El chico delgado de la caja lo miró de manera extraña y la rubia pequeñaja se le acercó a toda prisa. ¿Por qué tenían que ser todos tan jóvenes?
– Lo siento, señor, pero el pedido no ha llegado. El gerente dice que se ha retrasado el lanzamiento y que no llegará hasta dentro de una semana, como mínimo. ¿Le puedo ayudar en alguna otra cosa?
Retrasado. ¿Por qué? ¿Era accidental, o intencionado? ¿Acaso la policía pensaba que si no tenía el libro no llevaría a cabo su misión?
Qué imbéciles. Ya les demostraría que él era más listo que todos los demás.
Salió a grandes zancadas de la librería sin decir palabra. Quizá tenía que ser así. Eso. Le dejaría su propio ejemplar del estúpido libro junto al cuerpo de la fulana. Ya le había echado el ojo a una prostituta.
Sadie.
Si creían que podían vencerlo, estaban muy equivocados. En cuanto hubiera muerto la puta, se las vería con Rowan. Con Lily.
Sintiendo una especie de pesar porque el juego llegaba a su fin, volvió a la habitación del hotel para acabar sus preparativos.
Hacía mucho frío en Boston para esa época del año. En lugar de una ligera brisa, de árboles en flor y de cielos despejados, todo tenía una palidez grisácea. Una humedad gélida penetraba rápidamente las capas de ropa y se hundía en la médula de los huesos.
Ni John ni Rowan iban vestidos para el clima de Boston. Habían salido de un Los Ángeles soleado con lo que llevaban puesto y habían comprado sólo lo esencial en la tienda de regalos del hotel al llegar a Dallas. Pero entre jerséis y chaquetas, los dos habían tenido que comprar ropa demasiado cara en Logan Airport.
Rowan no había hablado demasiado durante el vuelo ni en el coche que los llevó hasta Bellevue. John respetó el espacio que ella necesitaba para estar a solas. Aunque no demasiado. La vigilaba en todo momento y la seguía de cerca para que supiera que no estaba sola. Al fin y al cabo, era su guardaespaldas. Y algo más.
Pero en ese momento no pensaba en eso.
No sabía si él la ayudaba en algo, aunque de vez en cuando la sorprendía mirándolo con una expresión rara.
John nunca había tenido problemas para entender a las personas, pero Rowan no era una persona cualquiera. Llevaba muchos años ocultando sus emociones para protegerse. John se daba cuenta ahora. Algo en sus ojos lo llamaba. Sus ojos expresaban su dolor, su rabia, sus miedos y su incertidumbre. También veía inteligencia, esperanza y fuerza, una vitalidad que le impedía ceder a la desesperación, y que había convertido a la víctima de un trauma a los diez años en una implacable agente del FBI y, posteriormente, en escritora. Aunque Rowan creyera que era débil, acosada por pesadillas que la obligaron a renunciar al FBI, él veía a una mujer lo bastante inteligente para saber cuándo necesitaba un descanso. Antes de que el trabajo acabara con ella.
Ella era más fuerte que él. John seguía arremetiendo contra los molinos de viento, sabiendo que el molino de viento más grande, la supuesta lucha contra las drogas, era una causa perdida. Cada vez que detenían un cargamento, había un segundo envío el doble de grande que el primero.
Sin embargo, era su trabajo. No podía abandonar, al menos mientras Reinaldo Pomera estuviera vivo.
El Hospital de Bellevue para enfermos mentales criminales ofrecía un aspecto sereno contra el cielo gris y brumoso. Roger conducía, y Rowan viajaba sentada a su lado. El agente Peterson había cogido un avión de vuelta a Los Ángeles para coordinar la búsqueda de Bobby MacIntosh.
Aunque John no podía verle la cara, veía su mandíbula apretada y captaba la tensión que emanaba de todo su cuerpo. Quería consolarla, decirle que no estaba obligada a hacer eso, que él la salvaría del dolor.
Pero ella no lo aceptaría. Ahora no. Quizá más tarde, cuando estuviera hecho, necesitaría a alguien en quien apoyarse. Y él pensaba estar con ella en ese momento.
