Allison Brennan - La presa

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Cuando Rowan dejó el FBI para dedicarse a escribir novelas de suspense, creyó que comenzaba una vida mucho más tranquila y relajada. Se equivocaba: un asesino en serie está recreando en sus víctimas los crímenes de los libros que ella ha escrito, paso por paso, fundiendo realidad y ficción en una pesadilla de la que la joven no puede escapar. Forzada a aceptar la protección del equipo formado por los hermanos John y Michael, Rowan se da cuenta de que la clave para encontrar al asesino está oculta en su propio pasado, en una infancia que no se atreve a recordar. Y mientras se enfrenta a sus demonios interiores, la relación con los dos hombres que han de protegerla se complica inesperadamente…
UNA EX AGENTE ATORMENTADA POR SU PASADO…
El pasado de Rowan antes de su entrada en la academia del FBI es un misterio: sólo consta que cambió de nombre y fue a parar a un hogar de acogida. Signos que hablan de un suceso terrible en su infancia, de una herida profunda que le dejó aquella persona que debería haberla querido y protegido más que nadie. Ahora sabe manejar un arma, tiene éxito, es una mujer fuerte, segura de sí misma. Pero de nuevo se ha de enfrentar al miedo, a la amenaza que se cuela en sus momentos más vulnerables. Un demonio de su pasado ha regresado en forma de asesino. Para vencerle, tendrá que aprender a confiar en los demás y hacer frente a sus fantasmas más espantosos.
… Y DOS HOMBRES DISPUESTOS A TODO POR PROTEGERLA
Antiguo miembro del cuerpo de elite Delta Force, John ahora se gana la vida en un negocio familiar de seguridad, junto a sus hermanos Michael y Tess. Recién llegado de una misión en la jungla colombiana, descubre que su hermano tiene un interés algo más que profesional por la mujer a la que debe proteger, Rowan Smith. No es raro que eso le suceda a Michael el enamoradizo. Lo extraño es que el propio John, muy a su pesar, sea también seducido por la hermosa e independiente escritora. Un peligroso triángulo de emociones, sobre todo cuando un despiadado asesino en serie ronda a la joven y amenaza a cualquiera que esté cerca de ella.

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– Bobby le dijo a mi padre que era un débil y un encoñado. Yo no sabía que significaba eso por aquel entonces. Pero nunca lo desafió cara a cara, excepto esa única vez. Cuando mi padre no estaba en casa, Bobby nos aterrorizaba. Le rompió el brazo a Peter cuando todavía no sabía caminar. Yo lo vi. Pero él me dijo que si contaba la verdad, me mataría. Yo le creí, y le dije a Mamá que había sido un accidente.

– Nadie te habría culpado, Rowan -dijo John.

– ¿Habría cambiado algo si yo hubiera dicho la verdad entonces? -siguió ella, como si no le hubiera oído-. ¿Se habrían llevado a Bobby? ¿Lo habrían castigado? ¿Habrían hecho algo?

Rowan sacudió la cabeza y soltó un suspiro profundo y cansado.

– Nunca lo sabré -concluyó. Rió, pero sin ver nada divertido en ello. Sólo un vacío profundo y permanente. Se preguntó si algún día volvería a sentir la felicidad de estar viva.

John le apretó la mano y la tomó entre las suyas. Rowan estaba fría. A John le escocía la garganta. Le venían lágrimas de indignación y rabia, y él las reprimió. Ningún niño debería vivir jamás lo que había vivido Rowan. Pensar en la locura y el horror de todo lo que había aguantado era como una estocada en el corazón.

Sin embargo, lo que de verdad le indignaba no era la maldad de Bobby. Eran los padres. ¿Qué hacían viviendo con un hijo que maltrataba a los demás, un joven que los atormentaba a ellos y a sus hijos? ¿Cómo era posible que no lo remediaran? ¿Cómo podía vivir la madre en esa casa, dejar que sus hijos fueran testigos del maltrato y no sacarlos de allí?

Había otras dos chicas mayores. ¿No podría una de ellas haber acudido a las autoridades? Era evidente que habían sufrido los maltratos de Bobby. Ellas mismas habían sido víctimas. Sin embargo, Rowan cargaba con todo el peso, como si hubiera sido la única que podría haber hecho algo y luego desistido.

Ojalá pudiera explicárselo, darle seguridad, decirle que el hecho de que hubiera hecho algo o no, nada tenía que ver con lo que había ocurrido.

– Rowan, nada de eso fue culpa tuya -dijo John, con voz queda.

Ella se encogió de hombros. ¿Habría oído lo que le había dicho?

– Supongo que quiero decir que sabía que Bobby algún día haría algo malo. Algo muy malo.

– ¿Por qué crees que tu padre se vino abajo?

– No lo sé. Es la razón por la que estudié psicología criminal en la universidad. Por eso ingresé en el FBI. Quería respuestas. Y encontré respuestas. Pero no sobre mi padre. Sólo lo habitual: sucede a menudo que los cónyuges maltratadores matan o son asesinados.

John la atrajo hacia él. No soportaba escucharla torturarse a sí misma. El mal no conocía límites. Ricos o pobres, hombres o mujeres, viejos o jóvenes. No sabía qué había impulsado a Robert MacIntosh a matar a su mujer, pero lo había hundido para siempre. Veintitrés años sin hablar, sin siquiera reconocer la presencia de otro ser humano.

