Allison Brennan - La Caza

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Sólo hay una cosa que Miranda no puede perdonarse a sí misma: haber sobrevivido. Doce años atrás, consiguió escapar de las manos del asesino conocido como El carnicero, pero al hacerlo tuvo que dejar atrás a otras víctimas como ella, atrapadas, torturadas y asesinadas por un sádico que siempre ha ido un paso por delante de la policía. Ahora, vuelve a actuar. Miranda ya no es la presa, sino el cazador: sabe que atraparlo es la única manera de volver a encontrar la paz. Pero para ello tendrá que reencontrarse con Quinn, el hombre que la ayudó a superar el miedo y, también, el que la traicionó cuando más lo necesitaba. Ahora los dos se enfrentan a la más perversa mente criminal… pero también a unos sentimientos que han intentado enterrar durante años.

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No podía dejar de pensar en Quinn.

– Vete -le murmuró al vacío.

Hubo un tiempo en que ella contaba los días que faltaban para su próxima visita. Escuchaba su voz por teléfono y sentía como un aleteo de mariposas en el vientre que la hacía sonreír.

Cuando él empezó a visitarla regularmente tras cerrarse la investigación sobre el Carnicero por falta de pruebas, ella no sabía qué pensar ni sentir, ni cómo reaccionar. Quinn le agradaba, le gustaba mucho, pero Miranda temía que en el fondo nunca sería capaz de amar a un hombre, nunca dejaría que un hombre la tocara íntimamente. Estaba herida, tenía el cuerpo tan permanentemente marcado que la cirugía no podía remediarlo todo. Nunca sería una mujer normal, ni por dentro ni por fuera.

Con Quinn, se sentía como una princesa.

Daban largos paseos y él le tomaba la mano.

Hablaban durante horas de cualquier cosa, de la familia de él, de su carrera, sus sueños. De la familia de ella, de su pasado, de lo que esperaba del futuro. Y hablaban también del Carnicero.

Un día Miranda sintió ganas de que él la besara. Pero él nunca tomaba la iniciativa. Ella se preguntaba cómo reaccionaría si él se decidía por fin a besarla.

En una ocasión, al atardecer, estaban sentados en el columpio del porche.

– ¿Quinn? -preguntó ella, mirando sus dedos entrelazados.

– ¿Mmm?

Ella miró su atractivo perfil, casi cincelado. Tenía los ojos cerrados y parecía estar en paz, con una media sonrisa en los labios. La luz del sol poniente daba a su piel un tono más cobrizo, y ella pensó que le apreciaba mucho más de lo que quería reconocer.

Había pasado un año desde el ataque. Su vida pendía de una especie de hilo. Había vuelto a la universidad, pero no era lo mismo. No encontró nada de interesante en sus estudios de empresariales, ni siquiera en las asignaturas optativas como literatura inglesa.

Estaba cansada de tanta inmovilidad. Quería y necesitaba seguir adelante.

Y quería que Quinn estuviera con ella a cada paso del camino.

– ¿Quieres besarme?

Sintió que Quinn se ponía tenso. ¿Se habría extralimitado en su sugerencia?

– Lo siento -dijo, y desvió la mirada.

Él le cogió el mentón con el dedo y la hizo volverse hacia él. Sus ojos marrones se oscurecieron, parecían negros. Miraba con expresión seria, y ella estuvo a punto de quedar sin aliento ante la pura belleza de su rostro.

– He tenido ganas de besarte desde que volví en septiembre a verte. He querido besarte cada día que hemos pasado juntos, y cada día que hemos estado separados.

Miranda sintió un afecto cálido, profundo y reconfortante que se adueñaba de ella, como si la sinceridad de sus palabras le acariciara el alma. Se inclinó apenas hacia delante.

– Bésame -dijo.

El ligero roce de sus labios la hizo temblar. Ella le puso lentamente los brazos alrededor del cuello. Él la besó con más urgencia y ella se inclinó hacia él. Quinn la estrechó y la atrajo con fuerza, sus manos perdidas bajo el pelo en la nuca, sosteniéndola con fuerza, aunque no demasiada. A cada movimiento que ella hacía, él se plegaba, cada caricia en la cara, los brazos y el pecho, todo lo aceptaba.

Ella quería algo más que un beso.

– Quédate conmigo esta noche -le murmuró al oído.

El se movió para que pudieran mirarse a los ojos.

– Miranda, quiero quedarme contigo. Quiero hacerte el amor. Pero esta noche no. No nos precipitemos.

Ella parpadeó, y un velo de frialdad le cubrió el rostro.

