Pero después del asesinato de los Franklin, Rowan había renunciado, y Collins se preguntó por primera vez si no se había equivocado con ella. Si no lo había hecho al tomarla en custodia preventiva y convertirse en su apoderado. Estimulándola a romper el contacto con Peter. Convenciéndola de que cambiara de nombre.
Todo lo que Roger Collins había hecho era porque quería a Lily. Rowan era la hija que él y Gracie nunca tendrían. Cuando lo llamaron sus abuelos para decirle que no sabían cómo manejarla a ella ni a Peter, que los niños tenían pesadillas por la noche y que el psiquiatra quería probar una terapia a base de fármacos, Roger tomó una decisión. Se puso en contacto con un poli que le había dicho que él y su mujer estaban dispuestos a adoptar a Lily y a Peter.
Pero después de un periodo de prueba, le habían dicho que se quedaban sólo con Peter.
Rowan no se lo ponía fácil a nadie por aquel entonces. ¿Quién podía culparla? Se torturaba a sí misma por la muerte de Dani. Por no haber salvado a su familia.
Collins decidió acoger a Rowan. Y, desde aquel día, le había mentido.
Un guardia abrió la puerta de la sala de reuniones e hizo pasar a Rowan, a Quinn Peterson y a un hombre de pelo oscuro que, supuso Collins, sería John Flynn.
Una sola mirada a Rowan le bastó a Collins para que dejara de preguntarse si había cometido errores. Ahora tenía la certeza de que sí.
Rowan estaba agitada por su arrebato emocional en el avión, a pesar de que se había propuesto mantener la calma. Le sorprendía que John se hubiera mostrado tan comprensivo, teniendo en cuenta que su hermano había matado al suyo. John la escuchó, le hizo preguntas sencillas y no le había dicho que todo saldría bien.
Ya nada volvería a «salir bien».
Miró a Roger y frunció el ceño.
– Me has mentido.
– Creí que era la mejor solución -dijo él, asintiendo con la cabeza-. Lo siento. Me equivoqué.
Era lo menos que se podía decir. Rowan sacudió la cabeza, sin saber si podría hablar sin derrumbarse. Si hablaba con Roger, sus frases estarían plagadas de maldiciones y veneno. Roger le había mentido, siempre, no había confiado en ella para contarle la verdad. Había pensado que era probable que acabara en un manicomio, como su padre. Quizás habría acabado así. Quizá todavía podía acabar así.
Pero la traición de Roger la marcaría para toda la vida. No sabía si sería capaz de perdonarlo algún día.
Le dio la espalda a Roger y se encontró frente a frente con los ojos verdes y profundos de John. Él la cogió por el brazo y ella se inclinó apenas hacia él para demostrarle que le agradecía su apoyo. Por primera vez durante aquel largo día, Rowan pensó que quizá sobreviviría.
Entró el alcaide, un hombre sorprendentemente pequeño, de calvicie avanzada. Caminaba muy erguido y lucía una sonrisa nerviosa.
– Director adjunto Roger Collins. Soy el alcaide James Cullen. El preso está preparado para su visita. -Luego miró a Rowan y a John-. Señorita Smith, ¿correcto?
Ella asintió con la cabeza.
– Le presento a mi compañero, John Flynn. -¿Compañero? Se le había escapado. Había querido decir guardaespaldas. Ella ni siquiera pertenecía al servicio. Ya no tenía un compañero.
Nadie dijo nada, pero ella percibió un sutil cambio en la actitud de John. No lo miró, pero se preguntó en qué pensaba.
Rowan siguió al alcaide, y John la siguió de cerca, con su discreto talante protector. Roger y Quinn iban detrás. Cruzaron un pasillo largo y ancho, doblaron varias veces y el alcaide tuvo que teclear un código de seguridad en tres puertas diferentes. Los acompañaban dos guardias armados.
A través del espejo trucado que miraba a la sala de interrogatorios, muy iluminada, se veía a un hombre de poco más de cuarenta años, esposado de pies y manos. Tenía el pelo corto, de color rubio pajizo, el mentón pronunciado y ojos azules. Medía y pesaba lo normal, y mostraba la mirada hundida de la derrota que tenían muchos condenados a perpetua.
