Aunque debido a la lluvia de la noche anterior y al terreno escarpado, casi se daba por sentado que aquel día no tendrían éxito la esperanza era algo que Miranda nunca perdía. Gracias a la esperanza podía seguir, día a día, año tras año, cada vez que se producía un secuestro o un asesinato. La esperanza de que encontrarían al Carnicero y de que, al final, triunfaría la justicia.
Si perdía la esperanza, también perdería el juicio. Entonces Quinn sacudiría la cabeza con gesto de suficiencia y diría:
– Tenía razón.
– Yo iré por la izquierda -avisó Miranda, librándose de sus cavilaciones-. Tú ve por ahí. -Señaló el lado opuesto del estrecho sendero.
– Para -ordenó él.
Ella se volvió a mirarlo. Habían recorrido un trecho bastante largo del monte, y ya no había nadie cerca; las voces se perdían a sus espaldas.
Maldita sea, qué guapo era con su pelo trigueño y su mandíbula fuerte y angulosa. Hasta la curvatura ligeramente torcida de su nariz era sexy. Pero no iba a dejar que su atractivo físico torciera su decisión.
– ¿Qué? -preguntó, con los dientes apretados.
– Tú no das las órdenes, Miranda. Yo estoy aquí, se supone que oficialmente, para ayudar al sheriff en su investigación. No puedo permitir que empieces a dar órdenes.
– A ver si aclaramos una cosa, agente Peterson -dijo ella, con rostro inexpresivo -. Puede que seas el gran agente federal que ha venido a salvar a los imbéciles del campo, pero no cometas el error de pensar que aquí tienes algún poder real. Yo he vivido y trabajado aquí, y aquí tengo mi hogar. Esta gente de aquí me obedece a mí. Confían en mí. No me eches encima tu rango porque convertirás tu vida en un infierno.
Una expresión de rabia le cruzó el rostro y apareció aquel tic familiar en su mandíbula. Pero Miranda vio en sus ojos que él sabía que tenía razón. Bien. Iba a volver al rastreo cuando una mano la cogió y la hizo girarse.
Ella lo obligó a soltarla con un movimiento del brazo.
– No me toques -dijo, con la voz enronquecida. El corazón le latía demasiado fuerte. Recordaba cómo era tocarse con Quinn. Sus caricias atrevidas y sus largos besos. Se sentía arder con el recuerdo de lo explosivos que eran cuando estaban juntos. De cuánto lo había amado. De cómo él hizo añicos su confianza, su esperanza y su corazón.
Tardó mucho tiempo en dejar que alguien la tocara. Volvió a sentirse cómoda con el contacto físico pero, aunque hubieran pasado doce años, si alguien la tocaba cuando no se lo esperaba, su miedo era palpable.
Odiaba al Carnicero, que le había robado tantas cosas.
Quinn la miró con cara de sorprendido y retrocedió un paso.
– No hagas amenazas que no estás dispuesta a cumplir -dijo, y su tono de voz se parecía al de ella-. No te pelearás conmigo, porque deseas que se haga justicia tanto como yo. Quizás incluso más.
Se quedaron mirándose. Ella detestaba su manera de escudriñarla con su mirada inteligente, como si pudiera leerle el pensamiento, ver directamente en su alma herida. Se enderezó y no rehuyó la mirada.
– Como profesional de la búsqueda y rescate, tu ayuda es muy valiosa -siguió él-, por ahora. Pero si creo, aunque no sea más que por un momento, que tu comportamiento no es profesional o que podría poner en peligro esta investigación, pediré que te releven.
A Miranda le tembló la mandíbula. Ardía de ganas de responder pero se dio media vuelta para controlar su agitación. No era su amenaza lo que la molestaba sino, más bien, el hecho de que él siguiera pensando que ella se derrumbaría. Durante años, Miranda había experimentado ese mismo miedo casi paralizante en el momento de despertarse. Tuvo una imagen de sí misma desmoronándose cada noche cuando cerraba los ojos.
Pero perseveró. Había vivido diez años sin hundirse bajo el peso de sus miedos. No podía dejar que las dudas de Quinn debilitaran su determinación.