Bobby MacIntosh era otra cosa. Si John estaba en lo cierto y el hermano de Rowan era el protagonista de aquel festín sangriento, expertamente diseñado y premeditado que duraba ya tres semanas, tenía el corazón más retorcido y estaba mucho más sano que su padre.

Roger Collins se paseaba de arriba abajo por la sala de espera de Beaumont, la cárcel de máxima seguridad adonde habían trasladado a Bobby MacIntosh hacía un año. El alcaide ordenó llevarlo a una sala de reuniones privada, pero Roger esperaba a Rowan.

Tenía ganas de estrangular a John Flynn pero, al mismo tiempo, temía que su teoría fuera acertada. Que Bobby MacIntosh no estuviera en Beaumont sino en libertad, y que fuera él quien estuviera aterrorizando a Rowan.

Dejando de lado las buenas intenciones, había cometido un grave error. Un error que había costado la vida a siete personas. Y quizá serían más.

A los dieciocho años Bobby MacIntosh era apenas un joven, pero más peligroso que muchos criminales curtidos con décadas de agresiones en su haber. Ningún remordimiento y, desde luego, se refocilaba pensando en la noche de su matanza.

– Mira, mira, mira. Si es el agente especial Roger Collins -había dicho Bobby MacIntosh veintitrés años antes, cuando Roger lo interrogó en la celda de una cárcel de Boston.

Roger estaba al otro lado de los barrotes y miraba al chico que había matado a tres de sus hermanas.

– Lily declarará en tu contra -le había dicho a Bobby, queriendo verlo retorcerse-. Está viva, goza de buena salud y quiere enviarte a la silla eléctrica.

Bobby entrecerró los ojos al tiempo que le lanzaba a Roger una mirada diabólica.

– En Massachusetts no hay pena de muerte. Es inconstitucional -se burló él.

– Qué lástima. Yo pulsaría el interruptor de buena gana. Lily también. Has hecho lo posible por destrozarle la vida, pero ella es fuerte. Más fuerte de lo que crees. Más fuerte de lo que jamás le has reconocido. Cuando suba a declarar, no habrá ni un solo jurado que vote la absolución. Pasarás el resto de tu vida en prisión.

Se había acercado a los barrotes, a sólo centímetros de su cara. Jamás había sentido tanta repugnancia hacia un sospechoso. Después de oír el relato de Lily, Roger odiaba a ese chaval.

– Y si crees que vivirás mucho tiempo entre rejas -añadió, con voz grave y segura-, piénsatelo dos veces.

Bobby se limitó a mirarlo con ojos burlones, y se reclinó cómodamente en el camastro.

– Tú no me conoces -dijo, sacudiendo la cabeza-. Soy un sobreviviente. Y si crees que me pasaré el resto de mi vida en chirona, el que está loco eres tú.

Bobby se sentó, puso las manos sobre las rodillas y frunció el ceño. La ira reconcentrada de su expresión obligó a Roger a tragar saliva sin quererlo. Éste era el hombre que Lily temía, el hermano con que había vivido diez años, un chico que mataba sin remordimientos. Lo hacía por puro placer.

– Mataré a Lily. No ahora. Ni mañana. Algún día. Le cogeré su pescuezo de desnutrida y se lo romperé.

– No cuentes con ello -dijo Roger, apretando los dientes. Dio media vuelta y salió a grandes zancadas de la cárcel. Pero oyó las últimas palabras de Bobby MacIntosh.

– No me subestimes, caraculo.

Al día siguiente, llevó a Lily a ver a su padre. Y la pobre niña se vino abajo por completo y tuvieron que sedarla. Fue entonces cuando Roger pensó que quizá no fuera capaz de subir al banquillo a declarar, o que declarar podría causarle secuelas para el resto de sus días. Y, después de todo lo que había vivido, Collins no quería que tuviera que enfrentarse a más torturas.

Bobby intentó escapar mientras lo trasladaban a una sesión preliminar. Disparó y mató a dos guardias y cayó herido. Mientras lo operaban, Collins rogó a un Dios en el que apenas creía que se lo llevara al infierno, a donde pertenecía de verdad.

Pero el joven asesino sobrevivió.

Afortunadamente, esta vez las circunstancias eran diferentes. Bobby había matado a dos polis. Roger Collins convenció al fiscal del distrito de que Lily no tenía la entereza suficiente para soportar un juicio. Juzgaron a MacIntosh por los asesinatos de los polis en lugar de juzgarlo por el asesinato de su familia. Cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional.

Maldito estado de Massachusetts. Tendrían que haberle dado la pena de muerte.

Roger le contó a Lily que Bobby había muerto cuando intentaba escapar.

Pensándolo retrospectivamente, era un buen plan. MacIntosh estaba en la cárcel, y a Lily se le ahorraba la angustia del juicio y el miedo a que su hermano estuviera vivo y le hiciera daño. Y así había crecido una chica encantadora. Bella, inteligente y abnegada. Él la había orientado hacia el FBI porque tenía la empatía y la capacidad mental para ser una agente sobresaliente.

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