La emoción de Miranda iba en aumento a medida que todo se aclaraba en su cabeza.
– No corrió mucho rato. No podía. Él no se habría arriesgado a ello, porque estaba oscureciendo y la lluvia arreciaba. Lo cual significa que la barraca está cerca. ¡Tiene que estar cerca!
Quinn se la quedó mirando un rato largo. ¿Acaso se mostraría contrario a su hipótesis? Miranda no podía creerlo. Conocía esas tierras como la palma de su mano; sabía cómo pensaba el Carnicero. Sabía que vivía para la caza más que para la violación. Sin embargo, a ninguna de ellas les había dado una gran ventaja. Dos minutos. Les había dicho a Sharon y a ella. Dos minutos, y se convirtieron en presas a abatir.
Estaba a punto de exigirle a Quinn que demostrara que su plan era mejor. Confiaba en su propia experiencia y formación para fundamentar su punto de vista. Y él dijo:
– De acuerdo.
Antes de que cambiara de parecer, ella sonrió.
– Sígueme -dijo. Se apartó del estrecho sendero y cortó a través de árboles y malezas.
Por experiencia, Quinn sabía que era probable que Miranda tuviera razón. Era un razonamiento válido y confirmaba que, al menos en lo que se refería a la búsqueda, ella sería más una ayuda que un estorbo.
El aire estaba más frío, húmedo y oscuro en medio del bosque. El olor a humedad que manaba de la tierra después de la tormenta hizo pensar a Quinn en la vida y la muerte, como si el bosque hubiera renacido, lavado por la lluvia.
Si encontraban la cabaña donde el Carnicero había encerrado a Rebecca, puede que encontraran pistas que los condujeran hasta él. Durante años había sido muy escurridizo; no se podía deducir que siguiera un patrón en sus secuestros, pero sí que actuaba en primavera. Abril, mayo y junio.
Doce años antes no habían detectado un patrón de comportamiento. Cuando Miranda y Sharon fueron raptadas, el mes del año no tuvo una relevancia especial. Sin embargo, en su investigación del secuestro de las hermanas Denver, la compañera de Quinn, Colleen Thorne, se dio cuenta de que el dato de que actuaba en la primavera era evidente. Todas las víctimas del Carnicero habían desaparecido en primavera.
Habían consultado con Hans Vigo, el principal experto del FBI en perfiles psicológicos, y éste declaró que la estación tenía una importancia especial para el asesino, o que algo en su trabajo o vida personal le impedía matar el resto del año.
Quizá fuera simplemente una cuestión de conveniencia. La temporada de caza en Montana se abría sobre todo en los meses de otoño. En primavera sería menos probable un encuentro accidental con alguien porque los cazadores autorizados no salían en busca de presas. Sin embargo, la clave de la psicología de este asesino en concreto, dijo Vigo, era que necesitaba ejercer un control total. Cuando Quinn preguntó por qué renunciaba a ese control dando a las víctimas tiempo para escapar, Vigo le recordó que las mujeres no controlaban en absoluto su situación. Estaban desnudas, heridas, debilitadas por una dieta a base de pan y agua, y la ventaja de dos minutos no era más que una treta. Podía alcanzarlas con facilidad, guardando una distancia suficiente para que la víctima pensara que podía escapar y, cuando se cansaba de la cacería, entraba a matar.
– Es el único aspecto de la vida que puede controlar -sentenció Vigo-. Recordadlo. Cuando lo encontréis, veréis que no controla en absoluto su vida ni su trabajo.
Eso quería decir que de pequeño el asesino habría estado sometido a un padre o madre dominante y maltratador. Los malos tratos eran a la vez físicos y mentales, y si él se resistía, el castigo por su desobediencia era severo. Era probable que en algún momento de la infancia lo hubieran encerrado, quizás en un cuarto pequeño, o que lo hubieran maniatado.
