Allison Brennan - La presa

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Cuando Rowan dejó el FBI para dedicarse a escribir novelas de suspense, creyó que comenzaba una vida mucho más tranquila y relajada. Se equivocaba: un asesino en serie está recreando en sus víctimas los crímenes de los libros que ella ha escrito, paso por paso, fundiendo realidad y ficción en una pesadilla de la que la joven no puede escapar. Forzada a aceptar la protección del equipo formado por los hermanos John y Michael, Rowan se da cuenta de que la clave para encontrar al asesino está oculta en su propio pasado, en una infancia que no se atreve a recordar. Y mientras se enfrenta a sus demonios interiores, la relación con los dos hombres que han de protegerla se complica inesperadamente…
UNA EX AGENTE ATORMENTADA POR SU PASADO…
El pasado de Rowan antes de su entrada en la academia del FBI es un misterio: sólo consta que cambió de nombre y fue a parar a un hogar de acogida. Signos que hablan de un suceso terrible en su infancia, de una herida profunda que le dejó aquella persona que debería haberla querido y protegido más que nadie. Ahora sabe manejar un arma, tiene éxito, es una mujer fuerte, segura de sí misma. Pero de nuevo se ha de enfrentar al miedo, a la amenaza que se cuela en sus momentos más vulnerables. Un demonio de su pasado ha regresado en forma de asesino. Para vencerle, tendrá que aprender a confiar en los demás y hacer frente a sus fantasmas más espantosos.
… Y DOS HOMBRES DISPUESTOS A TODO POR PROTEGERLA
Antiguo miembro del cuerpo de elite Delta Force, John ahora se gana la vida en un negocio familiar de seguridad, junto a sus hermanos Michael y Tess. Recién llegado de una misión en la jungla colombiana, descubre que su hermano tiene un interés algo más que profesional por la mujer a la que debe proteger, Rowan Smith. No es raro que eso le suceda a Michael el enamoradizo. Lo extraño es que el propio John, muy a su pesar, sea también seducido por la hermosa e independiente escritora. Un peligroso triángulo de emociones, sobre todo cuando un despiadado asesino en serie ronda a la joven y amenaza a cualquiera que esté cerca de ella.

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El director adjunto Roger Collins tomó el primer vuelo a Portland para inspeccionar la última escena del crimen del «Asesino Imitador», el nombre que los medios de comunicación habían dado al último asesino en serie de Estados Unidos. Tres horas más tarde, volvía al este, pero no al aeropuerto de Dulles.

– ¿A qué hora está previsto que lleguemos a Logan? -le preguntó a un auxiliar de vuelo que pasaba.

– Aterrizamos a las dieciséis y diez, hora del Este.

Collins sacó su cartera y extrajo una tarjeta que guardaba debajo de su carné de conducir. La miró un rato largo antes de sacar el teléfono móvil del respaldo del asiento delantero, marcó la clave de su tarjeta de crédito y pidió hablar con el director.

– Roger.

La voz del doctor Milton Christopher era grave y áspera, y no había cambiado en los más de veinte años que Roger lo conocía.

– Milt, ojalá te estuviera llamando para charlar.

– ¿Qué pasa?

– Voy camino de Boston y necesito hablar con MacIntosh.

Siguió una larga pausa.

– No ha habido cambios.

– Ya lo sé, pero tengo que verlo. Llegaré después de las horas de visita.

– ¿Tiene algo que ver con ese asesino en serie de la costa Oeste?

Ahora le tocó a Roger hacer una pausa.

– Puede ser.

– Estaré aquí -dijo el médico, con un suspiro.

– Gracias. -Roger colgó y miró por la ventana. Tenía que hacer una llamada más. Marcó el número.

– Penitenciaría de Shreveport.

– Tengo que hablar con el director acerca de un preso.

Cuando Roger aparcó el sedán de alquiler frente al Hospital de Bellevue para Presos Discapacitados Mentales, acababa de hablar por teléfono con las autoridades del sistema penitenciario de Texas. Se miró en el espejo retrovisor y no le sorprendió ver que tenía ojeras. El pelo canoso que a Gracie siempre le parecía tan «distinguido» le daba un aspecto más avejentado que sus cincuenta y nueve años.

Iban a rodar cabezas por haber trasladado a esa semilla del diablo sin haberle informado. Sin embargo, después de cuatro horas y media de llamadas, desvíos de llamadas y amenazas, Roger había descubierto dónde estaba y había hablado con el director de Beaumont, una cárcel de alta seguridad en Texas. El director James Cullen tenía respuestas a todas sus preguntas y había pasado la noche revisando una copia de todos los antecedentes pertinentes.

Roger iba a bajar de su coche en Bellevue cuando sonó su móvil. Estuvo a punto de no contestar. Eran más de las seis y no quería que Milt esperara mucho más. Pero echó una mirada al número y enseguida reconoció el de Rowan.

Sintió un nudo en el estómago, porque sabía que si algún día se sabía la verdad, ella nunca lo perdonaría. El hecho de que todo lo que hiciera fuera para protegerla no le serviría de excusa.

– Collins -contestó.