Durante dos minutos, había olvidado al Carnicero. Durante dos minutos gloriosos, lo había borrado de su mente.

– Ha pasado un año -dijo ella, con voz neutra, y se giró para apartarse de él -. No me he precipitado en nada.

– Lo sé, cariño, no te enfades. Quiero estar seguro de que deseas lo mismo que yo.

Ella se mordió el labio para no llorar. No por Quinn, sino porque su vida era tan diferente de lo que deseaba. Habría querido crear su propio negocio, algo relacionado con la vida al aire libre y el ocio. Organizar salidas en balsa por el río en verano, enseñar a los chicos a esquiar en invierno y ayudar a su padre en la hostería.

– Nada volverá jamás a ser lo mismo -murmuró.

Él le acarició la mejilla hasta que ella se giró. La emoción en sus ojos era un reflejo de su confusión interior.

– No, nada volverá a ser lo mismo. Pero tú eres la mujer más fuerte que jamás he conocido. Tu voluntad de sobrevivir, no sólo a lo que ocurrió hace un año, sino también para reclamar tu vida, es algo que me da una lección de humildad.

– No soy nada especial -dijo ella, sacudiendo la cabeza.

Él estuvo a punto de echarse a reír.

– Miranda, eres increíble -dijo, y la besó suavemente.

– Sé que el hecho de que el asesino de Sharon ande suelto es como una herida abierta. Que no se cierra nunca. Quisiera haber hecho algo más -dijo, con voz ronca, y se mesó el pelo con gesto de arrepentimiento.

– Hiciste todo lo posible. -A ella le había impresionado el FBI y la policía durante la investigación. Pero ahora su caso quedaba cerrado. A menos que el Carnicero atacara a otra mujer, nunca lo capturarían. No era justo que otra mujer tuviera que ser agredida, que tuviera que morir, para encontrar al asesino de Sharon.

Miranda deseaba contribuir en algo. No sólo para detener al Carnicero sino para encontrar a otros asesinos. Hombres que acechaban a las mujeres, que las maltrataban para satisfacer su alma torcida y enferma.

¿Por qué no podría? ¿Por qué no podía convertirse en un agente activo de esa idea? Llevaba un año sin hacer nada en la hostería Y… ¿qué había hecho? ¿Ir a la universidad? ¿Ayudar a su padre con los clientes? Lo que en realidad hacía era compadecerse de sí misma y no hacer nada productivo con su vida.

Si quería aprender a vivir con lo que le había ocurrido, aquello tenía que cambiar.

– ¿Qué pensarías si te dijera que quiero ser policía? Podría trabajar en la oficina del sheriff. -Antes de que Quinn pudiera responder, siguió, más ilusionada a medida que le venían ideas -. ¡O quizá podría ser agente del FBI! Soy lista, casi he terminado mi licenciatura, vuelvo a estar en forma y no me importa trabajar duro.

Por fin podría hacer algo trascendente, para variar, y no quedarme aquí sentada sin hacer nada. Estoy cansada de ser una víctima.

Él no dijo palabra.

– No crees que sea buena idea.

– Yo no he dicho eso.

– No tienes por qué decirlo. -Miranda quería su aprobación. Necesitaba su apoyo.

– Miranda, quiero que hagas lo que tengas ganas de hacer. Pero no tenía ni idea de que te atraía la idea de ser policía. Nunca lo habías mencionado.

– Es algo que siempre he pensado, para mí, pero ha cobrado cuerpo cuando estaba aquí sentada mientras pensaba que nada volvería a ser lo mismo y que yo tengo que hacerme cargo de mi propia vida.

– Tienes que tener veintitrés años para que te acepten en la Academia -dijo Quinn.

– Sólo falta un año.

– Tienes que terminar tu licenciatura. Hay muchos agentes que después sacan un máster en otro campo, como criminología o psicología.

– Soy buena alumna. No me importaría tener que estudiar un año más.

– La Academia no es fácil. Es física y mentalmente demoledora.

– Yo me puedo manejar. ¿No crees?

Él respondió al cabo de un rato.

– Sí, creo que respondes bien cuando te ves sometida a presión.

– Quinn, me siento como si tuviera que ayudar a la gente. No tengo otra manera de explicarlo -dijo, y frunció el ceño. A duras penas conseguía explicarse a sí misma ese torbellino de ideas y elucubraciones que giraba en su cabeza. Sin embargo, una cosa sí estaba clara. Ahora tenía una dirección y no pensaba perder el rumbo. Tener un objetivo favorecía su determinación.

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