Tendría un empleo donde no mantendría demasiado contacto con las personas. Superficialmente, funcionaría con normalidad y no habría señales del severo trastorno que sufría, pero no le iría bien en situaciones en que tuviera que estar en contacto constante con personas.
El Carnicero no controlaría demasiado la orientación de su profesión, pero eso sería sobre todo culpa suya. Se vería relegado a trabajos de menor categoría debido a su incapacidad para relacionarse con las personas en un contexto cotidiano. Quizá tuviera una tarea repetitiva, en una fábrica, donde se repetían las tareas, lo cual le provocaría una gran frustración, puesto que aquel hombre poseía una inteligencia superior a la media. Era posible que trabajara al aire libre, por ejemplo, en la construcción, moviéndose de obra en obra sin establecer vínculos estrechos con los compañeros de trabajo.
Nunca habían encontrado un sospechoso. Cada vez que desaparecía una estudiante de la Universidad de Montana State, interrogaban a sus novios, ex novios y profesores de facultad, para luego descartarlos como sospechosos. El asesino era un hombre dotado de una fuerza física superior a la normal, una gran paciencia y un conocimiento exhaustivo del territorio entre Bozeman y la frontera norte del Parque Nacional de Yellowstone. Sabía dónde se encontraba cada cabaña en el bosque, cada barraca abandonada, todos los lugares donde podría tener cautivas a una o dos mujeres durante una semana para torturarlas y violarlas cuando le viniera en gana.
Ninguno de los hombres que habían interrogado mostraban ese perfil.
Quinn admiraba a Miranda por su manera de procesar mentalmente la información. Y, desde luego, nunca había dudado de su inteligencia. Lo suyo era una combinación de sentido común, conocimientos e intuición que, la mayoría de las veces, la orientaba en la dirección correcta.
Se mordió la lengua. No quería reconocer que aún sentía algo por Miranda. Joder, si pensaba en ella sin parar. En sus momentos más flojos, entre la medianoche y el amanecer, era cuando su decisión de no pensar en ella flaqueaba y entonces la recordaba como era, su sabor, cómo le sonreía cuando él la estrechaba.
No sabía cuándo se había enamorado de ella. Cuando la visitó aquel primer sábado después de que la investigación sobre el Carnicero se suspendiera por falta de pruebas, sabía que volvería a Montana cada vez que tuviera un momento libre. Pasaba con ella al menos un fin de semana al mes. No la presionaba, no podía hacerlo, pero juntos tejieron un vínculo que él jamás había soñado encontrar.
Incluso ahora, diez años más tarde, se daba cuenta de que nunca había cortado lo que los unía. Todavía se sentía atraído por Miranda. ¿Por qué la había recomendado a la Academia, de entrada? Si le hubiera aconsejado que esperara, que se diera un tiempo para definir sus opciones profesionales, que pensara en lo que quería de verdad, todo lo que vino después se podría haber evitado.
Y quizá todavía estarían juntos.
Había creído durante mucho tiempo que ella volvería a él. Su amor, pensaba, era indestructible.
Se equivocaba. Ella nunca lo buscó, ni quiso escuchar sus motivos y, en cambio, había acudido a Nick.
Quinn decidió no pensar en sus frustraciones. No tenía sentido pensar en lo «que-habría-pasado-si…» Había tomado la decisión más difícil de su vida, hacía diez años y ahora tenía que vivir con las consecuencias.
Dejó que Miranda abriera la marcha. Aunque le costara reconocerlo, se sentía un poco incómodo con el hecho de no ver el cielo. Estaban rodeados por sombras y resultaba difícil saber en qué dirección iban. Él estaba casi seguro de que avanzaban en dirección noreste. Pero ese «casi» podía hacer que se perdieran.
Tenía que confiar en que Miranda sabría cómo sacarlo de aquel laberinto.
Pasaron cuarenta minutos, y Quinn estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando, de pronto, llegaron a un claro inundado por la luz del sol, lo cual era alentador.
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