– No, tú no eres Bobby -dijo ella, sacudiendo la cabeza-. Bobby es mi hermano. Yo lo conozco. Tú no eres Bobby.
– Oye, muñeca, he cambiado.
– Cuéntanos cómo hicisteis el cambio -dijo Roger.
– No sé de que estáis hablando -dijo el preso. Removió los pies y las cadenas tintinearon, dejando un eco en la sala casi vacía.
Rowan le lanzó una mirada furibunda. Aquel hombre había ayudado a su hermano a matar.
– ¿Lo planeasteis juntos? Cómplice de asesinato. Bien. En Texas hay pena de muerte, ¿no es así, alcaide?
– Pues, sí, así es.
– Supongo que un cómplice no puede ser ejecutado -dijo Rowan, con voz neutra y dura.
– Bueno, existen circunstancias especiales en que se puede ejecutar a un cómplice -dijo el alcaide.
Rowan controló su reacción. Era una mentira, pero el impostor no lo sabría. Tenían que aprovechar el escaso margen del que disponían. Además, todos sabían que Texas tenía una de las legislaciones de pena de muerte más duras de todo el país.
El impostor se movía y removía, hasta que se cruzó de brazos sobre el pecho.
– No sé de que estáis hablando.
– Y bien. Te lo explicare. Tenemos tu ADN. Yo tengo mi ADN registrado en el FBI. El director adjunto Collins -dijo, mirando a Roger-, ya ha llamado para pedir que manden mis datos. Si de verdad eres mi hermano, los perfiles de ADN lo demostrarán. -Le lanzó una mirada al alcaide Cullen, que entendió rápidamente el farol.
– Guardia, por favor, llame a mi despacho y pregunte si ha llegado el fax desde Washington.
Uno de los guardias abandonó la sala y el impostor se volvió visiblemente nervioso. Desde luego, había oído de más de un criminal que habían atrapado gracias al ADN. El ADN era la prueba reina en no pocos juicios, y eso pondría inseguro a cualquier preso.
– Yo, este… -dijo.
– Dinos dónde está Bobby MacIntosh -dijo Roger.
– No lo sé -murmuró el preso. Su mirada iba de Rowan a Roger y luego al alcaide-. Creo que necesito un abogado.
Roger dio un puñetazo en la mesa.
– ¡No!
El alcaide Cullen frunció el ceño. Rowan se inclinó hacia delante.
– Señor, ¿cómo se llama?
– Lloyd -respondió él, y sonaron sus cadenas.
– Lloyd, yo soy Rowan Smith.
– Ya lo sé -dijo él, encogiéndose de hombros.
– Es por mí que Bobby quería salir de la cárcel, ¿no es así? -inquirió ella.
Lloyd vaciló, y luego asintió con la cabeza.
Rowan sintió que la cabeza le daba vueltas. Era Bobby. Siempre había sido él, y quería destruirla. Despojarla de lo que no le había podido quitar hacía veintitrés años.
– Bobby le habló de mí -dijo ella, con voz firme y bien modulada.
– De verdad, creo que necesito un… -dijo él, vacilando.
– Mira, Lloyd, te diré una cosa -intervino el alcaide Cullen-. Lo que nos digas aquí no será usado en tu contra, ¿de acuerdo? Contesta a las preguntas.
– Me matará si hablo -dijo Lloyd, que no parecía convencido.
– Y si no hablas, te mataré yo -dijo Rowan, mirándolo fijo.
– Señorita Smith -le advirtió el alcaide.
El guardia volvió con dos folios que parecían documentos oficiales. Se los entregó al alcaide, que los leyó y asintió. Lloyd palideció, y el color pastoso de su tez se volvió aún más blanco.
– Esto demuestra que no eres Robert MacIntosh. ¿Quieres colaborar o prefieres que te acusen de complicidad en un asesinato?
– ¿Asesinato? Pero ¡si todavía no ha muerto!
– Bobby ha empezado por matar a otros -dijo Rowan-. Quiere acabar conmigo. Pero yo no tengo ni la menor intención de dejar que me mate -afirmó, con una expresión rígida y los ojos ocultos. Sabía que parecía temible. Era una expresión que la prensa comentaba con fruición cuando trabajaba en el FBI. También daba buenos resultados con los criminales.
Ahora no podía venirse abajo. No ahora, que habían llegado tan cerca.
