
Miranda, presa de cierto nerviosismo, desenfundó su pistola. Era una tontería, pensó, pero era preferible ser tonta que acabar muerta.
La cocina estaba impecable: sólo un vaso de plástico grande de un restaurante de comida rápida del vecindario. Estaba en el borde del mueble y ella lo cogió con cuidado. Estaba medio lleno. Nick tenía el cubo de la basura debajo del fregadero de la cocina. Miranda abrió la puerta del armario. Encima de todo había una bolsa del mismo restaurante. Lo cogió y miró el ticket de la compra. La hora registrada eran las 20:04 del día anterior.
Devolvió la basura a su lugar, miró a su alrededor pero no vio nada más que le pareciera fuera de lugar. Subió y se detuvo ante el cuarto de baño. Por naturaleza, Nick era una persona organizada. Cada cosa tenía su lugar. En un armario tenía una caja de píldoras con siete compartimentos, uno para cada día de la semana. Nick creía que una dosis diaria de vitaminas lo mantenía sano, y Miranda no recordaba que jamás se hubiera ausentado del trabajo por enfermedad. Siempre tomaba las grageas por la mañana, justo después de levantarse, para no olvidarse.
Miranda abrió el compartimento del Viernes.
Las grageas todavía estaban ahí.
Abrió los demás. Quizá Nick ya no era tan meticuloso como antes.
Los compartimentos del domingo al jueves estaban vacíos. Nick no había cambiado su costumbre.
Volvió al jeep y llamó a Quinn.
– Nick no está en casa.
– Mierda.
– Estuvo en casa anoche después de las ocho, pero creo que más tarde volvió a salir. -Miranda le explicó a Quinn lo del ticket del restaurante.
– ¿Sabes en qué andaba ayer?
– No, pensaba que tú sí lo sabías.
– Ni idea.
– ¿Dónde estás?
– En el despacho de Nick.
– Voy enseguida. Todo esto me da muy mala espina.
– A mí también. -Quinn parecía tan preocupado como la propia Miranda.
Quinn estaba revisando la mesa de Nick, intentando averiguar dónde había ido cuando Sam Harris, el ayudante del sheriff, entró sin llamar.
Harris era un hombre bajito que caminaba muy erguido en un intento de parecer más alto. Quinn había conocido a muchos hombres como Harris entre los guardianes de la ley; polis que disfrutaban del poder que les daba vestir de uniforme.
– Agente Peterson -dijo Harris, con un gesto de la cabeza.
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Yo diría, más bien, ¿en qué puedo ayudarle yo a usted? Al parecer, el sheriff ha desaparecido y eso me deja a mí al mando. Desde luego, me alegro de que el FBI este aquí para ayudar a nuestra pequeña oficina.
– Hay que emitir una orden de búsqueda para localizar a Nick, si es que todavía no lo han hecho. He pedido a dos agentes que le sigan el rastro para saber qué hizo ayer. Sabemos que cenó en casa entre las ocho y las nueve. Llamó y dejó unos mensajes desde el teléfono de su casa. Sin embargo, en algún momento volvió a salir y no regresó.
– Eso está hecho -dijo Harris.
– Gracias.
Quinn iba a preguntar si la camioneta de Nick tenía GPS, ya que muchos departamentos de policía habían instalado el sistema en sus vehículos, cuando Harris lo interrumpió.
– Tengo que informar a la alcaldesa sobre la investigación. No ha tenido noticias de Nick después de la conferencia de prensa de ayer, y nos pidió que le entregáramos un informe diario.
– Nick y yo decidimos que la alcaldesa, y también los medios de comunicación, deben estar informados sin que eso perjudique a la seguridad de la investigación. No hace falta recordarle que se trata de un caso muy delicado.
– Estoy totalmente de acuerdo -dijo Harris, con un tono que daba a entender que pensaba justo lo contrario-, pero la alcaldesa no está contenta con la cobertura de los medios de comunicación. La están sometiendo a un severo escrutinio, no sólo en la prensa local sino también en las cadenas de televisión nacionales.
– Estamos todos bajo el ojo de la opinión pública -dijo Quinn-. Se debe a la naturaleza de nuestros asuntos.
– Es verdad, es verdad -dijo Harris, con una media sonrisa-. Pero usted sabe que donde las dan las toman. La alcaldesa está bajo presión, todos estamos bajo presión.
Incluso en las circunstancias más difíciles, Quinn solía manejarse bien con las cuestiones de política local. Pero este caso era personal. Primero, la experiencia de Miranda y, ahora, la desaparición de Nick.
– Ya entiendo -dijo Quinn, como conteniéndose-. Confío en que le hará llegar la información pertinente a la alcaldesa.
Harris se lo quedó mirando.
– Permítame que le haga una pregunta, agente Peterson. Dejando de lado su amistad con el sheriff Thomas, dígame: ¿puede decir sinceramente que se ha hecho todo lo que se tenía que hacer?
– No pienso quedarme aquí emitiendo juicios sobre los procedimientos cuando tenemos a dos personas desaparecidas -dijo Quinn-. Le puedo asegurar que no he detectado fallo alguno en el quehacer de la oficina del sheriff del condado de Gallatin.
– No somos una oficina grande. No tenemos los recursos para manejar simultáneamente dos casos de desaparición. Quizás el sheriff simplemente necesitaba un poco de tiempo. Ha estado sometido a mucha presión. -Harris intentaba parecer comprensivo, pero era palpable la antipatía latente en su tono de voz.
Quinn iba a responder cuando Harris lo interrumpió.
– Quizás ha llegado el momento de que intervengan más hombres -dijo, con las manos detrás de la espalda-. Ya que el sheriff no está en condiciones de solicitar la ayuda en este momento, yo lo haría con mucho gusto.
Era un comentario demasiado sutil para estar seguro, pero el tono de Harris le hizo entender a Quinn claramente la insinuación de que Nick debería haber solicitado más ayuda al FBI.
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