– Rowan -dijo Roger, al apagar el motor-, ¿estás segura?
Ella no respondió y le devolvió una mirada fría. Cuando fue a abrir la puerta del pasajero, John bajó rápidamente del coche y se la abrió. A Rowan pareció sorprenderle el gesto, luego suspiró y permitió que la escoltara hasta la puerta de entrada.
Roger se apresuró a seguirlos. Había llamado con antelación y el doctor Christopher los esperaba en el vestíbulo.
– Collins -dijo el médico con un gesto seco de cabeza-. Usted debe ser Rowan Smith -agregó, mirando a Rowan.
– Así es.
– Sólo puedo permitir que dos personas visiten al señor MacIntosh. Yo debo estar presente como observador.
– Soy su guardaespaldas -dijo John, mirando directamente a Collins.
– Esperaré aquí -dijo Roger, derrotado. Lo había estropeado todo, y había perdido la confianza y el respeto de Rowan. John casi sentía lástima por él. Hasta que recordó que Michael estaba muerto.
John siguió al doctor Christopher y a Rowan por el ancho pasillo. El silencio reinaba en aquellas dependencias, un vacío inquietante que a John le llamó la atención. ¿No debería haber celadores aquí y allá, enfermeras con medicamentos, pacientes que necesitaban ayuda? Era como si fueran las únicas personas vivas dentro del recinto, y eso lo ponía nervioso.
– ¿Dónde está la gente? -preguntó, finalmente, mientras cruzaban por una puerta de seguridad y todavía no se habían encontrado con nadie desde su llegada al vestíbulo.
– En esta ala tenemos un contingente mínimo de personal -dijo el doctor Christopher-. Nuestros pacientes siguen un horario estricto. No son los típicos enfermos mentales. Todos los que acaban aquí lo hacen obligados por una orden judicial. La mayoría morirá aquí. Los pacientes violentos están en el ala norte. Es una zona con mucho más personal y es mucho más ruidosa que este sector. Sin embargo, todas las habitaciones y todos los pasillos están controlados por cámaras de seguridad -dijo, y señaló hacia las cámaras que había en todos los rincones-. Un equipo médico preparado y armado puede llegar a cualquier punto del hospital en sesenta segundos o menos.
El doctor Christopher se detuvo delante de una puerta ancha. A través de la ventanilla, John vio la espalda de un hombre delgado sentado en una silla, algo encorvado, frente a una ventana de vidrio blindado que daba a un jardín exuberante. Miró a Rowan. Ella miró a su padre, y el miedo la hizo temblar.
John le cogió el mentón, obligándola a mirarlo. Ella le sostuvo la mirada.
– Puedes enfrentarte a esto, Rowan. Yo estaré junto a ti en todo momento. Sólo te hará daño si tú le dejas.
– Estoy preparada -dijo, con voz temblorosa pero clara.
– Muy bien. -El doctor Christopher introdujo su tarjeta en el panel de seguridad y la puerta se abrió con un «clic» electrónico.
Con la mente en blanco, Rowan no se movió. Sólo veía a su padre, pero no en ese momento, en aquella habitación estéril y apenas amueblada. Lo veía soltando un cuchillo ensangrentado, recogiendo a su mujer muerta. Beth. Beth. ¿Qué he hecho?
– ¿Rowan?
La voz de John le llegaba desde muy lejos, desde el final de un túnel, bañado en luz. Ella se volvió hacia él, queriendo, necesitando su fuerza. Él la miró con sus ojos de color verde oscuro y le transmitió toda su vitalidad.
– Rowan, estoy aquí -decía.
Sintió que John le apretaba la mano. No sabía si ella lo había buscado a él o al revés.
No importaba. No estaba sola.
Rowan colocó la única otra silla de la sala frente a su padre. Respiró hondo, se sentó y se obligó a mirarlo a los ojos.
Él no la veía.
Sus ojos de color azul grisáceo, tan parecidos a los de ella, miraban vacíos, más allá de ella. No la veían a ella, no veían nada. Su padre seguía ausente, su cuerpo convertido en un caparazón vacío, tal como era veintitrés años atrás, después de matar a su madre.
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