– ¿Ha hablado Quinn contigo hoy?

– Sí. -Por eso estaba en Boston, pero no podía decírselo.

– Le has puesto protección a Peter, ¿no? Si se entera de lo de Dani, puede que…

– Peter está a salvo, Rowan.

– Contrataré a un guardaespaldas, si es necesario. Si hay un problema de dinero, tengo suficiente.

– Ya está hecho.

– Gracias. -Siguió una pausa y Roger tuvo ganas de contárselo todo. Pero no lo hizo.

– ¿Alguna otra cosa?

Sonaba derrotada. Deseaba estar allí con ella, ser el padre que necesitaba y que nunca había tenido. Incluso cuando Rowan vivía con él y Gracie, él trabajaba doce y catorce horas al día. Sobre todo al principio, cuando ella lo había necesitado más.

– Vamos a coger a ese hijo de perra.

– Lo sé. -No daba la impresión de que Rowan le creyera-. Adiós.

– Espera… -Pero Rowan ya había colgado.

Cerró el móvil de un golpe y dio un puñetazo en el techo del coche. Mierda, mierda, mierda.

– ¿Te puedo ayudar en algo?

Roger se giró rápidamente. Milt Christopher ya lo había visto. En realidad, estaba demasiado cansado para hacer las cosas bien. Sacudió la cabeza.

– Sólo quiero que me lleves a ver a MacIntosh.

Caminaron en silencio por el césped. Se suponía que los prados amplios y bien cuidados calmaban la locura que se escondía tras las paredes.

Milt utilizó su pase de seguridad para abrir una puerta en un extremo del patio. Él y Roger tuvieron que firmar ante un guardia y luego siguieron por un pasillo ancho y blanco; cruzaron otras dos puertas de seguridad hasta llegar a la entrada de la habitación de Robert MacIntosh.

– ¿Estás seguro de que no confías en mí para esto?

– Confío en ti, Milt, pero tengo que verlo en persona.

Milt asintió con la cabeza y luego abrió la puerta con una llave.

Robert MacIntosh estaba sentado en una silla frente a una ventana con barrotes que daba al patio que acababan de cruzar. Estaba casi oscuro, pero por la mirada vacía de sus ojos azules, Roger pensó que MacIntosh no lo sabía o no le importaba. Acercó una silla, la puso frente a él y lo miró, deseando ver algo, cualquier cosa menos la expresión vacía que recordaba.

Roger creía que la mayoría de las personas no estaban desequilibradas cuando cometían crímenes odiosos. Según todos los documentos públicos, Robert MacIntosh había estado en sus cabales veintitrés años antes. ¿Qué lo había quebrado? ¿Qué había cortado el fino hilo de la cordura? ¿Acaso estaba desequilibrado cuando mató a su mujer, o su brutal asesinato le vació la mente para encontrarse con su alma muerta?

No era justo. Había querido que el peso de la ley cayera sobre ese cabrón más que sobre cualquier otro asesino que había conocido en sus treinta y cinco años en el FBI. Y MacIntosh no había pronunciado ni una palabra desde el día en que lo encontraron sentado junto al cuerpo desmembrado de su mujer muerta, embadurnado con la sangre que manchaba la cocina donde ella murió.

– Cabrón -susurró.

Milt, el médico, carraspeó.

Roger buscó los ojos ciegos de Robert MacIntosh, y no encontró nada humano, nada que estuviera vivo en sus profundidades. Aquel caparazón vacío de ser humano vivía del erario público a un coste de más de cien mil dólares al año. Tendrían que haberlo ajusticiado en la escena del crimen cuando el primer agente de policía llegó a la casa de los horrores de Boston.

Roger se incorporó.

– ¿Ha venido a verlo alguien recientemente?

– La verdad es que sí -dijo Milt, y parpadeó.

– Tengo que ver los registros de seguridad.

Una hora más tarde, Roger salía con copias de los registros de visitas desde el 10 de mayo hasta el 23 de septiembre del último año, y con la promesa de que Milt pediría los vídeos de seguridad correspondientes a aquellos días y los enviaría inmediatamente a la sede del FBI.

En veintitrés años nadie había visitado a Robert MacIntosh, hasta el año pasado, cuando Bob Smith vino a verlo dos veces.

¿Quién diablos era Bob Smith?

Capítulo 8

Rowan se despertó temprano; volvía a tener un dolor de cabeza horrible. Metió la mano bajo la almohada, sacó la Glock y se la quedó mirando un rato. Casi no recordaba haberla cambiado de su lugar habitual, en su mesilla de noche, a debajo de la almohada.

Había dormido con un pantalón de chándal y una camiseta, y no se molestó en cambiarse. Se limitó a sacar las mangas de la camiseta, se puso un sujetador y volvió a meter los brazos. Era un truco que sus escasos amantes admiraban, y a ella le debería haber demostrado que se dejaban impresionar fácilmente.

Entró en el baño, se peinó y se recogió el pelo en una rápida coleta para su sesión de footing . Intentó ignorar la mujer de ojeras hundidas que vio en el espejo, pero no pudo.

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