Miranda quería compartir sus luchas, pero temía que él utilizara sus confidencias como excusa para apartarla de la investigación. El había utilizado en su contra todo lo que le había contado antes de lo sucedido en Quantico, todos sus miedos e inseguridades, y se había visto obligado a expulsarla de la Academia por su necesidad imperiosa de querer hacer justicia. Miranda había aprendido la lección. No le daría a Quinn más argumentos que pudiera utilizar en su contra más tarde.
Prefirió guardar silencio. No se había venido abajo hace doce años y no tenía intención de venirse abajo ahora.
– De acuerdo, agente Peterson -dijo, con voz neutra. Se alejó por el sendero, concentrada en el suelo y en la vegetación, concentrada en Rebecca. Oyó que Quinn le seguía los pasos por la derecha. Lo oyó farfullar algo pero no lo entendió.
Ojalá se haya mosqueado, pensó.
Avanzaron con cuidado. Miranda llevaba el mapa. Sólo hablaban para señalar alguna prueba potencial, y Quinn fotografiaba y etiquetaba cualquier cosa que fuera remotamente relevante.
A casi un kilómetro de donde habían encontrado a Rebecca, Quinn señaló cuatro huellas profundas en el lodo.
– Aquí se debió caer -dijo, y tomó una foto del lugar.
Miranda miró las huellas e imaginó a Rebecca desnuda, temblando de frío y pánico. Y de esperanza. Porque sin esperanza, no habría intentado escapar.
Miranda cerró los ojos. Si estuviera sola en ese momento, habría retrocedido en el tiempo y recordado las veces que se cayó ella. Cada vez se decía que no podía seguir. Cada vez volvía a levantarse porque tenía la esperanza de salvarse.
– Miranda -dijo Quinn, con voz queda.
Abrió los ojos enseguida. De todas las personas imaginables, Quinn no debía ser testigo de cómo ella revivía el pasado. Sabía demasiadas cosas acerca de ella, de lo que había vivido. Con el tiempo, llegó a creer que por eso la había expulsado de la Academia. Quinn temía que perdiera la chaveta en medio de una operación y pusiera en peligro al equipo y a sí misma, si de pronto se quedaba atrapada en una de sus pesadillas.
Tenía que guardarse sus temores.
– Estaba lloviendo -siguió Miranda, antes de que Quinn interrumpiera su reflexión-, y él tenía que seguirla por detrás. El ruido de la tormenta le dificultaría oírla, así que no se alejaría mucho de ella. -A diferencia de cuando las perseguía a Sharon y a ella, pensó. En esa ocasión él corría en una trayectoria paralela a la suya.
– Es probable que tengas razón -dijo Quinn, mirándola con una expresión rara.
Ella no quiso ver en esa expresión nada bueno ni malo, y volvió su atención al mapa. Trazó una pequeña marca roja ahí donde Rebecca había caído.
– Mira este terreno -dijo, y se notaba excitada, a pesar de la presencia de Quinn.
Quinn miró por encima de su hombro y ella trató de no respirar junto a ese olor demasiado masculino que todavía le era familiar.
– ¿Este punto? Esto es una montaña.
– Sí, pero aquí -dijo ella, señalando-, hay un claro. Esta zona fue talada hace muchos años, pero volvieron a plantar. Hará unos ocho o diez años. Estos árboles todavía son pequeños. Este sendero desemboca en el claro, así que creo que venía desde aquí. Pero dio vueltas y vueltas y no corrió en línea recta. Estaba demasiado asustada, y no pensaba con claridad. -Sacudió la cabeza, queriendo librarse mentalmente del miedo de Rebecca-. Pero nosotros podemos coger un atajo y llegar al claro en menos de treinta minutos.
– No -dijo Quinn, sacudiendo la cabeza-. Nos quedamos en el camino que siguió Rebecca. Estamos buscando pruebas.
Ella apretó los puños, frustrada, y se giró para encararlo.
– Podemos volver por el camino que tomó ella, pero estoy convencida de que cruzó el claro. Por eso él sabía dónde estaba. Con la lluvia y la escasa visibilidad, no podía arriesgarse a darle demasiada ventaja. Y el terreno habría sido más un obstáculo para ella que para él, puesto que iba descalza.
Читать дальше