Se parecía a Bobby MacIntosh. A primera vista, Rowan creyó estar segura de que el hombre encadenado detrás de la mesa era su hermano.
Pero no lo era.
Roger habló, y en su voz grave y temblorosa se adivinaba la rabia. Y el miedo.
– Ése no es MacIntosh.
– Verá, señor, hemos verificado su expediente, y es él -dijo el alcaide Cullen con un movimiento rígido de la cabeza y pasándose la mano por la calva suave-. Lleva aquí catorce meses. Nuestros nuevos protocolos de seguridad nos obligan a analizar una muestra de ADN al ingresar el reo. Cuando usted llamó hace tres semanas, tomamos otra muestra de ADN. Es Robert MacIntosh, sin lugar a dudas.
– Tiene que haber hecho el cambiazo durante el traslado -dijo Roger, como si hablara solo.
– ¿Perdón? -dijo John.
– La seguridad es muy estricta -explicó el alcaide Cullen. Desde hace dos años, los presos nuevos deben tener un análisis de ADN registrado en sus expedientes. Además de fotos recientes y huellas dactilares, desde luego. Antes, las huellas dactilares y las marcas corporales eran las principales características distintivas.
»Todo está en el ordenador -prosiguió, ahora más seguro-. Así que cuando ingresamos a Robert MacIntosh en esta prisión hace catorce meses, comparamos su foto, sus marcas y huellas dactilares con los registros informáticos. Coincidían perfectamente.
– ¿Y qué hay del ADN? -preguntó Roger.
– Tomamos una muestra de su ADN cuando ingresó -dijo el alcaide, frunciendo el ceño.
– De modo que no tenían nada con que compararlo.
– Las muestras de ADN son caras, director Collins. A los nuevos presos se les hace la prueba por defecto. MacIntosh está en el sistema desde hace veinte años. A los presos ya existentes se les aplica el examen a medida que se consiguen fondos.
»MacIntosh estuvo en Louisiana desde que lo condenaron hasta hace catorce meses, cuando fue trasladado aquí. No le habían hecho una muestra de ADN -explicó el alcaide.
– Yo no me entere de que lo habían trasladado aquí hasta hace tres semanas -dijo Roger, sin mirar a Rowan a los ojos. Al contrario, se quedó mirando al impostor.
– Trasladado -repitió John, incapaz de disimular su frustración.
Roger asintió con gesto tímido.
– Me enviaron una copia del expediente. Una pandilla en la prisión le había dado una paliza, y no era la primera vez. Louisiana ha tenido ciertos problemas, y el abogado de MacIntosh solicitó un traslado. Se lo concedieron. Se supone que me lo tenían que notificar, pero no lo hicieron.
– No hay motivo para creer que no sea Robert MacIntosh, junior -dijo el alcaide, con la voz tensa de indignación-. Todos los datos coinciden.
– Registros informáticos -masculló John, y se pasó la mano por el pelo-. Puede que los hayan cambiado.
– Perdón, señor Flynn -dijo el alcaide-, pero la seguridad informática es muy rigurosa. Estamos en una penitenciaría federal. Contamos con una buena protección contra los piratas informáticos.
– No hay ningún sistema seguro -sentenció John, con la mandíbula tensa.
Rowan señaló con un gesto de la cabeza al hombre al otro lado del espejo, el hombre que pasaba por ser su hermano.
– Él sabe la respuesta.
Dos minutos más tarde, Rowan estaba sentada frente al hombre que se hacía pasar por su hermano desde hacía catorce meses. John se quedó de pie junto a la pared y al lado de uno de los dos guardias. Roger se sentó a la derecha de Rowan, y el alcaide Cullen, ya bastante nervioso, permaneció a su izquierda.
– ¿Quién eres? -preguntó Rowan.
– Bobby MacIntosh, pero eso ya lo sabéis -dijo el impostor, mirándola e intentando parecer feroz, aunque sin éxito.
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