Lloyd tragó saliva, le lanzó una mirada al alcaide y luego a ella. Rowan no movió un músculo, pero el corazón le latía con tanta fuerza que estaba segura de que todos lo oían. Esta vez no podía fallar. Y no fallaría.
– Quiero ver por escrito que no me acusarán de nada de esto -dijo. Se reclinó en la silla y cerró la boca.
Roger miró al alcaide, que suspiró y sacó una libreta. Escribió él mismo una declaración en dos hojas de papel, las firmó las dos y le entregó la pluma a Lloyd. Éste las firmó torpemente, con las manos esposadas y el alcaide las guardó. Rowan echó una mirada. Lloyd había firmado con el nombre de «Robert MacIntosh».
Aquella declaración no era legal sin su verdadero nombre, pero nadie dijo nada. Pobre imbécil, pensó Rowan. No le extrañaba que Bobby lo hubiera manipulado tan fácilmente.
– Conocí a Bobby en la cárcel, en Louisiana. En cuanto ingresó. Un chico rebelde. Congeniamos en seguida. Éramos parecidos. Me habló de usted -dijo, mirando a Rowan-. La odia.
– El sentimiento es mutuo -dijo Rowan, apretando los dientes y sintiendo la sequedad de la boca. No iba a dejar que ese tipo hiciera mella en ella.
– Yo salí al cabo de diez años. Me pidió que la encontrara. Claro, ¿por qué no? No tenía nada mejor que hacer. Pero me costó un huevo encontrarla. Hasta que Bobby me habló de este Roger Collins, aquí y me dijo que quizá se habría cambiado de nombre. Pero tenía su número de seguridad social, y con eso encontré su expediente académico. -El tipo sonrió, visiblemente orgulloso de sí mismo-. Y, vaya, me dediqué a seguirla. No siempre, no tenía por qué. Sabía su nombre, podía mirar de vez en cuando. Mantenía a Bobby informado.
– Tú. Me acechabas. -Fue lo único que pudo decir para no abalanzarse y coger al muy cabrón por el pescuezo.
– Joder, no, a mí usted me importaba un rábano. Y tampoco estaba siempre vigilándola. Tenía que pasar desapercibido, ya sabe. Trabajaba, pagaba los impuestos. Volví a chirona por una acusación falsa, en el norte del estado de Nueva York. Estuve dentro casi dos años. Me rebajaron la condena por buena conducta -dijo, con una risilla-. Eso sí, me di cuenta de algo importante.
– ¿De qué? -preguntó Roger, impaciente.
Él se encogió de hombros y miró con una sonrisa torcida.
– La verdad es que me gusta estar en chirona. No tengo que trabajar si no quiero. Tengo un techo, un lugar donde vivir, y gratis. Nunca he matado a nadie, así que no tengo que vivir en el corredor de la muerte. Quiero decir, la libertad está sobrevalorada. Intenté explicárselo todo a Bobby, pero él no me hacía caso.
»Durante un tiempo, le perdí la pista, y Bobby se puso nervioso. Cuando se enteró de que era una escritora de éxito, o así, y que ganaba mucha pasta, alucinó. Se inventó todo esto, pero le llevó su tiempo. Dos años para planearlo y hacer que todo encajara.
– ¿Cómo os habéis cambiado? -preguntó Roger.
– Eso fue más fácil de lo que me pensaba. No creí que Bobby fuera capaz de apañarse, pero él estaba tan seguro de que funcionaría, y yo pensé, ¿qué más da? Si me atrapaban, me darían lo que yo quería, una temporada en la cárcel. Si funcionaba, me traerían aquí a Beaumont. Bonito lugar. Mucho mejor que allá en Louisiana.
– ¿Cómo? -repitió Roger, con la rabia a flor de piel.
– Bobby montó un accidente, una pelea con una banda, me parece. Se lo llevaron al hospital, y tenía tajos por todas partes. Había un guardia fuera de la habitación, pero no adentro. Hicimos el cambio. Yo me vestí como esos tíos de la limpieza y entré sin problemas. Claro que Bobby tuvo que cortarme, y esa parte no me gustó mucho, pero funcionó, y vine aquí y él salió del hospital. Fue totalmente perfecto.
– ¿Y qué hay de tus huellas dactilares? -preguntó Cullen.
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